Es incorrecto. ¡Qué digo yo!: Injusto. Porque -al menos con las palabras no siempre lo justo es correcto, ni lo correcto justo- decirle a un paraguas ‘sombrilla’. Como tampoco lo sería decirle a una sombrilla ‘paraguas’.
Cada uno, aunque en apariencia y en la práctica semejantes, fueron inventados con fines distintos.
Si yo fuera paraguas me molestaría ser llamado sombrilla, y si yo fuera sombrilla me molestaría ser llamada paraguas.
Debería haber un nombre registrado e imposible de usurpar para cada cosa. Para cada ser.
Ello dignificaría el lugar de los objetos y las especies vivas en el universo. Debe ser triste para un artículo cualquiera andar por ahí sin identidad, sufriendo el diario deshonor de ser denominado con aquel genérico poco creativo y facilista de ‘cosiaco’, ‘cacharro’, o el aún más triste sufijo ‘ibiris’.
Aunque idénticos, un destornillador debería ser aquel instrumento que destornilla, y atornillador aquel que atornilla.
Hay utensilios y artefactos cuyos nombres terminan por comprimirse, tras ser usados por mucho tiempo. Y eso los engrandece.
Lo que antes fuera ‘control remoto’,por ejemplo, se ha ganado de años atrás una dignidad superior, pues hoy -gracias a la ausencia de comandos fijos que los suplan en su ausencia en los dispositivos electrónicos- es llamado tan sólo ‘el control’.
Pero de regreso a la temporada lluviosa, cabría hacer algunas precisiones..
La sombrilla intenta cubrir el disco solar. El paraguas pretende blindar a su dueño de las gotas. Ninguno lo consigue del todo. Y por eso nadie, por el hecho de poseer un paraguas o una sombrilla, es inmune a una insolación o a un resfriado.
¡Y sí!: Una sombrilla puede hacer las veces de paraguas y un paraguas las de sombrilla.
Por estos días abundan en Bogotá los paraguas y escasean las sombrillas. Hay quienes para vendérnoslos pregonan, indistintamente: «¡Sombrillas!, ¡Sombrillas!, ¡Sombrillas!… ¡Paraguas!, ¡Paraguas!, ¡Paraguas!». Como si uno y otro estuvieran clasificados de forma diferente en su inventario de cosas por vender. Una semana atrás formulé a uno de aquellos mercaderes la pregunta lógica y simple acerca de qué diferenciaba a un paraguas de una sombrilla, y su respuesta fue una mirada de desconcierto, como si el equivocado fuera yo.
Estos comerciantes informales, además de los agricultores y de los románticos; o de quienes se procuran el gusto egoísta de sentirse resguardados en su hogar mientras los demás se mojan, son los mayores beneficiarios de la subienda paragüística.
Los vendedores callejeros, especie posmoderna diseminadora de esta especie de prótesis con forma de alas de murciélago, sostenidas por tentáculos de metal, tienen algo más que ofrecer durante estas fechas, que lucen interminables. Los paraguas, como las bufandas y las gorras, tienden, naturalmente, a desaparecer, gracias a los sucesivos olvidos de sus propietarios.
En esta ciudad paraguas -lo que se dice paraguas- sólo deberían serlo aquellos de color oscuro. Porque todos los demás: coloridos, transparentes o estampados con logotipos de marcas de gomas de mascar, o de atunes enlatados, no les vienen bien a las tardes grises de Bogotá.
Los murciélagos artificiales sobrevuelan, como aves de buen agüero (por lo aguadas), los adoquines capitalinos y las cabezas de sus portadores, con un amenazante clavo en el centro. Me recuerdan al Pingüino. A Gene Kelly. O a Mary Poppins.
Los hay desvencijados y muy lujosos. Los hay con mango curvo, asemejando la curvatura sutil del cuello y el pico de un cisne. Siempre con sus alas cóncavas. Los hay con su armazón derruida. Con una de sus varas vencidas por las leyes universales de la elasticidad, por un viento excesivo o por el tiempo. Los hay con un comando automático para abrirlos, aunque no así para cerrarlos, que se sepa.
Los hay encubridores -porque todo buen paraguas debe ser capaz de servirle de cómplice a su amo- cuando haya situaciones en las que él se quiera esconder del mundo, y porque todo buen amo de paraguas debería llevar gabardina, sobretodo y zapatones, si es que en alguna parte de la ciudad siguen vendiendo algo que se llame así-.
Una especie de homogeneidad mimética tiende a caracterizar a todos los que, en su afán por no mojarse demasiado, blanden un paraguas por la carrera Séptima, dejando su salud y su bienestar en manos de un murciélago de tela, lo que comprueba que en la práctica los murciélagos no son tan siniestros.
¿Habría alguien en estas calles, dispuesto a deshacer la mentira del paraguas-sombrilla? ¿Alguien capaz de quitarnos la idea de que uno y otro pueden ser la misma cosa, y de que la unión conceptual de sombrilla y paraguas, no es un avance digno de encomio, entre los nuestros? ¿Habría alguien tan ingenioso como para vender zapatones, gabardina y paraguas en un solo paquete, a la usanza de esos objetos que hoy se mezclan para hacerlos lucir menos costosos en eso a lo que los publicistas posmodernos llaman ‘combos’?
Paraguas. Ejército de murciélagos cuyo número crece cuando el cielo amenaza lluvia. Tegumento negro que marcha por los sardineles, sirviendo de techo parcial a mi ciudad para guarecernos del agua, de la que venimos, pero a la que evitamos, porque a veces queremos escapar de aquello que fuimos. Sombrilla. Objeto festivo tornasol, hecho para escondernos de la luz, porque la penumbra es menos comprometedora.
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