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Aún me cuesta entender por qué la mayoría de los usuarios de la red adopta una posición tan pusilánime y renuente a un ejercicio tan sencillo y saludable como es el uso de mayúsculas iniciales, comas y puntos.

Estoy comenzando a dudar del pensum colombiano en las áreas de gramática y ortología -¿o será, acaso, mecanografía?-, de la efectividad de los métodos educativos, y de la capacidad intelectual del navegante promedio.

Si bien entiendo que el lenguaje es un organismo vivo, y que como tal debe ir ajustándose a unos determinados requerimientos, y al entorno mismo de los hablantes, encuentro un tanto absurdo el que hoy la gente, por cuenta de la red, de los cuartos de chats, del ocioso twitteo, de la macro-chismografía Facebook y de todas esas cosas nuevas y facilistas, haya perdido de vista la relevancia de salpimentar la comunicación escrita mediante el viejo sistema de signos y grafemas cuya relativa eficacia ha quedado comprobada después de centenares de años.

A veces, invadido por una cierta nostalgia escolar frustrada, me remonto a los viejos días en que Carmenza Aldana -mi maestra de español durante mis más tempranos años escolares- invertía un buen número de horas inútiles, tratando de enseñarme la adecuada forma de leer y redactar, y de asir el lápiz y el bolígrafo (artes que nunca perfeccioné porque aún hoy, a mis 33, siguen siendo pocos los que como yo prensan estos instrumentos entre sus dedos índice y medio).

Pienso, como entonces, que la tiránica Carmenza, quien desde siempre me detestó y cuyo pelo ensortijado y voluminoso de los 80 recuerdo con algo de tristeza, al igual que la mayoría de docentes de sus tiempos, aró en terreno esteril.

Confieso, anticipándome a la lluvia de injurias que me sobrevendrá como consecuencia del particular, que para mis adentros pongo en entredicho la capacidad mental de quienes, por su propia incompetencia o por autónoma decisión, terminan por rehusarse al uso de tales convenciones, argumentando lo inútiles que son, con el mediocre argumento de que «al fin de cuentas, con fallas y todo, los seres humanos seguimos entendiéndonos. ¿O no?».

No es lo mismo decir -como ocurre con detestable frecuencia en la red- cosas como el consabido, inexpresivo y erróneo: «hola como estas», en lugar de un correcto y eficaz: «¡Hola! ¿Cómo estás?». Tampoco goza del mismo significado ni de la misma contundencia el responder con un incoherente: «bien gracias», al casi perfecto: «Bien: ¡Gracias!». Para eso, precisamente, se fabricaron los signos de exclamación e interrogación y sus similares.

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Hasta donde alcanzo a comprender, y advierto desde ya que mi propia inteligencia es algo de lo que no estoy seguro, al hacer uso del lenguaje oral los seres humanos contamos con los afortunados recursos de la modulación, el cambio de intenciones y -repito- la puntuación, invaluables dones divinos a los que no tendríamos por qué renunciar.

Nadie, a no ser que se trate de un generador automático de voz tipo ‘reader’, sin criterio ni sentimiento alguno, habla en tono e intención plana.

Nadie dice, como ya lo mencioné: «hola como estas», pues hasta el menos brillante de los individuos que pueblan la tierra y que medran la red mundial de información es capaz de imprimir un tono, unas pausas y una suficiente condimentación a su discurso hablado diario.

No es el propósito de este mensaje el fungir de tratado acerca de cómo escribir o hablar sin incorrecciones. Pero no deja de causarme un prurito lamentable el solo evocar el desprecio con el que hoy tendemos a mirar a la que en su momento fue una de las grandes conquistas del mundo civilizado.

Las comas, los puntos suspensivos, los dos puntos y otra suerte de signos cumplieron modestos, durante años y sin recibir el merecido reconocimiento, con su callada y majestuosa función. Hoy, sin una pensión compensatoria, queremos firmar su temprana e injusta jubilación. Todo ello por decreto de una nueva generación de negligentes de la ciber-lengua.

Con gran dificultad he aprendido a tolerar el impúber uso de emoticones, zumbidos, signos de paréntesis con dos puntos alrededor, y todas esas cursilerías, admisibles en adolescentes del género femenino y en pequeñuelos de ambos sexos, pero del todo deplorables en cualquiera que haya trascendido la barrera de los 10 años de edad.

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Seguiré terco, aunque haya quienes digan que lo mismo hicieron los egipcios con sus glifos -sistemas de escritura ideográficos y consonánticos- y que oponerme a estos nuevos códigos es una clásica actitud de quien ya ha iniciado su penoso e inexorable ingreso en la senectud retardataria, con ínfulas de Rufino José Cuervo.

Al final, en lugar de ocuparnos en inventar nuevas formas de comunicación deberíamos centrarnos en dominar los rudimentos de las antiguas, con las que al parecer y según lo testifican los pobres y desalentadores resultados visibles en cualquier foro virtual, cuarto de conversación o espacio abierto en la web 2.0, aún somos torpes e incapaces.

Basta con echar una mirada desprevenida a la mayoría de textos de referencia disponibles en Wikipedia, fuente suma del conocimiento para estudiantes de colegio y de universidades mediocres, quienes sin duda han encontrado en ésta una fuente más expedita para el plagio que las enciclopedias Salvat o Lexis del siglo XX.

Esto del Copy-Paste al menos liberó la carga antes endilgada a las sufridas secretarias de nuestros señores padres, quienes casi siempre debían dedicar horas extras no remuneradas, a la digitación exacta de las páginas alusivas a los temas de investigación. Los tiempos cambian y las inteligencias disminuyen.

Y hoy por cuenta de una jauría de agresores aleves de la lengua castellana, la lengua escrita se ha pauperizado. Por el momento… he dicho.

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