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(Violinistas en San Telmo – Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)

 

Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.

 

 

Una mujer desayuna frente a mí mientras lee un libro, masca lentamente un croissant, bebe un jugo a sorbos y finalmente levanta su mirada de la página para sacar de su cartera un celular y mirarlo. Vuelve a la lectura. Pasa su lengua por la comisura de su boca y barre un hojaldre huérfano. Sus labios son de un rosado intenso, tiene el pelo negro y los hombros desnudos sobre un tórax robusto que luce un esqueleto de rayas horizontales blancas y rojas. Pasa la página y recuesta la cabeza contra su mano. En otra mesa, un hombre unta una tostada con mermelada en un ritual silencioso que lo lleva a deslizar el cuchillo por el centro y luego por los bordes.

 

– Estuve pensando en le tema de tu libro – me dice una uruguaya que llega a desayunar. – En que la explotación está en todos lados. Aquí por ejemplo la discriminación más grande se hace con los bolivianos, peruanos y paraguayos que vienen ofreciendo su trabajo a cualquier precio.

 

Salgo del hostal y camino hasta la parada del 37 que me deja en la Recoleta. Doy una vuelta por el barrio viendo las cervecerías y demás bares y restaurantes hasta llegar al cementerio en donde me detengo ante algunas lápidas. Luego me doy una vuelta recorriendo los amplios jardines con caminos ondulares. Bordeo al cementerio por afuera, y llego a un sitio en el que hay unos tableros de ajedrez con las piezas ordenadas, junto a un viejo reloj doble que un hombre acciona al mover el peón de la reina hacia delante. Veo algunos bares junto a un centro comercial en el que hay una librería que tiene un café con sus propias mesas y asientos. Dejo atrás la zona vía la parada del 37 que tomo hasta Plaza Italia. Me bajo y pago la entrada del zoológico.

 

– Es pequeño y algunos animales dan la impresión de estarla pasando mal – me dijeron antes de salir del hostal.

 

Unas cabras comen de la palma de unos niños, un mandril juega a subir y bajar paredes, un hipopótamo espera a que el tiempo pase, un rinoceronte huele el piso, la jirafa da pasos lentos en compañía de su cría, mientras los cocodrilos permanecen estáticos como si fueran de piedra. Los niños parecen estar muy contentos, alimentan a un camello que estira su lengua hasta sacar los pequeños cilindros de concentrado de sus manos, un par de elefantes se empujan levantando la trompa al aire, un oso polar rasca su cabeza con una de sus garras al lado de una piscina, el tigre de Bengala observa silencioso y el león emite un rugido que nos recuerda que es el rey de la selva. Veo un jaguar, una pantera, un tigre blanco tendido y una infinidad de animales diversos que pasan ante mis ojos mostrando su esclavitud. Salgo y recorro los silenciosos campos del jardín botánico, la plasticidad de sus esculturas blancas sobre estanques de agua, las enormes copas de los árboles que visten al sitio con sus troncos gruesos y ramas frondosas. Algunos jóvenes se asolean bajo los rayos del sol, al tiempo en que un par de viejos hablan entre si. Salgo y camino hacia el planetario, tomo algunas fotos desde afuera. En las grandes avenidas circulan los carros mientras que la tarde trascurre y llego al jardín japonés en el que una aglomeración de pescados ornamentales anaranjados, blancos, rojos, cafés y de manchas diversas, me reciben en un estanque a la espera de ser alimentados. Son más grandes de lo que jamás haya visto. Bailarinas y goldfish de unos cuarenta centímetros de largo nadan unos sobre otros esperando salir premiados. Me dejo llevar por los finos caminos entre barandas rojas con puntas circulares de metal dorado, hasta llegar a un puente pequeño de madera que conduce a una pequeña isla en la que hay una cascada y una fuente al lado de un palomar de piedra. Helechos, pinos, palmeras y plantas diversas adornan el parque junto a los árboles altos que circundan la laguna y el camino que lleva hasta un vivero en el que hay bonsáis al lado de un restaurante de Sushi. Un pájaro negro de pico largo se posa en una torre de piedra que sobresale del agua.

 

– Me gustó mucho el parque – le digo al hombre que cuida la entrada a mi salida.

 

– A algunos les gusta, a otros no. Les parece muy pequeño y se decepcionan al saber que las plantas dan sus flores sólo en una época del año.

 

A medida en que se acerca mi ida de Buenos Aires me ataca una nostalgia fuerte por Tatiana. Es como si la ciudad ahora me significara ella. Un ardor en el estómago parecido al de la úlcera me acompaña. En cada paso que doy la veo, recuerdo su voz, su sonrisa ausente mientras pienso: El amor cuando es verdadero te quema por dentro. Ya es de noche; vuelvo al hostal. La llamo y me devuelve la llamada.

 

– ¿Qué vamos a hacer con tanto amor? ¿Dime? ¿Yo quisiera saber qué voy a hacer con ese sentimiento? – pregunta.

 

Me acuesto pensando en ello: ¿Qué vamos a hacer con tanto amor? Doy vueltas en la cama hasta que me duermo. Al día siguiente tomo el 64 en la Plaza del Congreso. Me bajo en San Telmo. Quiero ver el viejo barrio un domingo. Está abarrotado de personas pendientes de los diversos espectáculos callejeros: un acordionero joven, unas niñas tocando el violín, un titiritero de camisa café a rayas y tirantas rojas que presenta la función de un borracho vestido igual a él, una pareja disfrazada con prendas tiesas fingiendo estar en la mitad de un ventarrón con la gabardina levantada, una corbata que apunta al cielo, una bufanda al aire y un paraguas con sus puntas volteadas hacia arriba. Otro hombre habla con un perico amaestrado, una pareja de bailarines de tango se mueve a pasos lentos entre miradas malevas, unos guitarristas de música clásica están siendo filmados para un programa cultural de Finlandia, un mimo arremeda a las personas que pasan a su lado, otro hombre baila con una mujer de trapo y le hace gestos a otras mujeres que pasan mientras que la muñeca está volteada. Camino por entre las personas hasta llegar a la mitad de la plaza de Orrego, entre pequeños locales del mercado de pulgas en los que se encuentran trenes eléctricos Lionel de hace 50 años, vasijas de todos los estilos, sombreros de diferente forma, relojes grandes y pequeños, teléfonos de todas las épocas, un gramófono que emite una tonada, un tocadiscos que tiene un acetato de Gardel, una foto de los años cincuenta de una pareja en la playa exhibida en un portarretratos de visos dorados colocado sobre unas joyas de fantasía, CD’s de todas las generaciones y una serie de objetos que están dispuestos para los diversos gustos de los turistas de todas partes del mundo, que los recorren comentando sus detalles en inglés, francés, alemán, portugués y otras lenguas. En los alrededores hay varios cafés y restaurantes llenos, junto a anticuarios en los que se exhiben desde floreros, jarrones, porcelanas, cuadros y esculturas, hasta el caballo colorido de un carrusel o un triciclo de hace un siglo.

 

Bajo hasta el frente de la facultad de ingeniería, un clásico edificio de piedra al estilo de las grandes construcciones francesas con gruesas columnas, techos triangulares de templo romano e inscripciones en latín, y tomo el 64 hasta la calle Florida en la que me bajo y camino por la peatonal viendo los locales dispuestos a lado y lado hasta llegar a la librería El Ateneo en donde compro el libro Carta al padre de Franz Kafka. Sigo hasta Corrientes. Entro a un restaurante y pido unos ravioles verdes de 4 quesos con salsa boloñesa que me como con calma antes de salir y seguir subiendo por Corrientes hasta la 9 de julio pensando en la belleza de la ciudad y el contraste de sus antiguas calles estrechas con las grandes avenidas, paseos, parques verdes y extensos, en los que jóvenes toman el sol medio desnudos. Apuro el paso. A las 3:00 p.m. en punto debo estar en el hostal. El día está soleado y en el cielo no se ve una sola nube. La emoción del partido me anima. Miro las fachadas clásicas de los edificios pensando en lo apacible que se siente la ciudad sin tantos buses y carros que en algunos casos tienen, como en la mayoría de las ciudades latinoamericanas, varios años encima.

 

– ¡Jo tío! Cómo son de viejos los coches aquí – había dicho un español llamado Manolo algunas noches antes.

 

Llego antes de lo previsto y aprovecho para hablar con Amalia.

 

– Ya estoy lista – me dice al desocuparse de unas cuentas que hace con una de sus asistentes. Tiene unos ojos vivaces y unos gestos desentendidos. Luce un pantalón de color caqui y una delgada camisa azul. Está levemente despeinada y es un poco cortante como siempre.

 

– ¿Qué nos puedes decir de las personas que vienen aquí?

 

– Todos tienen el mismo interés de viajar sin la presión de un viaje programado. Son viajeros independientes que programan sobre su marcha. Cambian de rumbo de acuerdo a sus propias experiencias. Por ejemplo: si conocen a alguien. Si hacen amistades disfrutan más las cosas que si viajan solos. En sitios como estos se hace el intercambio de opiniones.

 

Cuenta que hace 7 años tiene el hostal, antes de que lleguen unos hombres a los que les dice que no tiene camas libres porque no le dieron buena impresión.

 

– Me gusta servirle al viajero. Por eso es bueno ver su perfil, para ayudarlo a hacer lo que más le convenga e interese. Buenos Aires es muy grande y el viajero agradece la ayuda. Aquí les ahorramos tiempo. Hay que tener en cuenta que esto es un negocio. Yo trato de vender lo que más puedo pero lo hago favoreciendo la calidad de lo que van a recibir.

 

– ¿Cuál es tu sentimiento con respecto a la rotación de la gente?

 

– Yo trato de no hacer una relación personal con nadie. Los chicos no. Algunos se encariñan mucho. Si alguien se queda por mucho tiempo y luego se va, se siente una especie de vacío. Por eso no hago un acercamiento con nadie. No quiero sentir tristeza cuando se vayan. Antes era distinto. Ahora hay más gente en todos lados.

 

– Los huéspedes que más recuerdo, son un grupo de alemanes que tocaban guitarras y tambores todos los días en la terraza. Se quedaron por más de 1 meses.

 

– Nunca he tenido una experiencia desagradable. Borrachos un montón pero no peleas ni nada de eso – hace gestos con las manos mientras lo dice.

 

– ¿Qué nos puedes decir en cuanto a sexo?

 

– A los chicos a veces les piden escorts. El juego de seducción es muy grande en un sitio de estos. Yo no me meto en eso. No doy clases de moral ni mucho menos a gente que viene acá 3 o 4 días. Si alguien conoce a otra persona en el hostal y quiere un cuarto doble se los alquilo. Lo mismo con los gays.

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

 

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