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Nadie andaría hablando de los azules por estos días si no fuera porque a algunos de sus seguidores nostálgicos nos duele este inminente y triste episodio en donde nuestro mayor orgullo se nos va, perdido entre años de ineptitudes.

Ante la posibilidad muy próxima de ver 13 estrellas estampadas en camisetas americanas no queda más que hacerse a un lado e implorar porque la historia se apiade de nuestro presente incómodo.

Un semestre después de haberlo hecho por primera vez me pongo de nuevo en el difícil, parcializado y nada objetivo empeño de entristecerme porque América de Cali está otra vez a las puertas de igualar el registro de Millonarios (el equipo del que seré seguidor hasta morirme) como rey de campeones del fútbol nacional.

No es que me disguste el que el club caleño haya conseguido, a fuerza de méritos propios, convertirse en uno de los dos oncenos más laureados en la historia del precario rentado colombiano.

Los títulos se construyen a partir de esfuerzos y de trabajo, y está claro que la dirigencia millonaria no ha hecho los suficientes para ser campeón, como también lo está el que los cardenales son legítimos candidatos a rebasarlo. Los cuatro lustros sin título de Millonarios, por otro lado, no se acomiden de su historia gloriosa. Y no hay argumento alguno que pueda ocultar la verdad triste y contundente.

No hay tampoco duda acerca del relegamiento al que Bogotá sigue viéndose sometida por culpa de aquella mefítica combinación entre mala suerte, mediocridad y negligencia. El presente embajador produce una especie de lástima rabiosa. Y cuando digo presente me refiero a los dos anteriores decenios de los que hemos sido testigos desde aquel muy lejano 1988 en que vimos a los azules celebrar por última vez.

Es que me aflige ese dolor personal de haber soportado 20 años de mi vida, viendo cómo otras instituciones se hacen grandes, mientras la nuestra, va empequeñeciéndose y sumiéndose en esa mediocridad irredimible y pasmosa sufrida por todos. Sé que lo hemos dicho por lo menos un centenar de oportunidades, pero llevar dos semestres rogando al Altísimo porque Boyacá Chicó o el DIM hagan por nosotros lo que nosotros mismos no hemos sido capaces de hacer es como para llorar.

Nunca habrán de ser suficientes las palabras de lamentación para quejarnos por esa especie de maldición que parece haberse cernido sin remedio por sobre las cabezas albiazules desde aquel título 13 de los lejanos días del ‘Chiqui’ García y Feoli. Si es que hay algo llamado verdad y algo llamado justicia lo cierto es que Millonarios merece ser castigado por sus por lo menos 10 pésimas campañas en 20 años.

No soy de los que claman a gritos por la inmediatez de un título redentor. Es que ya no hay excusa que pueda salvarnos. Bien sea por inteligencia, bien lo sea por suerte, o bien por cierta capacidad de sobreaguar en medio de las adversidades de la que Millonarios no goza, América de Cali ha logrado sobrevivir, por las razones que sea, a su pasado oscuro de narcofinanciación, a la Lista Clinton y a la poca fe de ese mismo país que quizá este domingo lo vea convertirse en campeón.

Mientras tanto Millonarios ha tenido que ajustarse los mil y un procesos sin éxito, las patrañas populistas de estadios azules, y la vergüenza de haber visto más de 20 vueltas olímpicas por televisión. Y aquí estoy yo… en la misma situación de hace meses. Esperando a que la tradición nos tenga piedad. Aguardando porque no ocurra lo que va a ocurrir. Implorándole al cielo para que el Medellín nos permita seguir siendo dignos y tener alguna estadística por qué enorgullecernos.

Lo que dije al mismo respecto en junio de 2007, y algunos comentarios en donde se me imputaron cargos por demencia aguda, al pronosticar un próximo título de América, puede leerse aquí.

Lo que dije en julio de 2008, aquí.

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