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Aparte de la miseria y angustia que un accidente de tránsito debe representar para sus protagonistas, está la gleba de individuos que alrededor de éstos se apelmaza.

 

Por alguna razón he creído desde siempre que todas, o casi todas las situaciones, deben ser vistas con un escepticismo a prueba de palabras y sensiblerías. 

 

Lo creo, o lo creo creer, o lo quiero creer, mas no me ha resultado fácil practicarlo. Los deseos no suelen llevarse bien con los actos. Y estamos hechos de actos y deseos, que marchan en contrarios sentidos.

 

Ayer 9 de agosto, tras abandonar aquel cibernético mercado persa que es la plazoleta comercial Unilago lo reafirmé, con la mayor de las fuerzas, tras ver cómo la muchedumbre contemplaba, entre la abrumación y el éxtasis, la postración de un hombre embestido por un vehículo amarillo de transporte público.

 

Evitaré buscar culpables puesto que, en muchos casos, el dilema vida-muerte está por encima de culpabilidades.

 

Tonto y poco justo, como tontas y poco justas suelen ser todas las humanas apreciaciones sería hablar en este caso de buenos y malos porque, así como pude contemplar el drama del lesionado convulsionando en el piso y consciente a medias, también adiviné el rostro de preocupación del conductor del taxi, y le vi clamando desde un público auricular por ayuda.

 

Creo que el morbo circunscrito a una situación tan miserable y dolorosa como un accidente acontecido en una calle cualquiera a un desprevenido transeúnte es, quizá, uno de los más complejos sentimientos de cuántos pueden afincarse en la humana alma.

 

Con ello, y sin tratar de hacer justicia a una de las más atroces mezquindades posibles en el corazón de ser vivo alguno, fundamentada en el deleite contemplativo de la miseria humana en situaciones difíciles, quiero decir que la actitud de quien observa al pobre hombre postrado e indefenso, y a sus prendas, si no su plasma y miembros, desperdigados en el asfalto, debe obedecer a móviles más complejos.

 

Supongo que tal ansiedad, tal afán, puede tener su origen, por ejemplo, en un extraño deseo de sentirse vivos y sanos por comparación, para luego exclamar: ¡Qué bien que no estoy como él!, o para hacerse conscientes, al menos por instantes, de la vulnerabilidad enclavada en nuestra naturaleza propia. Una mujer, al verlo, por ejemplo miró hacia el cielo para implorar la supervivencia del desdichado.

 

Tal vez sea un goce enfermo ante la corporalidad vulnerada, o tal vez, y bien posible es, no sea nada de ello.

 

No tengo nada de psicoanalista, y por el contrario sí mucho de demente, pero, por alguna razón, ayer aventuré una tipificación de aquellos observadores profesionales de accidentes.

 

Son esos individuos que, se aglomeran en derredor de la locación en donde el siniestro ha acaecido, con el único y espontáneo objeto de cumplir a cabalidad con su sacro papel de urbanos artistas naturales.

 

He aquí los más destacados…

 

Les voyeurs: Homínidos doblados de batracios, son al accidente lo que el coro al teatro griego.

 

Se aglutinan cual cardumen de renacuajos hiperactivos con el preciso fin de saciar su voraz afán de hacer menos monótonas las horas de ocio, desempleo y hastío.

 

Suelen ubicarse en el lugar preciso para entorpecer las labores del cuerpo médico y la fuerza pública.

 

Mueven sus cabezas en busca del mejor ángulo visual y se empinan en procura de tener algo qué ver para hablar de ello una vez arriben a su hogar.

 

Conocidos también como mirones, cotillas, sapos, lambones o metidos, son la peor y más abundante de las especies que medran el paisaje urbano.

 

El paramédico: Es, por lo general uno de los primeros en surgir, de la nada, luego de abrirse paso, a los empellones, sosquines y bandazos, entre les voyeurs.

 

Se esconde tras una frustrada vocación de servicio cívico, en procura de justificar su aburrida existencia, alegando poseer un carné de la Cruz Roja fruto de un curso relámpago de primeros auxilios a él impartido en Ginebra (Valle).

 

Proclama toda suerte de recomendaciones y predicamentos inútiles. Exige espacio para permitir oxigenación al accidentado.

 

Repite cual autómata el constante y único mantra médico que en realidad conoce, eso sí, de oídas: "¡No lo muevan! ¡No lo muevan!".

 

Padece de un extraño ímpetu nudista que suele llevarlo a despojarse de sus vestiduras con presteza mientras esgrime el tonto pretexto de querer abrigar al paciente, o de la casi siempre innecesaria implementación de un torniquete.

 

Tal como aparece, casi por generación espontánea, suele esfumarse sin aviso alguno al advertir la inminente llegada del verdadero y legítimo cuerpo médico y las posibles sanciones que su impertinencia puede acarrearle.

 

El preguntón: A diferencia de les voyeurs o el paramédico, su arribo al teatro de operaciones urbano es siempre tardío, e incluso puede acontecer con posterioridad al retiro del accidentado.

 

El no haber sido testigo ocular de los hechos insufla en él una enfermiza curiosidad por lo acontecido. Con el fin de satisfacerla por completo hace en principio del sigilo el mejor de sus aliados. Al no encontrar respuestas el tacto comienza a ser reemplazado por un descaro escandaloso.

 

Entonces intenta socializar con les voyeurs, galenos, caminantes y agentes de la ley, y con cualquier infortunado que tenga la desgracia de intercambiarle un amable gesto.

 

Los hombres de verde, cargados de desesperación hasta el tuétano por sus constantes e impertinentes indagatorias, suelen espetarle toda suerte de improperios, injurias e insultos, con el propósito de poner en claro lo poco o nada que debe importarle una situación como esa a un hombre como él.

 

El preguntón, no obstante persiste fiero en su afán investigativo, amparándose en supuestas libertades consagradas en nuestra Carta Magna.

 

 

El justiciero: El justiciero esgrime las banderas de la verdad como su estandarte.

 

Toma partido por alguno de los implicados y vocifera en su favor, ajeno al drama que invade a ambos actores del accidental conflicto.

 

Cree ser el dueño del más alto nivel moral y por tanto no tiene reparo alguno en saetear a quien considera culpable con los más fuertes vocablos.

 

“¡Lléveselo, agente! ¡Policía: haga algo!” “¡Pero dejen cruzar las calles!” “¿No vio que el que se atravesó fue el guache ese?” “Es que en este país la justicia no existe” y “¡Asesino!, suelen ser sus gritos de batalla.

 

Los informantes: Al conseguir emanciparse del rol pasivo al que su condición parece estar confinada, los informantes son, por decirlo de alguna manera “voyeurs de alto rango”. Tienen vocación parlamentaria. El consenso les es ajeno. Compiten entre sí por la atención colectiva.

 

Creen conocer la historia del siniestro con lujo de detalles y son entusiastas a la hora de relatarla, no importa cuántas veces reciban la misma solicitud ni cuántas preguntas, casi tan estúpidas como su discurso les sean formuladas.

 

A medida que el grueso de su audiencia va creciendo su voz tiende a adquirir tono de vibrato natural. Acostumbran apoderarse de recursos histriónicos dignos de Marcel Marceau.

 

Los preguntones, a su vez y ante tamaña materia prima, suelen realizar una mezcla corregida, aumentada, hiperbólica y extensa de las distintas vertientes interpretativas acerca del hecho, en la que, como es de suponerse, los rezagos de apego a la verdad son pocos.

 

Al final, gracias a ellos las crónicas del relato tienen más versiones que Yesterday.

 

Cierro aquí esta tipificación de las más tradicionales figuras urbanas cuando de accidentes automovilísticos se trata.

 

Para mayor claridad sugiero ver fotos adjuntas del evento con sus correspondientes personajes.

 

 

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