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La bandera nacional ostenta tres colores. El amarillo simboliza las riquezas a nosotros hurtadas por la corona española. El azul y el rojo representan la hegemonía conservadora y liberal, y a su vez, la manera como esta cerrada seudodemocracia se ha debatido en un eterno bipartidismo.
 
Por costumbre ésta sólo sale del armario cuando una triunfal gesta balompédica tiene lugar (situación cada vez menos frecuente). De lo contrario permanecerá polvorienta, mohosa y mal doblada en algún cuarto de trebejos hasta la llegada del próximo 20 de julio, fecha en la que rememoramos la forma como el antes ibérico dominio, fue doblegado por las élites criollas, ansiosas de aquel poder que anhelaban, y que aún hoy sigue en sus manos.
 
Un segundo o tercer puesto de Juan Pablo Montoya en una carrera, un triunfo más de Shakira o de Juanes en los espurios Grammy o la clasificación del seleccionado de menores a cierto evento de poca monta también son razones suficientes como para izarla.
 
Algunos publicistas y directivos de empresas como Bancolombia o la inmaculada Federación Colombiana de fútbol sufren de daltonismo. Es así como el logotipo de la primera trastoca el orden natural de los colores, siendo éstos rojo azul y amarillo, del mismo modo en que el ente regidor de nuestros destinos futbolísticos ha hecho lo propio con uno de los uniformes del seleccionado local: azul, amarillo y rojo, en su orden (o en su desorden).
 
Nuestro himno por su parte, cuenta con pasajes memorables, pese a las líricas en manos de un liberal arrepentido. Hablo por supuesto de Rafael Núñez y su Regeneración.
 
El siguiente fragmento nos recuerda un comercial de Kolynos o de algún enjuague bucal:
 
“Soldados sin coraza / ganaron la victoria / su varonil aliento / de escudo les sirvió”.
 
¿Y qué decir de la virgen despojándose de su largo pelambre?
 
“La virgen sus cabellos / arranca en agonía / y de su amor viuda / los cuelga del ciprés”.
 
 
Enmarcado entre dos banderas colgantes a izquierda y derecha –precisamente–, el escudo de Colombia se erige imponente y anacrónico. Un cóndor está eternamente posado en su parte superior. De más está comentar acerca del inminente riesgo de extinción (como el del país mismo) al que está sometida esta especie carroñera que surca los cielos andinos.
 
La voladora criatura mira con gallardía hacia su derecha (somos un país obcecado desde hace años por gobiernos de derecha), como si le invadiera la seguridad que brinda la derrota. Quizá por ello el cóndor nunca ha querido volar desde este patriótico nido. En él, a cualquier hora, puede encontrar cantidades apocalípticas de cadáveres esperando a ser devorados.
 
En el centro hay una granada, en lo que tal vez es una interesante analogía a los elementos bélicos usados en nuestras ciudades y campos todos los días del año. Se ha estudiado, no obstante, la posibilidad de remplazarla por un más apropiado coche bomba o, mejor todavía, por un oleoducto destrozado. Sobra cualquier otra explicación.
 
Los dos cuernos que figuran en la primera franja contienen algunas monedas de devaluados pesos, y ciertos frutos tropicales, ubicados ahí con el fin de recordarnos lo poco que hemos hecho por el sector agropecuario a pesar de las muchas reformas que en su supuesto favor se han llevado a cabo.
 
En medio hay un gorro frigio idéntico al que utiliza Santa Claus en sus jornadas decembrinas de repartición de obsequios. El objetivo quizá, sea el de representarnos como un país de ciudadanos ávidos por las primas del último mes del año, para buscar un alivio financiero a nuestros diarios pesares.
 
Desde hace más de 100 años el grafismo heráldico muestra con orgullo el ístmico mapa de Panamá, cuando éste aún era parte importante del país, antes de venderlo por la ridícula suma de 25 millones de dólares. A ambos lados hay dos navíos con las velas desplegadas, con lo que se demuestra nuestra calidad de prófugos del mundo.
 
Siempre me he preguntado cuál fue el final destinatario de tal estipendio. Pero este es uno de los muchos hechos históricos de Colombia envueltos en un manto de misterio.
 
Para destacar está el lema de “libertad y orden”, ambas palabras carentes de sentido en un lugar que como Colombia está plagado de secuestros, y de una inexistente presencia de la justicia en territorios más tenidos en cuenta por guerrilleros o paramilitares que por el Estado mismo. Si hay algo de lo que adolezca el sector público en Colombia, y el país entero en términos administrativos es de desorden.
 
Termina aquí una sentida historia de nuestra iconografía patriótica, cargada de ironías, paradojas y mentiras. Y lo que sigue es historia…

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