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Un recorrido en el tiempo y el espacio por esa avenida que hoy no es la misma y cuyo surgimiento fue tal vez el comienzo de la Bogotá moderna.

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Atardecer en Patiasao

A unos tres minutos de camino desde aquí. A pocas cuadras. A escasos metros. Y sobre todo a muchos años. Justo sobre la intersección de la Séptima con la 85, hacia el oriente, hubo un restaurante campestre en donde además de amigos podían encontrarse buenos asados. Piquetes, que llaman.

De esos a los que sólo es digno llegar temprano e irse tarde. Y acompañarlos con cerveza o con masato. De aquellos en los que yuca, mazorca, cilantro y papa criolla y algunos cárnicos inadmisibles en mi dieta, son invitados de honor. En ese lugar, en una tarde de 1910 estrenó su Intermezzo No. 1 el maestro Luis A. Calvo.

No creo que haya muchos bogotanos vivos que todavía puedan relatarlo, y aún menos a los que les importe saberlo. Pero lo voy a contar. Su vecino más célebre -aquel a quien el sector le debe el solariego nombre de El Retiro- fue don Julio Daniel Mallarino Cabal.

Todo comenzó con una quinta. El señor Mallarino la compró al comenzar el siglo XX. La propiedad abarcaba el predio comprendido entre las actuales calles 80 y 85, y las carreras Séptima y 15.

Las mofas ante la determinación terca de establecerse en un lugar tan costoso y escaso de agua, y tan alejado del contorno urbano, en lo que entonces se conocía como «Camino de la Maleza» resollaban en varios rincones de la capital. Es difícil ser pionero. No obstante, Mallarino se obstinó en preservarlo hasta la muerte. La suya ocurrió en 1910.

Cuatro años más tarde, Gonzalo Mallarino, su hermano, le escribió a la viuda -Fanny Child de Mallarino- una carta premonitoria en la que se adelantaba al crecimiento y demanda de la que serían beneficiarios los lotes, residencias y residentes del lugar. «En 20 ó 30 años lo que es hoy una hacienda, una mala hacienda, como dicen los amigos, será un centro residencial de gran valor», decía.

Eso fue antes de que pavimentaran la carretera y mucho, mucho antes de que a media Bogotá se le ocurriera venirse a vivir aquí, y convertir al ‘metro cuadrado’ del sector en uno de los más costosos. Por entonces nada que no fueran fanegadas tenía importancia. Yo por mi parte sigo pareciéndome a Aquilino el Inquilino.

También fue mucho antes de que mis vecinos y los recibos de Telmex decidieran rotular equivocadamente al barrio como Rosales. Y de que empezaran a demoler las casonas con el corrupto beneplácito de los curadores urbanos. Porque este es y seguirá siendo El Retiro. Aunque haya a quienes les suene mejor decirlo de otra manera.

Empero su sonoridad no era precisamente la más provocativa, el piqueteadero del que hablo fue conocido como Patiasao. No estuve aquí para dar fe del asunto, pero ver un atardecer en Patiasiao era corroborar la existencia de Dios.

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Por eso el compositor Alex Tobar, autor del afamado ‘Pachito eché’ escribió una obra con ese título. También por eso, entre los muy pocos clientes de Patiasao que aún pasean su humanidad encorvada por el lugar en donde alguna vez estuvo, el sitio sigue siendo un recuerdo excepcional.

Eso además fue, por supuesto, previo a la instauración de la sede del Liceo Francés en estas vecindades, hecho que tuvo lugar en los 40. Más al norte de El Retiro. En La Cabrera. Sobre terrenos que alguna vez estuvieron escriturados a la familia Collins.

El retiro de los elegidos

El opulento vecindario fue la inspiración para que un joven delfín llamado Alfonso López Michelsen, para quien la presidencia aún era una lejana aspiración, escribiera una novela a la que quiso bautizar ‘Por los caminos de La Cabrera’, pero que terminaría llamándose ‘Los elegidos’. En ella se cuenta el trasegar miserable de un europeo perseguido en tiempos de posguerra por esa Bogotá aristócrata e hipócrita de entonces.

Un tanto al sur de este núcleo están los edificios en los que vivo, ya treintañeros. Aunque algo desvencijadas, las Torres de San José siguen siendo las más visibles entre todas las que se dibujan en el paisaje desigual del sector. Quizá no por bellas. Pero sí por espigadas.

Cuatro o tres suicidios y un incendio empañan su historial glorioso y refuerzan la leyenda siniestra acerca de los malos espíritus que las habitan. Para mí no son más que tres edificios. Uno de ellos, que no es el mío y al que tampoco puedo entrar, cuenta con piscina y sauna. A su lado está el Saturno, también vistoso y de vidrios oscuros.

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En los altos de la estación de gasolina de Esso, ahí donde los clientes del Body Tech exhiben sus cuerpos bien formados de Venus y Efebos, operó hace hacia 1976 el Funky Bar de Willi Vergara, Fernando Harker y José Ignacio Pombo. Antes había funcionado ahí la Taberna Los Pits, de Pacho Triviño y el Club Los Tortugas. La alcaldesa menor de Chapinero, Amparo Botero de Luchau, se opuso a su existencia. Al frente vivía Julio Mario Santodomingo.

Quien vaya a caminar ahora por ahí hacia el occidente se va a tropezar con un desproporcionado e inmerecido monumento a esa fuerza retardataria e inquisidora de nuestra civilización que fue monseñor José María Escrivá de Balaguer, frente a esa casa preciosa a la que algún productor profanador de televisión convirtió en locación para la telenovela ‘Los Reyes’.

Paisaje desigual

Al bajar caminando será difícil ignorar la presencia rectangular y enorme de la dupla de edificios Adriana del Pilar, un par de conjuntos volumétricos y aparatosos de apartamentos, que debido a sus cimientos largos y delgados parecen soportados a lado y lado por un par de zancos.

Sobre toda la 85, entre la Séptima, la 11, y alrededores, una buena cantidad de edificaciones altas, tan jóvenes como impersonales, parece mirar con cierto desprecio lastimero hacia los techos de las mansiones que una vez fueron altivas, y que hoy sobreviven medio enfermas, a expensas de los caprichos de algún curador corrupto. El ladrillo rige.

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En semejante paisaje irregular cohabitan sin rivalizar casonas de los 50, edificios rectangulares y aburridos de los 70, y unidades residenciales de los 80, con su visible dosis de traquetismo a cuestas.

La Cigarrería El Retiro, enfrentada a Cafam, siempre fue la del barrio y ha funcionado ahí con distintos nombres, creo. Sobre la 11 estaba la tienda de uniformes para colegio Lucas, que después trasladaron al frente. No había adoquines, ni discotecas jacarandosas, ni Hooters, ni bolardos. Nadie pensaba mucho en espacio público.

En la 85 con 11, en donde hoy hay una notaría estaba la casa de Pacho Carreño. Al frente funcionó el primer local de Crepes & Wafles, antes de que sus dueños aprendieran a hacer Crepes. También la primera sede de la revista Semana.

Ya atravesamos la Avenida -a la que tal nombre no le cabe, dada su estrechez-. Por no caer en la obviedad omitiremos cualquier alusión explícita al centro comercial al que no es necesario mencionar, como sí lo es el decir que en ese mis lugar estuvo entre los 50 y 70 el Colegio Andino.

Más abajo hay un pequeño callejón peatonal tímido, insignificante y escondido en donde hace unos buenos años se estableció Chamois, templo en el que muchos representantes de mi generación hicieron su función de estreno en el escabroso mundo de la embriaguez. Al frente ha estado desde hace tiempo Apollo’s Men.

Entre salas de belleza y restaurantes

También hay un pub australiano. La reciente proliferación de este tipo de establecimientos demuestra la maleabilidad descarada de nuestras gentes y sus costumbres, antes ignorante de lo que podía significar la palabra pub, y ahora rendidas ante los Irish Pubs, las Bogotá Beer Companies, y los Rock Gardens.

En el número 12-25 de la 85, se erigía -se sigue erigiendo- la residencia de los Castaño Valencia. En la 13 aparecía la de Jorge Ruge. Hay un parque llamado León de Greiff, distintas boutiques, una buena cantidad de cafés, la tradicional pastelería fundada por Monsieur Michel, el almacén de Ricardo Pava, una cigarrería demasiado cara llamada La Pola Rosa y un alojamiento ridículamente denominado Morrison Hotel. Pero esa ya es la Avenida 82. Y de eso hablaré otro día.

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Entre la 11 y la 15 estuvieron además los Helados Yeti, La Flecha Roja, del señor Ghers, (con su vasto surtido de agujas, cremalleras, hilos, lanas y botones), el restaurante Picaflor y La Cuisine, una casa de banquetes. Desde hace unos 10 años ahí se encuentra El Rincón de Rafael Ricardo. El negro Cormanne vivía sobre la 85, un poco más arriba de la 15. Su padre era veterinario. Los Calle tenían una salsamentaría en la carrera, 14. Hoy hay un edificio que lleva su nombre. Ahora que lo pienso me gustaría haber entrado a más chicherías que a pubs, y haber oído más pasillos y bambucos que vallenatos.

 

Junto a la panadería árabe sigue Machado (el taller de sincronización de autos más costoso de la ciudad). En predios aledaños estaba un bar llamado Between the Sheets. Roger Noblet era el propietario.

Hacia la 13 funcionó el epicentro de la bohemia mamertoide local con Ramón Antigua, de Leonardo Álvarez, junto a Di Lucca, una cuadra arriba la que hoy sigue siendo la peluquería de Humberto Quevedo, quien se independizó de Socorro y Margarita Muñoz, dueñas de otro salón tradicional. Jair, uno de sus empleados, que después seiría también me cortaba el pelo sin cobrarme. Al lado había un centro comercial y de negocios algo decrépito. Al frente está hoy la sede de la HJCK, mucho menos visible que en otras épocas. Ahí estuvo el Colegio Moderno Americano.

En la 84 con 14 estaba la Peluquería El Country, que luego se llamó Navarrete’s, y que hoy es una barbería a la que suelo ir por el simple gusto ocioso de hacerlo. Al lado, en el último piso del edificio, Andrés Polanía intentó establecer su domicilio, además de una academia de música e inglés. Al lado estaban… o están, quizá, las arepas de Tatis.

Sobre la 15, hasta 1995 funcionaba el Lennon Bar. Fui cliente ocasional. Allá mis fragorosas borracheras con cerveza encontraron solaz bajo el amparo amable de sus paredes, decoradas con afiches corrientes de Elvis, los Stones, los Doors, los Beatles, y tal vez -por qué negarlo- de César Costa. Su propietario era Julio Solórzano. Después estuvo en manos de Ana María Ortíz. Durante mucho tiempo la banda de planta fueron los Chick Less, de Morris y K-ché. Después, muy a mi pesar, fue reemplazado por un concesionario de Comcel

Por mucho tiempo ahí se fritaron las reputadas Hamburguesas Pepe Pronto. También operó la Panadería La Espiga, y la cafetería Expo 70. Luego esta última mudó frente al Pomona de la 76 con 11. Siempre que llegaban me hacían énfasis en que el consumo mínimo era de 5.000. Supongo que lucía incapaz de pagarlos. .

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En ese mismo edificio, al menos durante 1985, estaba La Casa de los Trucos. Allí vendían monedas de dos pesos que arrojaban agua, y una parodia de Chicles Doublemint con un mecanismo de trampas para ratones. «Chicle picante… sabor que levanta el ánimo», decía. En el número 14-70 estaba el Salón de Belleza de la 85.

La esquina del sonido

Desde que tengo algo llamado memoria en el edificio del frente funcionó La Casa del Sonido, de don Miguel Casallas. El lugar parece haberse quedado en los 70. Sus estantes lucen como pequeñas vitrinas de algún almacén de artículos estereofónicos de lujo. Tornamesas Garrard, amplificadores Marantz, sintonizadores Sansui y grabadoras de carrete abierto Akai hacen parte de la excepcional colección apilada en montículos de chatarra electrónica para fetichistas.

A comienzos de los 80 los pandeyucas y la rockola de Fru-Fru, que no se parecía por supuesto a las horripilantes videorockolas de mp3 de estos días, hicieron época. El Foto Claus de la 85 fue centro de operaciones de fotógrafos aficionados en aquellos años en que procesar una película y un rollo tomaban hasta una semana, y mucho antes de que el mundo entero sucumbiera ante la inmediatez facilista de las cámaras digitales, en donde también estaba el restaurante La Academia de Golf, de los Janiot y los Sala.

La inauguración de Foto Claus contó con la actuación de los 2+2, una de aquellas bandas de los 60 de la que no hay más que recuerdos. Otro de los locales de inmenso interés arqueológico, y no sólo por su antigüedad sino por la notable amabilidad de quienes lo atienden es el entrañable Marujita Sport, ya arribando al Parque El Virrey (al que en ese entonces le decían tan solo «el de la 87»). Por ahí el tiempo decidió no pasar. Otra vez me estoy desviando.

Quien hubiera querido dar comienzo a su noche en los 70, bien podría haber iniciado la faena en el Hippocampus, un piano bar de propiedad de Herman Duplat y Jorge Kruger.

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Al otro lado, y bastante tiempo atrás, hubo un Country Club, que funcionó entre 1927 y los 50, momento en que fue trasladado a las inmediaciones de Unicentro, donde hoy está.

Una camioneta recogía a los socios en la 67, parada final del tranvía municipal, para llevarlos hasta el centro social y deportivo, que aún quedaba lejos. El Country Club y el Lago Gaitán colindaban y su límite debió trazarse más o menos en donde hoy está la Calle 82, debajo de la 15. Ya para mediados de los 40 los terrenos cercanos al Lago comenzaron a ser urbanizados. Luego, en donde estuvo el Country se edificaría la clínica del mismo nombre, fundada el 11 de noviembre de 1962. Ahí, en la habitación rotulada con el número 510, nací un 14 de julio. Más abajo estuvo la Pizzería Nestore.

En lo que hoy es una sede de Banco de Bogotá funcionó Fujiyama, uno de los primeros restaurantes japoneses de Bogotá, mucho antes de que el sushi se convirtiera en emblema de clase.

La 85 de los 60, entre la 15 y la autopista tenía cuatro amplias calzadas de doble vía, separadas por materas gigantescas. En donde hoy está la Licorera 85 operó por años la panadería y bizcochería Palacé.

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Días del Country

La congestión del aparcadero de Carulla, emplazado ahí desde el 23 de febrero de 1.956, antes de la construcción del subterráneo era aún menos soportable que la actual.

Frente al supermercado, que no siempre fue tan grande ni tan peligroso como hoy, en inmediaciones de donde está el centro médico Almirante Colón se encontraba el imponente Teatro Almirante en donde que se estrenaron algunas de las películas musicales y cantinflescas más importantes de la historia, y en el que además tenían lugar los matinales para adolescentes, en los que se presentaron casi todas las bandas de rock que hicieron época en los 60 y 70.

Antes de morirse por completo el Almirante alcanzó a agonizar algún tiempo bajo el nombre de Teatro Almirante y de Teatro Distrital Almirante, alquilado por el Instituto Distrital de Cultura y Turismo. Fue demolido en 1990. Como testimonio de su existencia queda el mismo mural que Luis Alberto Acuña confeccionó para su decoración. Fue la primera vez en que trasladaron una obra empotrada de tales dimensiones de una edificación a otra.

Por toda la Carrera 16 había un núcleo comercial conformado por la Droguería Nueva York, la cafetería Monte Blanco, en donde hoy se encuentran las urgencias de la Clínica del Country (y en cuyas mesas, se dice, solían congregarse los heroinómanos adinerados de la época), el bar Papi Hippie, de unos alemanes (que después estuvo en la 66 con 13), un almacén de discos, la Óptica Alemana, una de las sedes del restaurante La Piazzeta (para ser exactos en la Calle 84 No. 16-38), y junto a ésta la popular Remontadora del Country. Al frente, medio escondido estaba el Narcisus, uno de los primeros bares gays de Bogotá.

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Cuando la iglesia fue divertida

La iglesia original era una chocita modesta a la que madrugaban romerías de jóvenes, no tanto atraídos por la fe católica, sino por la posibilidad de escapar al término de la eucaristía a alguno de los creams cercanos.

Éstos eran expendios de malteadas, mantecados y hamburguesas, papas fritas y de otras golosinas de un alto nivel graso. La sede del Cream Helado del Country (en el número 84-53, de la Carrera 16) era la más pequeña de las tres que había en la Bogotá de entonces. Preparaban malteadas de banano y batidos de piña con fresa, además de unas potentes hamburguesas con chili, cuyos niveles de peligrosidad para la salud estomacal aún siguen siendo objeto de estudio entre los enemigos de la dispepsia.

La cultura del helado encontraba su más refinada y lactosa expresión en este lugar, en donde servían una especie de bomba dulzona llamada Ice Cream Soda y una bebida carbonatada conformada por Coca-Cola y helado a la que denominaban Black Cow. El restaurante fue propiedad de la cadena internacional HCD hasta llegar a manos de Bertha Smeteck, quien estuvo regentándola hasta su cierre.

Al otro lado, en donde hoy está MacPollo estaban los edificios de las Ogliastri y los Matallana. En el local de MacPollo operaron las pizzerías Nestore y del Country.

Al Cream Helado del Country le decían de cariño ‘El chiquito de la 85’ o ‘El cream chiquito’. Vendían una buena cassata. Era fácil conseguir un club sándwich y varios alimentos, entonces algo exóticos.

Este tipo de lugares contaba con la importante ventaja comparativa de ofrecer servicio al automóvil, lo que permitía a los galanes más osados acceder a las zonas pudendas de sus amadas, con absoluta impunidad. El lugar fue además el centro de operaciones encubiertas de la «guerrilla del Chicó», un grupo de señoritos con pretensiones de intelectuales revolucionarios.

En donde luego funcionaría el American Burger había un salón de Belleza llamado Ivón, bautizado así por su dueña, una judía. Su hija era la ambición nunca realizada de todas las jóvenes adolescentes del lugar. Marina Castrillón, quien antes había trabajado como estilista en otro salón de El Lago, era una de las peluqueras.

El American (con su horda de clientes norteamericanos del Nueva Granada) fue heredado por Antonio Forero, uno de los empleados del Ranch Burger, su antecesor inmediato en el centro comercial de la 77, además de su socio capitalista, Antonio Cortés. Los postres en la barra, la puerta de angeo. La única diferencia es que el propietario fundador estadounidense ya no está ahí para ofrecer cigarrillos de cortesía para los clientes.

Más al occidente, en esa misma acera, por la 85 con 19 había un bar de cortinas rojas llamado El Zorba, Piano Bar Night Club, en la actual sucursal de la panadería Maxli. Esa fue la carrera 19B, cuya placa de identificación hoy está tachada por una línea roja diagonal, por causa del capricho de quien quiso modificar las nomenclaturas. Ahora es la 21. Cosas del irrespeto por la historia. La odiosa decisión de modificar la nomenclatura hace más difícil ubicar los lugares. Pero continúo.

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En el 19-27 vivían las bellas Espinosa. El capitán Justino Díaz, piloto de Avianca habitaba una casa blanca, también bella, ahí cerca. Al otro costado sigue habiendo una tienda de ropa llamada Marinés cuyo mayor orgullo es haber sido fundada en 1967.

Sobre la 15, y aunque algún día habré de hablar de esto con mayor propiedad estaba Pimm’s, uno de los primeros cafés restaurantes del sector al que ya conocí un tanto venidos a menos, pues alguna vez tuvieron a bien servirme una crepe de pollo con todo y cuero.

Su local vecino era la librería Oma (que significa ‘abuela’ en alemán), cuando aún la lectura era una fuente de divisas espirituales mayor que el café. Y la Shakespeare y Compañía. Alguna vez experimenté algo de orgullo patrio al comprobar que en cierta calle de París había una con el mismo nombre, bajo cuyo emblema aparecían los nombres de varias ciudades importantes del mundo. Roma, París, Bogotá.

El fin de la ruta

El bus municipal, pintado con el rojo sangre del Distrito y ornado por el logo de la Alcaldía Mayor de Bogotá y su empresa de Transportes Urbanos, se desplazaba por toda la carrera 11 y terminaba e iniciaba su recorrido pesado, lento y urbano en la Carrera 21. Chucho, un barranquillero de gafas Ray Ban tuvo una cevichería ahí, que luego movió a la 85 con 15.

Ya un poco retirado estaba el Burger King, (que no pertenecía a la famosa cadena norteamericana, también con franquicias en la ciudad durante los 80) en la Paralela. Los clientes podían entrar al restaurante, o bien estacionar el automóvil en el sardinel. Era un drive thru. Encender las luces era la señal que alertaba a los meseros.

Se me rebosó la imaginación de memorias, y de nostalgias propias y ajenas. Por eso esta, que es mía, será la última:

A pocas cuadras de lo que fue el Burger King el sistema de emisoras Todelar estableció sus estudios sobre la Autopista, antes de llegar a la 85.

Allá, en La X, en algún programa de radio animado por Tulio Zuloaga y Chucho Benavides Show y denominado Clase 94 tuvo lugar una de mis primeras experiencias radiales amateurs.

He vuelto al final de la Calle 85. Al final del Antiguo Country, separado por esa barrera artificial que es la Autopista Norte, a cuyo costado opuesto aparece la sombrerería Nates y el barrio Polo Club, con sus propias historias, frustraciones y recuerdos. No puedo evitar pensar otra vez en don Julio Daniel Mallarino, a quienes pocos mencionan. A aquel que sin saberlo comenzó con su empeño a construir otra ciudad a las afueras de la suya.

¿Alguien recuerda alguna otra historia o lugar en la 85? Los invito a seguir con este juego…

Andrés Ospina
andres@elblogotazo.com
www.elblogotazo.com

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