Quien -perteneciendo a mi generación- niegue que alguna vez se alegró ante un anuncio de suspensión temporal en las clases por amenaza de bomba, es un mentiroso, un hipócrita, o fue a un colegio divertido (escenario al que considero casi imposible).

Escribo estos párrafos pensando en aquella década en la que finalizó mi formación escolar, a la vez que terminó la universitaria. Los aburridos 90. Los tiempos del grunge, el MTV latino, el proceso 8.000, el apagón, la fuga de la Catedral y el revolcón.  Pienso en aquel decenio en el que dejé de tener 19, para entrar con irreversible firmeza en unos 20 que ya se acabaron. 

Y visualizo a quienes, también en Bogotá, fueron testigos ingenuos de todo lo que ocurría entretanto, al final de aquel 1989 y el comienzo de 1990.

Estoy hablando, de manera muy concreta, de quienes nacimos en Bogotá hacia la mitad de los 70 del siglo XX. Para quienes nos lo hemos planteado el hecho de que todo ser, objeto o concepto aparecidos durante la última década del siglo XX tenga hoy entre 21 y 12 años, no deja de resultarnos preocupante.

Supongo que a los nacidos en los 90 debe antojárseles normal. Pero sigue siendo monstruosamente ilógico que alguien venido al mundo hace tan poco ya pueda ser un adulto.

Yo era genuinamente joven. Tenía 13 años, un televisor Sony Trinitron, un ‘walkman’ autorreversible y un televisor Sony Trinitron con los que compartía casi todo mi tiempo, a no ser que estuviera con mis amigos, con los que sólo me veía en horas lectivas y de recreo, tan apasionados como yo a la hora de detestar a la institución en la que estudiábamos, a Loco Mía, a la ‘Lambada’ y a los New Kids on the Block. 

Cuando no estaba dedicado al audio, al video, o a detestar seres y cosas con mis amigos, escribíamos un periódico clandestino, que circulaba por entre los pupitres de nuestros condiscípulos. En ese entonces leía a Horacio Quiroga y a Franz Kafka. Mi vida se resumía en leer, para quedarme dormido, asistir a las tediosas clases, volver en el bus escolar oyendo radio, y en grabar cintas de video y audio.

Al final del cassette TDK, de etiqueta roja y negra, sonaba, incompleta ‘The end of the innocence’, canción de Don Henley, que entonces estaba metida en el Top 40 Radioactiva. 102.9 FM.

Mis amigos y yo jugábamos a tener una emisora, a la que yo bauticé Electra Stereo, 92.4. Y hacíamos programas enteros presentando canciones. La frecuencia fue escogida porque ese era el último punto al que llegaba la señal ajustable de un micrófono inalámbrico al que compré de contrabando. 

Años más tarde los 92.4 de mi Electra Stereo fueron ocupados por la emisora de la Policía Nacional, hecho que ellos debe ignorar,

Vuelvo a 1990. Por aquel tiempo no había nada llamado ‘planeta rock’ , existían cuatro emisoras dedicadas al pop anglo en nuestro dial FM (y una, un tanto más adulta llamada Caracol Stereo), y nunca se me habría ocurrido pensar que esa canción como la de Henley, imposible de oír completa, porque una vez los compases iniciales del saxofón final sonaban, el lado B de la cinta se terminaba, podía estar en modo alguno relacionada con mi futuro. Hubiera querido que tal premonición hubiese estado ligada a algún ritmo local y no a un video en el que ondeaba la bandera norteamericanas. Pero era tan poco lo que había por entonces.

Aun así, sin que lo supiera, los  versos del señor Henley fueron el epitafio a mis días infantiles (o preadolescentes, que era la forma como la enciclopedia ‘El mundo de los niños’, otra buena amiga, me había enseñado a llamar al periodo comprendido entre los ocho y los 11 años de vida). La denominación me gustaba mucho, pues desde siempre odié que me dijeran niño.

Cuando los 80 terminaron tuve la ingenua percepción de que los 90 habrían de ser una prolongación de la década anterior. Bono lo había dicho: ‘Los 80 fueron el ensayo. Los 90, el concierto’. La página del rock de 88.9, en ‘El Tiempo’ coordinada por un hombre llamado Andrés Zambrano, y según creo apoyada por Rodolfo Ovalle, así nos lo hizo pensar.

En los 88.9 Mhz (muy a la izquierda del dial) estaba Súper Stereo. En los 99.9 estaba Caracol Stereo (la adulta). A los 102.9, acababa de llegar la muy nueva Radioactiva. Y en los 103.9, Todelar Stereo. En AM, Radio Tequendama emitía sus últimos kilovatios.

El comienzo de los años 90 del siglo XX no fue fácil para los miembros de mi generación. Desde nuestra inconsciente ingenuidad las determinaciones gubernamentales de no asistencia al colegio ante las frecuentes amenazas de atentados terroristas por cuenta de los grandes narcotraficantes, nos alegraban, como ya lo dije, sin pudor. Es un hecho, tan triste como verdadero. Estudiar siempre fue aburrido.

Pero aparte de eso había hechos en verdad decepcionantes con los que nos enfrentábamos. La música, aquella que oíamos por radio -por cuenta de los Titos López y sus discípulos- atravesaba un momento triste. Había que ir a la calle 19 o escuchar ‘El último tren a Londres’ en Todelar Stereo, para encontrarse con algo distinto.

Las listas pop eran punteadas por artistas oriundos de La Florida, funcionaba con fuerza un ‘pool’ de productores llamado Stock, Aitken & Waterman, y la oferta musical estaba dividida en partes muy similares entre Poison, Skid Row, Paula Abdul y algunos otros advenedizos con canciones muy mediocres, tales como Timmy T y ‘One more try’ y Stevie B y ‘Because I love you’. ‘We didn’t start the fire’ y la mencionada ‘End of the innocence’ habían sido del año anterior.

Lo confieso, no sin un alto componente de culpa y vergüenza, después de haber admitido lo de la suspensión de clases. Fui de los que se ilusionó con el emblema aquel de ‘Bienvenidos al futuro’, y con la apertura gavirista. Me seducía la idea de poder conseguir caramelos Kraft en los supermercados y galletas Fig Rolls en las charcuterías de barrio sin tener que dirigirme hasta un lejano San Andresito.
 
Cometí otros errores de juicio. El proceso Maturana me parecía el ingreso definitivo del seleccionado patrio a las ligas mayores del fútbol en el mundo. Interpreté aquel pésimo 1990 de Millonarios como un accidente, y no como el principio de un recorrido ridículo y dantesco experimentado por la institución desde entonces.
 
Mi mayor entretención consistía en dar vueltas a la rotonda que circundaba a la plazoleta de comidas del aún novedoso centro comercial Hacienda Santa Bárbara. En aquel entonces no se me había ocurrido abrazar el prejuicio de que Bogotá comenzaba en Las Cruces y terminaba en la 100. Unicentro me parecía el eje principal del mundo.

Pero a la vez, mi viciada conciencia social estaba dolida por la oleada migratoria que llevó a un alto porcentaje de los ‘disc jockeys’ de 88.9 Súper Stereo. También lo confieso. Uno de mis ídolos de preadolescencia fue Alejandro Villalobos. Y ver que él se iba, tras aquel colectivo al que los fanáticos de dicha estación de radio considerábamos una jauría de traidores, por ser el último en desertar, fue muy decepcionante.

Ya lo había hecho Jorge Marín. Ya lo había hecho Tito López. Ya lo había hecho, también, Andrés Nieto. Pero de Villalobos jamás lo hubiera esperado. Supuse, en forma ingenua, que los 90 habrían de ser tan entretenidos como los 80. Me pareció extraño pensar que mis primeros recuerdos se remitían a 1979, y que ya tenía 10 años de memorias a cuestas.
 
Aparte de los asesinatos a precandidatos, y de los vaivenes del ánimo de una generación que, como la mía, se aprestaba a ver por primera vez en sus vidas a un seleccionado patrio en un mundial, a la vez que, sin atreverse a decirlo, celebraba el hecho de que se suspendieran las clases en el colegio, por causa de alguna amenaza de atentado, crecimos en un mundo al que no comprendíamos.

Las antenas parabólicas comenzaban a mostrarnos un mundo más radiante, que no se parecía al nuestro, y muchos suponíamos que fuera del país (en Estados Unidos y en Gran Bretaña, digamos), la realidad era semejante a las películas malas que veíamos en los Cinemas A o B de Unicentro. Superstation WTBS o TBS, nos mostraron a Los Picapiedra y a Los Monster.

Pienso, como lo dijo Henley, evocando su infancia, en los 50, que a los míos la inocencia comenzó a írsenos en 1990, y en los dos lustros subsiguientes. Experimentando los ridículos internacionales protagonizados por nuestra Selección Colombia en Estados Unidos 1994 y Francia 1998. Viéndonos, ya en este siglo, marginados de toda contienda mundialista, tal como lo estuvimos siempre, con la única excepción de 1962. Soportando los costos sociales de una administración neoliberal a la que al comienzo consideramos progresista y divertida. Creyendo que las oportunidades nos sobrarían para hacer algo interesante de Colombia. Que lo de Millonarios era un bache sin importancia. Que Unicentro era el corazón del mundo. Que no podía haber algo peor que el ‘meneíto’.  ¡Qué mal se sabe predecir, a veces!

 

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