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La noche de verano en Praga dejaba ver los techos ocres y cúpulas góticas, resaltando la imagen de postal idílica. Jeff y yo volvimos al dormitorio luego de comer en un restaurante checo. Él se quedó hablando con algunas personas del programa y yo aproveché para tocar en la puerta de Verónica, una mexicana de piel canela que había conocido esa mañana en el desayuno del Kolej Komenského.
 
Abrió luciendo un ‘top’ corto que dejaba ver su vientre. – Estaba durmiendo – dijo con los ojos nublados. – A las once nos vamos a reunir con los de mi programa para ir a un club. ¿Quieres venir?
 
Me devolví a mi cuarto sonriente. Era el tipo de mujer del que me podía enamorar. Entré a Internet a revisar la noticia de la Operación Jaque, en la que el Ejército de Colombia había rescatado a Ingrid Betancourt sin disparar un solo cartucho. Trabajé en un cuento corto para el taller de Robert Olen Butler. Llegada la hora me bañé y vestí. A las once y veinticinco fui al cuarto de Jeff. Escribía frente a su computador personal.
 
– Se debe estar arreglando. Tu sabes cómo son las mujeres – dijo.
 
Volví a golpear a su puerta. Abrió y una ola de perfume invadió el ambiente. Estaba maquillada. Su pelo negro se resbalaba por sus hombros hasta la altura de sus finos pechos escotados. – Ahora pasó por ti – me dijo. Miré sus piernas largas una vez que se volteó, detallando el pantalón corto que lucía parada sobre unos tacones negros que produjeron un repiqueteo sobre el baldosín. No había salido con una mujer que en realidad me gustara desde que me había ido de Colombia dejando atrás a Tatiana.
 
Volví a mi sector y le conté a Jeff. Tomé el libro «The years of Smashing Bricks» de Richard Katrovas, con quién veríamos la segunda parte del taller de literatura. Me senté en la cama y empecé a leer hasta que escuché el sonido de sus tacones en el piso del corredor. Me asomé a la puerta y la vi de espaldas en compañía de su compañera de cuarto. Caminaba hacia las escaleras que llevaban al primer piso.
 
– No pasó por mí – le dije a Jeff dejando el libro en el anaquel. Cuando salí de nuevo ya no estaba.
 
– Volverá – respondió él.
 
Bajé al lobby en donde Jack bebía una Pilzen Urquell con Heinz y Paul. Le pregunté si había visto salir a las mexicanas. Respondió que no había estado mirando hacía la puerta.
 
¿Se habría ido sin mí? No me sonaba. Dí algunas vueltas por los espacios del viejo dormitorio de corredores largos y arquitectura comunista. Las manijas de las puertas estaban rotas. Los acabados de los cuartos eran de madera barata vencida en las puntas. Los baños estaban conformados por compartimientos estrechos con inodoros de plástico y tanques elevados. Sus cisternas se descargaban halando una pita percudida que en algún momento tuvo que ser blanca. Algunos decían que el edificio había sido un centro de operaciones de la KGB. Di otras vueltas hasta que volví al cuarto de Jeff.
 
– ¿En serio crees que se haya ido? Puede andar por ahí – dijo levantando los ojos de la pantalla de su computador.
 
– Si me busca puedes decirle que ando en el lobby – le pedí. Di otra vuelta por el segundo y tercer piso del laberíntico dormitorio y bajé. No se puede haber ido. ¿Cómo es posible?
 
Jack me ofreció una cerveza que bebí en tragos cortos mirando las escaleras que llevaban al segundo piso. ¿Por qué todo es tan difícil? No se ha ido, me respondí. Caminé a la recepción y le pregunté a una señora si había visto salir un grupo. Respondió que varias personas acababan de irse. Volví cabizbajo.
 
– ¿Vienes con nosotros? – me preguntó Jack. – Heinz está cumpliendo 21 años.
 
– No sé, iba a salir con la mexicana.
 
– ¿Dónde está?
 
– No sé.
 
Me miró con incredulidad, como si le costara trabajo creer que aún siguiera por ahí. Puso su mano en mi hombro indicándome la salida. La noche estaba fresca. Caminé hacia la estación del tranvía con tristeza. Escenas de mi pasado me atormentaron. El recuerdo de Tatiana incrementó la frustración. Tenía un nuevo novio. Un par de escarabajos claros con manchas rojas copulaban en uno de los adoquines.
 
Déjalo atrás. No puedo, me molesta ese sentimiento de perder oportunidades que se van y no vuelven, del tiempo que se fuga frente a mí. Me había vuelto una nena desde mi ida de Colombia. El mundo giraba más rápido y nada era en realidad mío. Como aquella emoción fugaz de salir con Verónica. Ansiaba radicarme en Praga, lo había querido desde el verano del 97, pero aún me era imposible. Tenía que terminar mi maestría en los Estados Unidos y perfeccionar mi inglés.
 
Aún no podía creer que estuviera saliendo con unos chinos de veintiún años. El tranvía número 23 volteó la curva y Jack le gritó a Ashley y Julie que se apuraran. Un pitido indicó el final de la entrada y el aparato inició su descenso produciendo un sonido eléctrico. Le dio la vuelta al castillo y bajó por la pendiente junto a los jardines. Vi a Verónica al divisar la ciudad desde la colina. Me miraba con sus ojos negros. Pasé mi boca por su cuello, sus hombros, la abertura de sus pechos. El río Vltava era una mancha oscura cruzada por puentes.
 
Nos bajamos en Malostranská y cruzamos el Mánesuv most. La estructura medieval del puente Carlos se reflejaba en el agua. Era sin duda la vista perfecta para estar con Verónica. Las murallas del castillo y las torres en punta de la catedral de San Vito se iluminaban en lo alto de la montaña, justo como las había visto ese primer verano cuando el tren cruzó el río de madrugada y apareció el puente y el castillo en medio de la niebla. Me había parecido el lugar más lindo del mundo. Todavía lo era.
 
Tomamos la calle Krizovnicka, frente a la ópera y al edificio de la facultad de filosofía y letras de la Universidad de Carlos, donde asistíamos al taller de literatura. Caminamos por la silenciosa vía hasta el inicio del Karlúv most. Su puerta en piedra tallada y tejados con agujas, hacía una linda foto contra el barrio pequeño al otro lado del río. En una fachada contigua, un aviso en inglés publicitaba la discoteca de cinco pisos, Karlovy Lázne: «The biggest disco in Central Europe». Recorrimos un pasadizo de adoquines que atravesaba la edificación medieval. Algunos ‘bouncers’ fumaban en la entrada de la disco. Jack propuso ir a tomar algo antes de entrar. Caminamos bordeando las aguas que caían tranquilas por un desnivel artificial extendido hasta una pequeña isla. Había leído que la construyeron luego de una inundación. Del otro lado, unas exclusas permitían el paso de los barcos.
 
Le hubiera gritado cuando la vi de espaldas en el corredor. Debí haberme quedado esperándola, seguro andaba en algún otro lugar del dormitorio. Mucha ‘gueva’.
 
Nos desviamos por una calle iluminada por faroles. Entramos a un bar con escritos en tiza y fotos de personas con los rostros infelices colgadas de las paredes. Un grupo de gente cantaba con una guitarra en una mesa. Pedimos Pilzen. Cuando la mesera se volteaba Ashley dijo que se iban porque el sitio no les gustaba. Heinz se paró detrás de ellas.
 
– Déjalas irse – le dijo Jack.
 
Una mujer de gafas redondas, esqueleto negro y pelo rubio, interpretaba una canción que unas jóvenes coreaban en la mesa de atrás.
 
– ¿En qué lengua están cantando? – les pregunté.
 
– Ruso – respondió una de ellas.
 
Un hombre con ojos eslavos tomó la guitarra y cantó. La cerveza me entró deliciosa y por primera vez en la noche sentí un alivio, como si la desaparición de Verónica nunca hubiera ocurrido. Empecé a aplaudir al ritmo de la canción y al cabo de un momento Jack se levantó a bailar, subiendo los codos por encima de sus hombros. Paul fue al baño. De vuelta una de las mujeres tomó su brazo y le dio un par de vueltas. Saqué la cámara y filmé el ambiente. Las jóvenes tarareaban la canción integrando las mesas en una gran fiesta.
 
Jack tomó la guitarra y cantó My girl. Pedimos otra cerveza y luego otra. Jack y el ruso alternaban sus interpretaciones.
 
– Feliz cumpleaños Heinz – dijo Jack al terminar de tocar Summer of 69.
 
Un checo en otra mesa interpretó un par de canciones. La mesera trajo una ronda de slivovits a petición de la dueña. Había llegado a Praga hacía tres años desde Georgia. Sus amigos venían de Siberia. Bebimos de un golpe las copas de licor. – Veinte años atrás, antes de la caída del muro de Berlín, hubiera sido imposible ver a rusos y americanos cantando y bailando entre si – comentó con ojos brillantes. Esos eran los tiempos en que mi mamá no se atrevía a entrar a Checoslovaquia ya que hubiera terminado en la cárcel. En 1952 había escapado del comunismo cruzando la frontera alemana con su papá y su madrastra. Como castigo, los dos hermanos de su madrastra habían sido denigrados de arquitectos a obreros.
 
Salimos a las 2:00 a.m. y bordeamos el río hacia la discoteca Karlovy Lázne, en cuya entrada había un grupo de jóvenes. Cuando nos aproximábamos, se formó una conmoción y uno de los ‘bouncer’ le lanzó un trago en la cara a una niña. Ella se le fue encima pero el hombre la contuvo y le jaló el pelo.
 
– ¿No hay verdaderos hombres en éste país? – gritó en inglés al verse vencida.
 
Di un paso hacia delante y lo agarré de sus muñecas. Se las bajé a la altura de su cintura. De inmediato me vi rodeado por el resto de ‘bouncers’. Uno de ellos golpeó mis antebrazos, otro me mostró su puño cerrado sobre la cara, y otro más me roció.
 
– ¡Están echando gas pimienta! – exclamo Jack a mi lado. Mi mejilla derecha ardió de inmediato pero el agente lacrimógeno no alcanzó mis ojos. Uno de mis amigos me haló hacia atrás y la niña quedo entre la jauría. El matón desenfundó su mano derecha – viajó por el aire con su brazo extendido como una raqueta – golpeando el rostro de la niña. Sentí que me la había dado a mí. Algo se quebró en mi interior. Desenfundó su mano izquierda de la misma forma y la golpeó del otro lado.
 
Sentí el deseo de avanzar y empezar a lanzar puños como un desquiciado. Diversas imágenes se atravesaron por mi cabeza. Me vi rodeado de ‘bouncers’, con la nariz reventada, en una estación de policía dando explicaciones en mi checo limitado, hablando con el director del programa de verano, yendo a clase con el ojo morado…
 
El hombre plantó su mano derecha sobre el rostro de otra niña americana. Lo miré con odio. El grupo rescató a las jóvenes y emprendió la retirada encabezado por un gordo de cara roja que lucía una peluca de crespos amarillos. Permanecimos estáticos digiriendo la situación. El ‘bouncer’ estiraba los brazos y ampliaba el eje de sus hombros entre su chaqueta negra. Movía su cuello hacia uno y otro lado, como si acabara de ser declarado campeón de alguna pelea de boxeo. Sentí la sangre corriendo por mis venas. Los cinco rufianes se agruparon una vez más frente a la entrada del Karlovy Lázne. Nos miraban de forma intimidante. – Culo de valientes – dije.
 
– ¿Qué vamos a hacer? Están mirando para acá – añadió Heinz.
 
Uno de ellos chasqueó sus dedos un par de veces y movió la parte superior de su mano hacia fuera, indicando que nos fuéramos. Permanecimos ahí por un momento sin avanzar o retroceder. En los dos años que estuve al mando de la puerta de Nabú, un bar en Bogotá, nunca había visto algo tan repugnante.
 
– Tenemos que irnos – insistió Heinz dando un paso hacia atrás.
 
Jack y Paul permanecieron a mi lado. Los cinco esbirros hablaron entre ellos planeando algo. Continuamos desafiantes hasta que uno de ellos nos gritó una amenaza evidente por el tono de voz.
 
– Estos hijueputas se creen los dueños de la calle – dije.
 
Los miramos y dimos media vuelta. La calle lucía solitaria. Rodeamos unas bardas y caminamos en dirección al pasaje medieval que daba a la puerta del puente.
 
– ¡Muchos cabrones! ¿Qué clase de cobarde le pega a una mujer? – preguntó Paul. Era la primera vez que veía algo así en Praga. Pter Bilek tenía razón. El director del departamento de checo de la Universidad de Carlos, había dicho en clase que la ciudad se estaba llenando de establecimientos de comercio en los que se lava dinero del narcotráfico, la trata de blancas, la venta de armas y otras actividades ilícitas que entran en la economía del país. Entendí su desazón. Era desagradable ver que la República Checa había pasado de la dominación de los comunistas a la de la mafia rusa. Antes de los comunistas habían sido los Nazis y antes de eso, al final del siglo XIX, había estado bajo la dominación del imperio Astro-Húngaro.
 
– Son de la mafia rusa – dije una vez que salimos frente a la estatua de Carlos IV.
 
Jack lucía exaltado. Botaba puños al aire insistiendo en que debíamos hacer algo. –  Esto jamás pasa en lo Estados Unidos – agrego.
 
– Claro que pasa allá – dijo Paul.
 
– Yo jamás he visto algo así en Kalamazoo.
 
– ¿Jack, quieres que te diga las cosas que yo he visto en un año que llevo viviendo en Filadelfia? Te puedo decir esto: nunca vi algo así de los ‘bouncers’ con los que trabajaba en Bogotá – dije.
 
El reflejo del castillo crispaba en el agua. Parecía difícil de creer que estuviera caminando por la misma ciudad sacada de una historia de hadas, en donde las estatuas te hablan cuando pasas a su lado. El movimiento de los brazos del ‘bouncer’ se repetía en mi cabeza. La naturalidad con que lo había hecho daba para pensar que golpeaba de la misma forma a su hermana, su mamá, su novia o a cualquier mujer que encontrara en su camino. Con seguridad no era checo. No podía ser. Su piel era oscura. Los checos eran civilizados o por lo menos esa era la impresión que tenía de mi propia mamá.
 
Cruzamos el puente llegando hasta Mala Strana, donde mis papás y yo habíamos tirado las cenizas de mi abuela al río hacía algunos años. Subimos por Mostecká Ulice hasta Malostranské Namestí. La cúpula verde de la catedral de San Nicolás aparecía iluminada contra el cielo estrellado. Tomamos la calle Nerudova en dirección al Kolej Komenského.
 
– Tenemos que hacer algo, te lo estoy diciendo. ¿Viste la expresión en la cara de la niña? – preguntó Jack.
 
– ¿Qué podemos hacer? ¡Nada! – respondió Heinz.
 
– Claro que podemos.
 
– ¡Sí! ¿Qué? Somos turistas. Este no es nuestro país.
 
– Es el país de mi mamá – respondí.
 
Jack se lanzó a la calle frente a una patrulla que subía a la altura de la embajada rumana. El policía nos indicó que había una estación a tres cuadras de ahí.
 
– ¿Qué les vamos a decir? Que golpearon a unas turistas. Qué les importa. De pronto no es gran cosa pegarle a una mujer aquí.
 
– ¿No es gran cosa pegarle a una mujer? Dices eso porque no era tu novia.
 
– No, en serio. Puede ser que estén acostumbrados a pegarles. La semana pasada vi a un tipo forcejeando con una mujer en la calle – dijo Heinz.
 
– ¿Quiénes dices? ¿Los checos? – pregunté.
 
– No sé. Los checos, los ucranianos, los rusos, qué diferencia hace. Sucede aquí en Praga – respondió al tiempo en que recordé a un hombre golpeando a una joven en un bar en Cesky Budejovice.
 
– Debemos decirle a la policía. Eso es lo que haríamos en los Estados Unidos – dijo Jack devolviéndose.
 
– ¿Qué nos vamos a meter con la mafia rusa? ¡Por Dios! Es mi cumpleaños. Volvamos al alojamiento. Allá deben estar Ashley y Julie. Yo sólo quiero tirar – replicó caminando con desgano.
 
Nos dirigimos a la estación pasando frente a la iglesia de Nuestra Señora Victoriosa, donde se encuentra el Niño Jesús de Praga. Dos policías inspeccionaban con espejos la parte inferior de un carro frente a la embajada norteamericana. Le conté la historia a una joven agente que nos señaló la estación con su índice. Golpeamos en una puerta de madera. Abrió un agente despelucado con la corbata torcida.
 
– Deben poner la denuncia en la estación del otro lado del río – indicó.
 
– Si ven – dijo Heinz -. ¡A nadie le importa!
 
– A nosotros sí – insistió Jack.
 
Hablamos con la mujer policía. Hizo algunas llamadas por radioteléfono y al cabo de un tiempo nos dijo que la siguiéramos. Subimos a la estación de nuevo. Le respondí algunas preguntas a un agente que bajó mis datos de un computador. Era inamistoso y arrugaba su frente mientras intentaba explicarle lo sucedido en mi pésimo checo. Me hizo firmar una declaración y nos dijo que esperáramos.
 
– Toda esta gente es corrupta. Esto no sirve de nada. Díselo tu – dijo Heinz mirándome.
 
– ¿Tu qué crees? – preguntó Jack.
 
– Que no hay vuelta atrás. Ya hicimos el denuncio – dije mirando el reloj. Eran las 4:00 a.m.
 
– Son unos tercos. Los ‘bouncers’ son ‘bonucers’. Esto no los va a cambiar.
 
– Por lo menos les va a enseñar que los norteamericanos pelean por sus derechos – dijo Jack.
 
– Yo no soy norteamericano. Lo que no quiero es ver a Praga convertida en un maldito paraíso de la mafia. He tenido suficiente de eso en Colombia.
 
– ¿Entonces crees que esto va a hacer la diferencia? Sigue soñando.
 
– Estoy seguro que no. Pero por lo menos vamos a sentar nuestro punto.
 
– ¿Cuál punto?
 
– Heinz, este era el quinto país más industrializado antes de la Segunda Guerra Mundial. Nadie lo sabe porque luego fue enterrado en la Cortina de Hierro, pero incluso Hitler le temía a los checos. Tuvo que engañarlos para invadirlos. Esto es Bohemia. ¿Sabes lo que eso significa? Este es un lugar con historia.
 
– ¿Y?
 
– Las cosas no siempre fueron así. Quiero algo mejor para este lugar, no la misma mierda con la que he tenido que lidiar por treinta y cuatro años en Colombia.
 
– La corrupción está en todos lados.
 
– Por eso es que debemos luchar contra ella – intervino Jack.
 
– Siempre ha existido.
 
– Por gente como tú es que los Estados Unidos van para abajo – respondió Jack.
 
Permanecí sentado escuchándolos. Miraba a Heinz preguntándome si había entendido lo que le había dicho. Quería que la noche terminara. ¿Qué hubiera pasado si me hubiera ido con Verónica?
 
A los cuarenta y cinco minutos llegó un agente delgado. Hablaba con otro policía mirándonos con desconfianza. Éramos unos extraños. – Hay que volver al lugar – me dijo en checo.
 
– ¿Volver al lugar? ¡Están locos! Por qué quieren meterse con la mafia rusa. ¡Esto es tú culpa Jack! – gritó Heinz. Paul lucía tranquilo. Nos montamos en la vieja patrulla marca Skoda que el policía corrió sobre los adoquines.
 
– ¡Qué cumpleaños tan del putas! – dijo Heinz cuando terminamos de cruzar el río por el most Legií.
 
– No podría irme a dormir tranquilo sin hacer esto. Es nuestro deber como americanos – respondió Jack.
 
– Los principios de justicia son universales. Jack, estoy haciendo esto porque quiero un mejor futuro para este sitio.
 
– Todavía no puedo creer que estemos haciendo tanto alboroto. Las cosas son lo que son, nosotros no las vamos a cambiar – se quejó Heinz mientras la patrulla parqueaba al lado del andén. Los cinco ‘bouncers’ andaban contra la fachada del Karlovy Lázne. El policía nos indicó bajarnos y seguirlo. – No soy bueno para esto. Es en serio – añadió con la voz entrecortada.
 
Caminamos hacia la entrada en donde los dueños de la calle nos miraban con sorpresa. El que les había pegado a las niñas asumió la vocería. Hablaba con el policía de forma tan rápida que se me hizo imposible entender. Sus ojos eran negros y su nariz aguileña. Actuaba como si no debiera nada, al punto en que el agente y él parecían ser amigos. ¿En serio sería capaz de pegarle a su mamá? En algún momento tendría que haber sido delicado con una mujer. O siendo niño. Clavé los ojos en otro de ellos y los mantuve así hasta que el tipo volteó los suyos. Paul y Jack se mantuvieron firmes a mi lado. El policía se dio la vuelta de forma intempestiva y caminó hacia la patrulla. Heinz se volteó detrás de él y nos volteamos todos siguiendo al policía.
 
– ¿Qué pasó? – preguntó Jack.
 
– No sé.
 
El policía entró al carro y habló por radioteléfono hasta que toqué en su ventana. – ¿Qué pasó? – le pregunté.
 
– Todo está bien. Ya se pueden ir – dijo subiéndola de nuevo.
 
Jack me miró con sus ojos azules pidiendo una explicación. Llevé las palmas de mis manos abiertas a la altura de mi rostro, incliné la cabeza hacia un lado y levanté los hombros.
 
– Debemos irnos, los tipos están mirando para acá – dijo Heinz.
 
Bajamos y dimos una vuelta por las calles aledañas para llegar al puente de Carlos sin pasar frente a ellos.
 
– ¡Estoy muy emputado! – dijo Heinz corriendo por los adoquines del puente para alejarse de nosotros.
 
– Es una gallina – dijo Paul.
 
– No sé, Praga puede ser muy bonita pero aquí no hay justicia – comentó Jack.
 
No es culpa de Praga, ella es otra víctima, me dijo una de las estatuas del puente. Historias del pasado que mi mamá me había contado vinieron a mi cabeza. Imaginé al soldado ruso que cayó en el río y fue dejado en las aguas heladas mientras que los otros soldados borrachos argumentaban que no importaba que se muriera ya que había muchos de ellos. Mi propio abuelo había visto ese acontecimiento. Parecía como si la ciudad vieja no descansara de atrocidades, ni siquiera en esta nueva era de capitalismo y democracia. Moví mi cabeza en decepción.
 
El cielo empezaba a clarear. Me dolían las piernas y sentía cansancio en todo el cuerpo. Subimos en silencio por Nerudova en dirección al Kolej Komenského. Cuando llegamos ya era de día.
 
Dormí un par de horas hasta que Jeff tocó en mi puerta indicándome que iban a cerrar el desayuno. Me levanté con la imagen del ‘bouncer’ golpeando a la niña. No podía ser checo. De bajada me encontré a Hana Zahradnícová y le conté lo que había pasado.
 
– ¡Ustedes son unos locos! De Karlovy Lázne ha desaparecido gente.
 
Retiraban la comida cuando llegué al restaurante. Alcancé a tomar una manzana y me senté con Jeff y Jason. Daban los últimos mordiscos a su desayuno.
 
– La mexicana te estuvo buscando anoche – me dijo Jeff cuando llevaba la manzana a mi boca. La dejé en la mesa y sacudí mi cabeza en silencio. – Le conté que la habías estado buscando. Dijo que estaba en el piso tres en el cuarto de unos amigos.
 
 
– Sus piernas eran tan largas como una milla – dijo Jason abriendo los ojos. La mesera empezó a gritar en checo. Decía que teníamos que salir para que ellas pudieran limpiar el lugar.
 
– ¿Dónde estabas? – preguntó Jeff. – Incluso vino después cuando ya me había acostado. La escuché llamar tu nombre en el corredor.
 
 
 
Crónica publicada el 4 de octubre de 2008 en el ejemplar número 59 de la Revista Con-fabulación, Bogotá, Colombia.

 

Ver fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com

 

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