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MP3 killed the vinyl star
Entre los objetos de la casa a los que venero con más fervor fetichista está una Victor Talking Machine. Es algo parecido a una victrola, aunque no lo mismo. Las victrolas tienen una corneta metálica, similar al pabellón de una tuba. Las Víctor Talking Machine no, lo que las hace un tanto menos vistosas.
Las Victor Talking Machine sólo cuentan con cuatro grandes hendijas a manera de parlantes, éstas a su vez resguardadas por un par de compuertas desde donde parte el sonido hasta los oídos de quienes tenemos suficiente paciencia como para ponernos en la tarea de darles cuerda, cada poco tiempo. Algunos comerciantes disfrazados de krishnas venden ciertos modelos de imitación, de aquellos que operan con baterías. Pero en esos casos ni los hombres son krishnas, ni los artefactos victrolas.
La intensidad de los decibeles se controla al abrir o cerrar las mencionadas compuertas. Es una forma rústica aunque romántica de variar el volumen del audio, que parte desde una aguja a la que hay que reemplazar después de un mínimo uso, y a la que se le acomodaría mejor, dado su tamaño, la palabra ‘puntilla’. Cada una de las mencionadas agujas alcanza, en el mejor de los casos, para dos o tres canciones. Luego se vuelve roma.
Mi Victor Talking Machine fue fabricada en 1927, según pude corroborar por el número de serie grabado sobre la pequeña placa aún pintada de negro en donde se adivina la figura del famoso cachorrito terrier, asustado por aquellas misteriosas notas tocadas desde el fondo del aparato, por nadie.
Cada vez que puedo me dirijo hacia algún anticuario callejero para comprar, al azar, un par discos de 78 revoluciones por minuto, en donde sólo hay dos canciones. Regreso con una bolsa de papel en cuyo interior hay seis ó 10 discos, de esos que se rompen al caer al suelo. Luego, sin saber de qué van, los pongo a girar sobre el plato del prehistórico tocadiscos, a la espera de encontrarme con cualquier cosa.
Una vez mi amigo Ñe estaba observando un fonógrafo parecido al mío y comentó, en la que me pareció una muy sensata apreciación, que esos dispositivos cumplieron una vez con una función bien similar a la de un actual I-Pod, algo más rústico. Un lugar en donde se almacenaban distintas canciones que luego podían ser reproducidas a gusto del usuario, en órdenes caprichosos.
Es una forma algo arcaica de ‘randomizar’ mediante cierto mecanismo de mágica aleatoriedad el devenir musical de todos los días. Algunas veces, para ablandar un tanto los precios, le insinúo al vendedor que en vista de las malas condiciones lucidas por los discos de 78 rpm que me ofrece, el alto precio exigido por los mismos debería disminuir.
Él me contesta, invariablemente, que si así lo quiero podemos ensayar una por una las ‘pastas’, y que si encontramos una que no suene bien, él me la dará gratuitamente. Ante un argumento como ese no me queda más que dar mi voto de fe a la mercancía usada y pagar la cifra estipulada inicialmente sin chistar.
Roll over Beethoven
Aquel formato del que hablo, fue el antecesor del más popular y reciente LP, presentado al mundo el 21 de junio de 1948, hace 60 años, obra del ingeniero húngaro de la CBS Peter Carl Goldmark.
Eso de que los discos prensados en los 30 sean menos susceptibles a ralladuras que los que aparecieron luego en el formato LP, y quizá algo menos también que los compactos, unos 50 años más jóvenes, tiene un significado más grande que el de una mera anécdota sentimentaloide.
Entre expertos y aficionados hay una corriente de melómanos serios, para quienes la calidad de los formatos más recientes de compresión de audio, bien sean MP3, MP4, AAC o CD, está muy por debajo de los estándares obtenidos en tiempos antiguos, cuando cintas magnéticas y discos de vinilo dominaban el mercado. O por lo menos de la de los álbumes producidos durante los 70 y 80, que fueron épocas doradas para el disco de larga duración, al que por mucho tiempo, desde el inicio del imperio digital, el mercado había venido mirando con desinterés o sentenciándolo de muerte por inanición.
Yo mismo me he rendido ante la tentación de tener toda mi colección (incluyendo vinilos, cintas de carrete abierto, casetes y otras aberraciones más) convertidas a mp3 en un disco duro. Es una solución práctica, que garantiza la preservación de las matrices originales y permite compartir loa audios sin problema, en lugar de tener que buscar malas excusas para no prestar los discos a nadie. Pero en honor a la verdad hay que reconocer que, al menos según mis estándares de audición, las condiciones de la muestra sonora decrecen.
El rango promedio de muestreo de un mp3 está por los 128 kbps. Los más puristas convierten sus audios a una tasa de 160, y otros de 256, en un esfuerzo por conservar una fidelidad ya perdida. Ninguno de estos se acerca, ni de lejos, según dicen los entendidos, a los niveles de frecuencia utilizados por los viejos discos de larga duración, con todo y ralladuras, ni mucho menos a las cintas magnéticas de carrete abierto, a las que intentaron sin éxito de popularizar en los 70.
Una explicación muchas veces dada: Los formatos digitales de almacenamiento de música la convierten en datos. En algoritmos, y códigos, y caracteres. Y no, como ocurría antes, en decenas de cientos de miles de impulsos magnéticos o análogos registrados en los surcos de los álbumes, o en los kilómetros de cinta que en su momento tomaba grabar una canción.
Ya desde los 80, con la llegada del CD, la industria discográfica comenzaba a preguntarse si la disminución en tamaño y costos justificaba el sacrificio de perder algo de información en aras de la compresión. Cuando empezaron a vender discos compactos en Bogotá. Cuando Bernardo Hoyos escribía sobre sus bondades en la Revista Diners. Cuando los ejemplares se vendían un tanto misteriosamente por encargo en aquel tradicional local de ‘El Gramófono’ en Unicentro, llegaron con el cuento de hadas de que eran indestructibles e inmejorables. Y la mayoría nos lo creímos.
Alta infidelidad
Sicoacústica es la ciencia que determina hasta qué punto nuestra percepción acerca del sonido está condicionada por la forma como el cerebro reacciona a estímulos sonoros a partir de experiencias anteriores, expectativas y prejuicios.
Sicoacústicamente hablando, -y qué pretencioso suena- cada vez son menos los que crecieron oyendo discos de larga duración. Para estas generaciones de oídos digitalizados, los formatos de compresión como MP3 o AAC son su referente más cercano de cómo debe sonar la música. Por eso, tal vez, la diferencia no es algo que les preocupe. Pero quienes han tenido una vida más larga y unos órganos de audición suficientes como para comparar llevan años pensando en el asunto.
Una pregunta, de la que todo ingeniero de sonido y encargado de masterización debe ocuparse, es en dónde fundamentalmente va a ser oído el producto en el que se está trabajando. ¿En los monitores convencionales de un ordenador cualquiera? ¿En los altavoces del autobús escolar? ¿En los audífonos de un I-Pod? ¿O con un juego de altoparlantes Bose de última generación? El ejercicio de conectar este último a un buen sistema de amplificación arroja resultados desalentadores.
En teoría se trata de cambios imperceptibles en las frecuencias. Pero un oidor sensible se da cuenta de que algo falta. Por ello, en medio de una generación habituada a pensar en la música como bites y bytes, hay un sector de opositores a los malos resultados en remasterizaciones de grabaciones originalmente análogas, o a la cantidad de colores que se pierden en las versiones digitales de nuevas piezas. Joe Levy, de Rolling Stone, estuvo analizando una misma grabación en distintos formatos y masterizaciones, y los resultados se inclinaron del lado de lo análogo.
Algo muy difícil de haber imaginado en 1988, cuando las disqueras se ufanaban de exhibir con orgullo en alguna esquina de sus productos las siglas DDR (que significaba que todos los procesos efectuados para la grabación, mezcla y masterización del producto ofrecido habían sido digitales).
Era fácil pensarlo si comparábamos compás por compás las versiones en lp y cd de los 14 Cañonazos Bailables de Fuentes, de 1992, ya concebida para ser tocada en equipos digitales. Sin embargo, la ecuación no siempre funciona. Los almacenes comenzaron a deshacerse de los viejos discos porque ‘les ocupaban mucho espacio’.
Que lo diga yo, aferrado como pocos a un pasado remoto que ni siquiera viví y parcializado positivamente hacia todo lo viejo, no sería extraño. Pero ya son muchos los verdaderos amantes de la alta fidelidad en oposición a los nuevos credos digitales.
La discusión está puesta hace tiempo sobre la ‘torna” mesa. "El vinilo suena mejor, y llevan veintitantos  años engañándonos con la calidad del CD”, dijo Elvis Costello, quien, muy a tono con ese pensamiento lanzó su más reciente trabajo ‘Momofucu’ en un formato tradicional de vinilo, en cuya carátula se incluyó un cupón para poder descargarlo por vía web.
Días después apareció la versión en CD. Pero el mensaje quedó claro. Declaraciones en el mismo sentido han venido de leyendas como Neil Young y Bob Dylan, aunque, nótese bien, todos ellos vinieron al mundo en tiempos de vinilo.
Bájale el volumen
Desde los lejanos y gloriosos días de George Martin al mando de la consola de Abbey Road el volumen era una obsesión de ingenieros y productores. Antes incluso de que sus grabaciones fueran populares en Estados Unidos, el genio musical detrás del sonido beatle tenía entre sus preocupaciones principales el tema del volumen. Se preguntaba porqué los Beach Boys alcanzaban semejantes niveles, comparados con los que venían de Gran Bretaña.
La carrera, que pareció terminar en los 70, fue retomada hace por lo menos una década, en particular cuando ‘Californication’, de los Chili Peppers sorprendió al mundo con sus decibeles inusuales. Se gana en impacto y espectacularidad, pero se pierde, y mucho, en lo que los expertos conocen como ‘rango dinámico’, que es el espectro de frecuencias sacrificadas por la compresión.
Ahora bien, no será por nada que la fabricación de tornamesas, en declive durante muchos años, ha comenzado a despegar una vez más con nuevos modelos, algunos equipados además con entradas para puertos USB y otras implementaciones modernas.
Sería demasiado pronosticar una segunda vuelta del vinilo como el rey de los formatos. No sería fácil destronar las más de dos décadas habituados a la escucha y consumo de música procedente de fuentes digitales. Pero el hecho dejó claro, por lo menos, que el disco de larga duración se resiste a convertirse en una curiosidad en desuso. Las ventas de álbumes en formato lp están subiendo de forma sorprendente. Parece que las tiendas de discos de barrio, como núcleos de socialización y de aprendizaje, sobrevivirán por más tiempo del que se pensó.
En este mundo de piraterías y otros vicios, algunos mesías desesperados, de los mismos que hace 20 años apostaban por la desaparición del long play, han comenzado a hablar del vinilo como el posible salvador de un panorama apocalíptico para las disqueras. Tal vez tengan razón y algún día los viejos discos vuelvan a hacer sentir sus cuerpos circulares, pesados y acelerados girando obstinados sobre las pocas Victor Talking Machine que en el mundo puedan quedar para ese, espero, no tan lejano entonces.

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