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Relato biográfico en tributo al Maestro de las letras Germán Espinosa, en conmemoración a los tres años de su fallecimiento.
 
 
Diluviaba en Bogotá. Los rayos caían en las proximidades produciendo resplandores y bramidos que acompañaban las descargas eléctricas. Tomé la calle trece y bajé por la ochenta, pasando frente al monumento a los Héroes de la Patria. Las calles parecían ríos en los que el agua llegaba a mitad de llanta. Entré a la Avenida Caracas y manejé hacia el sur detenido por el tráfico endemoniado, restringido al movimiento de la culebra citadina. Llegué hasta el parque Los Mártires una hora después y bajé por la doce. Las calles sucias y las fachadas descoloridas me transportaron catorce años atrás, a mi año de servicio militar. La Dirección de Reclutamiento Nacional quedaba a una cuadra de ahí. Un grupo de indigentes pasaba el chaparrón bajo la entrada del hospital San José, un edificio republicano de altas columnas, ventanas de madera y terrazas de concreto. Las gotas caían reventando con fuerza sobre el panorámico. Parqueé y salí a la lluvia. El piso era un gran charco. El agua penetró el tejido de mi saco y alcanzó mi piel con su sensación helada. Di un par de pasos y se filtró en mis zapatos. Invadió mis medias. Estaban empapados cuando alcancé la entrada del viejo edificio republicano. Me acerqué a la recepción escurriendo agua.
 
–Vengo a ver a Germán Espinosa — le dije a una enfermera. Miró unos papeles y me dirigió a cuidados intensivos. Caminé escuchando el chasquido de mis zapatos. Subí por las escaleras y recorrí los corredores descascarados hasta encontrar a Adrián.
 
–Nadie sabe lo que tiene –me dijo con los ojos nublados–. Le hicieron una cirugía exploratoria y ahora está en coma con su abdomen abierto. –La mala noticia y el frío de Bogotá en mi ropa mojada me causaron un escalofrío–. Papá llevaba 72 horas sin orinar y le dolía mucho la vejiga. Por eso lo trajimos. Los médicos lo operaron sin saber qué tenía y ahora nos están diciendo que es una infección muy fuerte en los intestinos. Lo van a dejar abierto hasta que se le baje un poco.
 
Josefina estaba sentada en la sala de esperas con la cara entre las manos. Me acerqué en silencio. El sonido de mis pasos delató mi presencia. Levantó su cara y vi sus ojos llorosos. Sus pómulos caídos.
 
–Ven y esperas con nosotros –me indicó señalando un asiento. Flores de plástico decoraban una mesa de centro.
 
Le di un beso y saludé a León. Portaba su traje de oficial de la Marina con ribetes azules. Su esposa Lia lo tomaba de la mano. Me senté donde me había indicado Josefina. El lugar era sombrío. Un par de enfermeras hablaban con risitas entre un mostrador cercano.
 
Sebastián llegó del baño un momento después. Él me había introducido a la familia Espinosa cuando estudiábamos literatura en la universidad. Con el tiempo se volvió habitual reunirnos con Germán y Josefina en la cafetería de la Avenida Jiménez. Hablábamos de literatura y de política.
 
El Maestro, así lo llamaba Sebastián como homenaje por haber escrito La tejedora de coronas –considerada por muchos como la novela colombiana más importante del siglo XX después de Cien años de soledad– era un hombre cascarrabias lleno de un profundo sentido de dignidad y honor. Podía dejar de hablarle a un viejo amigo si criticaba alguno de sus escritos.
 
Sebastián se sentó y se inclinó hacia mí. –Estos imbéciles abrieron al Maestro sin necesidad. ¿Podés creerlo? –me dijo al oído.
 
–¿Saben quién es?
 
–No tenían ni idea. Me tocó amenazarlos. Les dije que si el Maestro se muere son los responsables por la muerte del segundo escritor más grande de Colombia, si no es que es el primero.
 
Los forros de las sillas estaban roídas, los pisos sucios, la apariencia general del hospital era mala. Sus vidas habían sido difíciles desde siempre. Toda la familia había tenido que vivir en un cuarto de hotel durante un año, dado que Germán y Josefina no tenían dinero con qué pagar un apartamento. Sus padres habían terminado financiando la educación de Adrián y León, mientras Germán pasaba penurias en su vida como escritor.
 
Josefina seguía cabizbaja. Fue a preguntar si los doctores tenían alguna noticia y volvió desilusionada. No decía mucho. Pude ver que su vida se quebraría si algo le pasaba a Germán. Rompió en llanto y limpió su nariz con un pañuelo desechable. León consintió su cabeza. Lida miraba en silencio.
 
La imagen de la sensual Genoveva Alcocer, el personaje de La tejedora de coronas, vino a mi cabeza. La imaginé tomando baños bajo el cielo abierto del Caribe. ¿Era Josefina la musa que había inspirado a Germán? De ser así, ella lloraba por Federico, el joven que había descubierto un planeta y lo había bautizado en su nombre desde aquella playa de palmeras junto al mar azul de Cartagena de Indias. «Planeta Genoveva», lo había llamado.
 
Los escritores usan a sus amores como musas. Yo mismo había sido inspirado por la Mantis. Escribí una novela de un hombre que termina asesinando a su exnovia. La obra me sirvió como tesis de grado en la facultad de derecho.
 
Adrián caminaba de un lado a otro con los puños cerrados a la altura de su boca. Las puntas de su gabardina aleteaban en cada giro. Cuando dejé el hospital aún llovía. Manejé de regreso a casa recordando el día en que terminé huyendo de la Mantis. Una mujer por la que hubiera dado mi vida. Aún rondaba en mi cabeza así lleváramos años sin vernos.
 
El fin de semana volví con papá. La mañana estaba nublada pero no llovía. El Maestro se había despertado pero su abdomen continuaba abierto. La infección no había disminuido. Fuimos a una panadería cercana caminando por una calle llena de huecos en la que transitaban buses a punto de ser chatarrizados. El humo que expulsaban ensuciaba el aire a su alrededor. En una esquina, apoyado contra la muralla de la clínica, un hombre de piernas mutiladas pedía dinero.
 
–Uno se va y nada se lleva –dijo sacudiendo con su mano la base recortada de una botella plástica. Monedas saltaban adentro produciendo un ruido de sonajero.
 
Entramos a un local estrecho y ordenamos almojábanas. Una empleada de uniforme rojo y delantal blanco las trajo a la mesa.
 
–Debemos tener fe en su recuperación –dijo papá. Adrián, León y Lia asintieron. Josefina suspiró mirando hacia el vacío. ¿Imaginaba a Federico, el joven a quién Genoveva había perdido en la espada de un pirata francés? Sus ojos estaban hinchados. Sentir que podía perder a su esposo en cualquier momento debió haber hecho de aquellos días los más duros de su vida.
 
–El Maestro ya está hablando –me dijo Sebastián unos días después.
 
Volví con la ilusión de verlo. El día estaba radiante y el cielo aparecía limpio. Estacioné al lado de un colegio municipal. Unas niñas en uniforme azul hablaban entre ellas. Entré al vetusto hospital y los encontré.
 
–Está estable, pero ahora dicen que tiene pulmonía –me comentó Josefina. Su piel lucía pálida y respiraba con dificultad. La acompañe hasta una pequeña terraza de cemento en la que un extractor dejaba salir un olor a carne asada. Prendió un cigarrillo. Sus ojos estaban secos, como si se le hubieran acabado las lágrimas. Por un momento pensé que iba a rendirse.
 
–¡Me quema verlo así! –dijo mirando hacia el piso. Fumaba de forma compulsiva. Un color amarillento, parecido al de un papel desteñido, se extendía por sus dedos hasta el borde de sus uñas. Prendió un nuevo cigarrillo y luego prendió otro, como si su mundo se acabara. Caminamos de vuelta hasta donde Sebastián y Adrián esperaban.
 
–Los médicos lo tienen sedado pero está despierto –dijo Sebastián.
 
–¿Quieres ver a Germán? –me preguntó Josefina. Entré al cuarto y lo vi tendido en la cama. Una cortina de plástico sujeta a un soporte aislaba su abdomen abierto. –Acércate –añadió ella.
 
Caminé hacia él impactado al ver su esqueleto pintado por debajo de su piel. En su rostro cadavérico, desgonzado hacia un lado como el de un ave agonizante, su larga barba relucía. Sus ojos semiabiertos me enfocaron y su boca empezó a moverse con esfuerzo. Acerqué mi oreja para escuchar lo que decía.
 
–Estoy aburrido; sácame de aquí –manifestó en un susurro. Era cómico incluso al borde de la muerte.
 
De salida nos topamos con un doctor y un grupo de universitarios que entraban al cuarto. Mis ojos se cruzaron con los de una estudiante. Al instante los apartó hacia otro lado.
 
–Estos cabrones están usando al Maestro como conejillo de indias –dijo Sebastián mirando al grupo que rodeaba la cama. Josefina se sentó en la sala de espera y cubrió su cara con las manos. Genoveva Alcocer volvió a mi mente. Estaba siendo violada por un pirata francés, el mismo que había matado a Federico antes de que pudieran darse un beso. ¿Germán la había creado como una premonición del amor, la vida y el dolor, así como Shakespeare lo había hecho con Romeo y Julieta?
 
Sebastián me llamó algunas semanas. Me dijo que lo habían dado de alta. Lo visité en su apartamento con papá. Josefina nos recibió con un abrazo. Estaba con los ojos radiantes. Nos sentó y golpeó en la puerta de Adrián. Le indicó que nos atendiera. Algunos de sus cuadros colgaban de las paredes de la pequeña sala, firmados y fechados en décadas pasadas. Un viejo reloj de pared daba la hora en números romanos. 10:10 a.m. Me distraje viendo el movimiento pendular de su segundero dorado, hasta que papá señaló un cenicero lleno de colillas en la mesa de centro.
 
–Detrás de un gran personaje hay un hombre común y corriente –dijo.
 
Adrián salió con mirada nublada, vistiendo una bata sobre su pijama. –Anda mejor, aunque no quiere hacer los ejercicios que le ordenaron –dijo presionando sus ojos con las palmas de sus manos.
 
Al cabo de unos minutos abrió la puerta. Lo escuché hablar con voz suave. Distaba mucho del vozarrón que utilizaba en discusiones acaloradas. Caminó hacia nosotros apoyando las manos en un caminador. Se sentó en el sofá y se acomodó con movimientos lentos que daban cuenta de su debilidad. Sonrió y por un instante me pareció ver en su rostro los gestos de un niño. Metió la mano en el bolsillo de su bata, sacó una cajetilla de cigarrillos y prendió uno. En el fondo de su mirada vi al hombre fuerte y determinado que antes conocía.
 
–Maestro, ¿está fumando? –pregunté.
 
–No hay nada como hacer las cosas que a uno le gustan –respondió exhalando el humo con placer. Llevó el encendedor hacia Josefina. Ella inhaló y la punta de su cigarrillo ardió con un color brillante.
 
Los llamé un par de veces para ver cómo seguía. Josefina me contó que Germán ya estaba escribiendo. Había subido de peso y los dos habían vuelto a la costumbre de tomar café en la tienda de la Avenida Jiménez. El curso de sus vidas con las rutinas diarias se fue normalizado.
 
Organizamos una reunión en casa. El Maestro se veía vigoroso. Discutía, fumaba y bebía whisky erguido sobre el filo del sofá de la sala. Puse un CD de Jorge Negrete y sonó «Me he de comer esa tuna». Infló sus pulmones, esperó un instante y cantó con una voz grave que resonó a la perfección con la de papá. –«Dicen que soy hombre malo, malo y mal averiguado, dicen que soy hombre malo, malo y mal averiguado; por que me comí un durazno, porque me comí un durazno, por que me comí un durazno, de corazón colorado…». –Miraba a Josefina metiendo la quijada y bajando las cejas. Ella le devolvía la mirada inclinando la cabeza. Imagine que lucían como la pareja que se había casado hacía más de cuarenta años. Sebastián cantaba con gestos exagerados. Adrián sonreía al ver a sus papas contentos.
 
–Álvaro, no hay nada como el amor –comentó bebiendo de su whisky. Germán era melodramático. Eso hacía parte de su personalidad. Con el tiempo se empezaba a parecer a algunos de los personajes de sus libros. Dejó el vaso en la mesa de centro, apoyó una de sus manos sobre la empuñadura de su bastón. Con la otra entrelazó los dedos de Josefina. Ella no hablaba mucho pero sonreía de forma constante. Sus pómulos se resaltaban en su cara.
 
–Germán, por la felicidad de haber sido feliz –dijo papá levantando su vaso.
 
Bebimos y cantamos hasta que la noche quemó sus últimos momentos.
 
La dolencia de Germán pareció olvidada hasta que algunos días después recibí una llamada de Sebastián. –Hay una mala noticia –dijo con voz seria–. Doña Josefina murió anoche de un ataque al corazón.
 
Papá me acompañó al velorio. Llegamos hacia las 9:00 a.m. a la Escuela de Armas y Servicios. Un soldado inspeccionó la parte inferior del carro con un espejo. Otro revisó el interior con la ayuda de un pastor alemán que olió los asientos de adelante y atrás. Abrí el baúl y el perro metió su hocico. Las botas del soldado tenían la embetunada americana justo como la recordaba. Llevaba el uniforme verde atalajado al borde de las cartucheras negras, y el Galil de culata retractil montado en la espalda con el portafusil templado sobre el pecho como era indicado. Su casco de P.M. tenía algunos rayones en la franja blanca. El Sargento de guardia nos dejó pasar una vez que el soldado le dio el visto bueno.
 
Parqueamos del otro lado del campo de paradas, donde yo había jurado defender la Patria en 1992. Una bandera de Colombia se agitaba al viento en el monumento de Héroes Caídos en Combate. Una reja separaba al batallón de la Avenida Séptima. Varios centinelas hacían guardia en las diferentes garitas de ladrillo.
 
Al otro lado de la avenida yacía el batallón de caballería contra los cerros orientales de la ciudad. El cielo estaba nublado. Algunos tanques montados sobre el andén mostraban sus cañones en tiempo de guerra contra las FARC.
 
¿Qué pasaría ahora que Genoveva se había muerto ante Federico?
 
En la capilla nadie daba razón de nada. Esperamos. Un hombre luciendo un uniforme de oficial de la Marina entró y nos dijo que era amigo de León. –¿Quién hubiera pensado que ella se iría antes que él? El dolor que soportó en la enfermedad de Germán la mató –añadió halando las mangas de su traje. Verlo al borde de la muerte podría haberle mostrado cuán sola se quedaría sin el hombre que había bautizado un planeta en su nombre. Ahora vivía en su libro.
 
El Maestro entró en compañía de su familia. Vestía una corbata roja, una camisa blanca, un traje negro reluciente con un pañuelo en el bolsillo delantero, y un largo gabán que lo hacía ver como un hombre de una época pasada.
 
Su rostro aparecía perfectamente afeitado en las mejillas y en los bordes de su bien peluqueada barba. Su pelo ordenado, una serenidad aparente y los movimientos lentos con los que efectuaba cada uno de sus actos, le daban un aire de hombre más allá del bien y el mal.
 
–Germán, cuanto lo siento –le dijo papá abrazándolo.
 
–Lo sé, Álvaro, lo sé.
 
Le di las condolencias y lo abracé. El cuarto de velación seguía cerrado. Nos sentamos alrededor de una mesa de madera esperando a que el féretro llegara. Era un lugar sencillo con paredes blancas. El Maestro puso el bastón entre sus piernas y apoyó sus manos en él, una sobre la otra. Permaneció un momento así hasta que sacó un paquete de cigarrillos y prendió uno.
 
–Mi vida termina aquí. Voy a emborracharme hasta la muerte –comentó bajando los hombros.
 
Un aro rojizo rodeaba el borde de su iris. Su tufo a licor y cigarrillo me llegó como una ola de tristeza y desolación. Sus labios secos y bien delineados, enrojecidos por la deshidratación, contrastaban con su piel lisa y pálida.
 
Llevó el cigarrillo a la boca y lo aspiró perdiendo su mirada en el vacío. Un desespero que masticaba en silencio lo laceraba de arriba abajo. Tomó la colilla achatada y la llevó a su boca encendiendo un nuevo cigarro con el rescoldo viejo. El mismo color amarillento que Josefina lució en sus dedos, se extendía hasta el borde de sus uñas. ¿Cuantos millones de cigarrillos habrían presenciado su pasión? Se fumó medio paquete prendiendo uno después de otro.
 
–No hay nada sino el suicidio –añadió.
 
Lia le trajo un café cuando abrieron la cafetería. Metió la mano dentro del bolsillo del gabán y sacó una botella mediana de Old Par, con la que envenenó la bebida. Tomó un poco para reducir el nivel en el pocillo y volvió a llenarlo de whisky. Lo saboreó y luego envenenó el mío.
 
–Toma conmigo. Era mi mujer desde sus diecinueve años.
 
Sebastián llamó a mi celular. –Ahora voy. Johann Rodríguez Bravo y yo lo acompañamos hasta el amanecer bebiendo whisky.
 
El féretro llegó tiempo después. La sala fue visitada por algunos políticos de vieja data y escritores que le daban las condolencias y se iban. Los recibía con dolor.
 
–Mi vida ya no tiene ningún sentido. ¡Ninguno! –repetía.
 
Siguió bebiendo hasta que lució delirante. La gente hace cosas extrañas al perder a sus seres queridos. Yo escribí una novela de seiscientas hojas cuando la Mantis dejó de ser parte de mi vida.
 
Al día siguiente volví a la misa. No había más de veinte personas. De salida saludé a Luz Mary Giraldo. Me contó que en las tres horas que estuvo con él nadie más vino a verlo. También saludé a Jorge Franco, a quien no veía desde la recepción en la casa del Embajador de Francia, donde habían condecorado al Maestro con la Medalla al Chevalier des Arts et des Lettres.
 
Comenzó a llover. Seguí la caravana en mi carro por la congestionada calle 116 y luego por la autopista. Recordé a Josefina sonriendo en la sala de mi casa. La felicidad dibujada en el brillo de sus ojos. Cuán inesperada es la muerte, tan inesperada como la llegada de los piratas franceses a Cartagena.
 
La lluvia paró cuando llegábamos a Jardines de Paz. Una capa de niebla persistía. Descendí apesadumbrado y alcancé a León y Lia frente a la estructura alta de color blanco que se erige como monumento a los fallecidos. Una rata muerta yacía en la entrada del jardín.
 
–No la mires –le dijo León a su esposa.
 
Caminamos por el pasto húmedo entre las diversas lápidas. Un olor a tierra mojada se respiraba en el ambiente. La sabana de Bogotá aparecía con toda su fertilidad, rodeada de árboles, flores y cerros verdes. En un funeral vecino unos mariachis vestidos en traje de gala, con chaqueta de charro en terciopelo, enchapes dorados y botones troquelados, tocaban vihuelas, guitarras, violines y trompetas. Un par de ellos cantaban rancheras, micrófono en mano, bajo los grandes sombreros mexicanos de ala ancha.
 
La tumba de Josefina quedaba a unos metros de distancia. El Maestro apoyaba sus manos en el bastón al lado de la fosa rectangular cavada en la tierra. León y Lia engancharon sus brazos de uno y otro lado. Un sacerdote vestido con una sotana blanca en la que relucía una cruz bordada en el centro de su pecho inició su sermón. Sus palabras chocaban con las rancheras ruidosas, lloriqueos y gritos de los parientes del difunto vecino. Para ese momento ya debía haberse encontrado con Genoveva. Las dos lo esperarían como una sola persona en algún lugar en el que su planeta brillara al atardecer sobre el océano crispado.
 
El ataúd descendió. Abracé a Adrián pasando mi brazo por su espalda. Un hombre lanzó un par de coronas florales. Los sepultureros hundieron sus palas en un arrume de tierra y la dejaron caer con pedazos de greda fresca. Genoveva dejaba este mundo pero el Planeta Genoveva aún existía. Existía en mí, en Sebastián y en la mente de muchos otros lectores.
 
«Yo sé bien que estoy afuera, pero el día en que yo me muera, se que tendrás que llorar, llorar y llorar,» cantaron los mariachis. Un grito desgarrador llegó del entierro vecino. Las rodillas de Adrián parecieron temblar. «…con dinero y sin dinero hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley, no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo El Rey», cantaban.
 
–¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser? –gritó una mujer.
 
La bruma empezaba a disiparse. Tiernos rayos de sol atravesaban las nubes dibujando un juego de líneas verticales que caían sobre la sabana.
 
Me acerqué a Germán. Continuaba entre su hijo y su nuera. Levantó su cara de la tumba mirando hacia el vacío. ¿Imaginaba el momento en que se reuniría con Genoveva?
 
–Cuánto lo lamento Maestro, cuánto lo lamento.
 
–Gracias por tus palabras –respondió con los párpados caídos–, pero estás consolando a un fantasma.
 
 
 
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escarabajomayor@gmail.com

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