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Termino de revisar el cuento El pan de los Atala que Eduardo Bechara Baracat va a incluir en su libro Patria del viento, me levanto de la mesa y camino a la ventana. Los edificios de ladrillo se levantan hasta el río Hudson. Manhattan se divisa en el horizonte con sus miles de rascacielos y panorama imponente. El cielo de Jersey City sigue nublado y el tiempo parece continuar cálido por más de que es octubre, ya es otoño y la temperatura debía haber bajado de forma sustancial hace unas semanas. Supongo que me traje el buen clima. Eso pasa a veces, uno trae consigo el buen o mal clima. Una corriente cálida que viene del sur ha acompañado mi visita a Nueva York y parece que todo el fin de semana será igual.

Jenny está en la cocina preparando un tetero para Ari. Ari apoya sus manitas en el sofá, se levanta con esfuerzo, afirma sus pies en el piso de madera y pulsa el botón de la contestadora. La voz de Pali sale del parlante con un tono cálido: “Ari, es papááá, es papááá. ¿Cómo te llamas tú? Tú te llamas Ariii, tú te llamas Ariii”. El pequeño ha escuchado la grabación unas quinientas veces y cada vez que lo hace le brillan los ojos como si estuviera haciendo una revelación.

Qué bonito es descubrir el mundo, encontrarse algo nuevo en cada esquina de la casa, en cada cajón, en cada uno de los juguetes que generan una experiencia nueva. Jenny termina de calentar su tetero en la cocina, levanta a Ariel por debajo de las axilas, lo acomoda en el asiento y empieza a darle su comida. Al bebé le brillan los ojos cada vez que su mamá le habla con dulzura, acerca la punta del tetero a su boca y acompaña el proceso con una frase linda.

Meto un saco en mi morral por si la temperatura baja por la noche, introduzco la libreta, tomo la cámara y bebo un vaso de agua.

—Bueno Jenny, me voy al performance de Kata Mejía. No creo que llegue muy tarde. Debo estar de vuelta hacia las once.

—Llévate mis llaves —me las muestra en la mesa—. Igual llega a la hora que quieras, vas a Manhattan, cualquier cosa puede pasar. —Voltea los ojos hacia su hijo—. Ari, dale un beso a Bech.

El niño relaja su rostro redondo de ojos grandes y rasgos suaves, se inclina hacia adelante, saca los labios y me da un beso. Me despido de Jenny, llevo mi morral al hombro y les agito la mano desde la puerta. Tomo el ascensor, bajo los seis pisos y salgo a la tarde cálida. La temperatura está perfecta para la camisa que me puse. El cielo cubierto viste al ambiente con ese aire grisáceo que acompaña al otoño. Camino por 9th Street en dirección al centro comercial Newport. Ver a Pali y a Jennifer con su hijo, la forma en que lo estimulan, se conectan con él y le van enseñando el mundo, como si fuera un amigo más (así tenga un año), me transporta a mi propia infancia, la forma en que mis papás me estimulaban y me trataban desde chico. Toda mi visita a Nueva York ha estado cargada de ese aire melancólico, esa nostalgia que te cala en los huesos con cada paso que das, cada respiración que haces. Me ha sentado bien salir de Colombia. Necesitaba escapar un poco de la desolación que dejó la muerte de papá. Hay momentos en que aún no lo creo. ¿Cómo es posible que se haya ido de esa forma tan intempestiva? Cada vez que lo pienso caigo en cuenta de lo frágil que es la vida. Hace un año estaba bien y le llegó esa fibrosis pulmonar que se lo llevó en menos de cinco meses. ¿Cómo pudo pasar algo así? Se quedo sin ver mi éxito (si es que llega) o ver a mis hijos (si es que también llegan). Quisiera escuchar su voz, ver esa mirada de ojos grandes y brillantes, tan suya. Sentirme reconfortado a su lado, con esa sensación de apoyo y confianza que te da un papá que te adora. Puedo tener treinta y ocho años; eso no importa. Puedes tener cincuenta. Al lado de tu papá siempre serás ese chico que él estimuló y vio crecer de forma gradual hasta que se convirtió en un hombre. Ya lo dijo el fotógrafo japonés-nortemericano Dean Tokuno: “Estuve allí, junto a él, en todos los momentos, y sin embargo en mi interior soy un niño de cinco años que busca a su padre. Por fuera, soy un hombre de cuarenta y tres años tratando de encontrar las palabras para decirle a ese niño: “tu papá se fue”.

Decía que salir de Colombia me ha hecho bien, pero también me ha hecho daño. Cargo esta amargura interminable que se acrecienta (en sentimientos encontrados) cuando veo a Pali bañando a Ari, dándole de comer, jugando con él o enseñándole nuevas palabras y conceptos, así como mi papá lo hacía conmigo. Los ojos se me humedecen, siento un nudo en la garganta y prefiero voltear la cara. Miro el horizonte, paso saliva y lloro para mis adentros. Entonces vuelve esa canción de Frankie Ruiz a mi cabeza. La canto en silencio: “Amarguras señores que a veces me dan / la cura resulta más mala que la enfermedad…”.

Termino de recorrer las cuadras de casas y edificios, cruzo Marin Boulevard, atravieso un parqueadero y entro al centro comercial. Es igual a cualquier otro. Con tiendas de ropa y las mejores marcas deportivas. Voy buscando la salida a Washington Boulevard. Salgo de nuevo, cruzo la calle y entro a la estación Newport. Pago los dos dólares y bajo al andén en el que algunas personas esperan el Path Train en dirección al World Trade Center en Manhattan o Hoboken en Nueva Jersey. Del otro lado pasan los que van hacia Newark.

La cara de la gente luce distendida. Hoy es viernes. En todos lados del mundo un viernes será un viernes. Las personas se relajan, alejan la mente del trabajo y piensa en pasarla bien con su familia, sus amigos, su novia o su hijo.

El tren llega y frena en el andén. Entro a uno de sus vagones plateados y me siento en una de las bancas longitudinales. Del otro lado del pasillo hay una rubia que abraza su cartera. Su falda corta deja ver sus piernas torneadas. Se da cuenta que la miro pero no parece importarle.

Mis planes de hacer un par de travesías y de irme a radicar a la República Checa están detenidos. Por ahora estoy en Colombia haciendo el proceso de sucesión (aprovechando que soy abogado), y apoyando a mi mamá. La muerte de papá la ha sumido en una profunda depresión. Papá era todo para ella: su amigo, su consejero, su apoyo, su hincha, su esposo, su amante, su propio papá. Mamá no tiene a nadie más aparte de sus hijos y nietas. Escapar de un país y hacer tu vida en otro completamente distinto te deja un poco huérfano. No tienes a tus hermanos, tíos, primos ni amigos. La lejanía hace que tu pareja se vuelva mucho más que una pareja.

El tren atraviesa el río Hudson por debajo, entra a Manhattan y frena en la estación World Trade Center. Salgo y camino tras la gente que sube las escaleras eléctricas. Me toca detrás de una joven de pelo negro. Fijo los ojos en sus nalgas apretadas por los jeans. Agradezco la imagen fantástica, así sea corta. Dejo atrás la estación y camino entre una multitud de personas de todas las nacionalidades. A un lado y otro de la acera, los turistas fotografían la construcción del nuevo edificio del World Trade Center. Unas jóvenes hablan español con acento de España, otras con acento argentino. Un grupo de italianos, alemanes, franceses, japoneses, chinos y otras personas de los países más diversos del mundo, se retratan con el edificio o husmean adentro de las rejas cubiertas por cobertores. Quieren ver cómo está quedando la obra de la estación, el parque en el que habrá dos fuentes rectangulares en lo que fueran las bases de las torres gemelas, y el museo en el que se les rendirá tributo a los hombres, mujeres y niños fallecidos en el atentado terrorista. ¿Cuántos papás no perdieron a sus hijos y cuántos hijos no perdieron a sus papás en el once de septiembre?

En Greenwich Street me detengo a tomarle una foto al World Trade Center. Una más de las decenas de fotos que le he tomado en estos días para retratar el momento histórico. Deben ir por el piso setenta aunque aún les falta bastante para terminar su estructura de vidrios espejados. Su base es cuadrada. A medida en que va subiendo se convierte en un cilindro de ángulos rectos que le da una apariencia cónica. El par de grúas empotradas en el último piso desafían la ley de la gravedad y me hacen recordar el video del programa Destruido en segundos del Discovery Channel, en el que una grúa de esas, empotrada en un rascacielos gigante, empezó a tambalearse en un terremoto. Al final terminó cayendo por los aires con todo y su operario. Supongo que esos son los riesgos que se corren.

Llego a Chruch Street en donde está la entrada del metro y aprovecho para tomar una foto con el primer plano de otras grúas en tierra. Ayudan a construir otro par de rascacielos colindantes a la Zona Cero. El edificio en el que Pali trabaja, el Liberty One, queda a una cuadra en la calle Liberty. Alguna gente entra al café Starbucks y otra sale del almacén de departamentos Century 21. A un par de cuadras, en Wallstreet, los “indignados” que se han hecho famosos en España, el resto de Europa y el mundo entero, ocupan la plaza Zucotti. Protestan contra los excesos del sistema financiero y la crisis económica que enfrenta al mundo occidental.

Toda la escena neoyorkina me afecta. Papá y mamá se conocieron en Greenwich Village a mediados de los sesentas. Papá hacía una maestría en derecho comparado en la Universidad de Nueva York y mamá trabajaba en el instituto de cosmetología Kenneth, en donde tenía de clientas a personalidades como Jacqueline Kennedy. Se conocieron en una fiesta organizada por unos latinos amigos de papá a la que mamá fue en compañía del hermano de Nelson Piquet (campeón del mundo de Fórmula Uno en 1981, 1983 y 1987). Papá y mamá comenzaron a salir, se enamoraron y luego de un par de años se casaron aquí en Nueva York. Mamá viajó a Bogotá y se establecieron allá. (Esa es una historia que contaré algún día).

Doy un último vistazo al Ground Cero, que para este siete de octubre de 2011 acaba de cumplir una década después del atentado. Pienso en lo que pudo haber sido ese día, en el dolor que le trajo a miles de personas y la forma en que cambió el mundo. Me sigo preguntando: ¿cómo podemos ser tan intolerantes? Una y otra vez me he cuestionado por qué nos seguimos haciendo tanto daño si todos somos iguales. La muerte de Osama Bin Laden (a manos de un comando estadounidense que realizó un operativo militar en Abbottabad, Pakistán, el dos de mayo), puede vengar el atentado del once de septiembre y traer sosiego a algunas de las familias que perdieron a sus seres queridos, pero genera aún más rencor, rabia, y sigue apartando a occidente de ese mundo musulmán, que de puertas para adentro, es tan parecido al nuestro. Ellos también bañan a sus hijos, les cambian los pañales, los alimentan, les compran juguetes y los estimulan para que el día de mañana tengan las aptitudes necesarias para valerse en el mundo.

Bajo las escaleras de la estación de metro Cortlandt Street por donde pasa la línea amarilla R. Ayer la tomé para ir al cementerio Saint Johns de Queens a visitar la tumba de mi abuelo José Bechara. En la historia de mi familia hay escapes y muertes imprevisibles que han moldeado nuestro destino. José salió escapando de la persecución de los musulmanes a los católicos en Líbano, se radicó en París, emigró a Colombia en donde se casó con mi abuela Olga Baruque y luego se vinieron a vivir a Brooklyn con sus hijos Nemesio, Álvaro y Omar. José fundó una compañía de importaciones y exportaciones llamada “Fenicia”, invirtió todo su capital en un producto que trajo de Europa, el mercado tuvo un cambio intempestivo y perdió la inversión. Fue al final de los cuarentas. El abuelo se vio tan afectado que al poco tiempo le dio un ataque fulminante al corazón y murió. Nemesio tenía nueve, papá siete y Omar tres. Olga volvió a Colombia con sus hijos para intentar sobrevivir con lo que le daba un exiguo seguro de vida que José había dejado. Desde ahí todo fue diferente. La colonia libanesa, que miraba a los hijos de José como los hijos de un gran hombre, los empezó a mirar como unos pobres diablos. Cuando viví en Filadelfia le dije varias veces a papá que fuéramos a visitar al abuelo en el cementerio de Queens. Él siempre se negó. Sus ojos se ponían llorosos y alejaba la mirada. Supongo que el dolor era demasiado fuerte. Lo curioso es que yo haya esperado a que papá muriera para ir a visitar la tumba del abuelo por primera vez en la vida. La muerte jamás te toca, hasta que la empiezas a ver por todos lados.

Pago el dólar con noventa que cuesta el pasaje de tren y entro al andén de varios carriles con soportes metálicos. Sostienen a la vieja estación de más de cien años. He visto películas de Early Cinema en donde las primeras filmaciones del mundo retrataban estos túneles. Espero el metro al lado de un papá que toma de la mano a su hijo. El joven lleva puesta una camiseta de los Yankies que combina con su gorra azul.

Bajo la vista al piso. Quisiera no estar tan melancólico, pero este tipo de cosas no pueden evitarse. Te vienen de adentro y hay que dejarlas salir. El duelo puede durar de dos a seis años en terminar de asimilarse por completo y yo solo llevo seis meses desde ese domingo diez de abril en el que papá dejó de respirar. ¿Cómo es posible? Me vuelvo a preguntar en un acto de negación del que estoy consciente. A veces me parece que es un mal sueño, que puedo levantar el teléfono y llamarlo así como hacía antes. Escuchar su voz, aprovechar sus comentarios atinados. Las imágenes de sus últimos días en el hospital vuelven a mí. La forma en que se fue quedando sin pulmones, en que respiraba con dificultad y las máquinas empezaron a respirar por él. “Parte de mí se queda aquí. ¿Sabes cómo?”, me preguntó. “Sí, en mis escritos”, respondí. “No, en ti”.

Un metro de la línea R sale del túnel y desacelera frente a nosotros. Abre sus puertas y me monto. Me siento en la banca longitudinal. Del otro lado del pasillo hay un par de jóvenes que hablan entre ellas en una lengua germánica que parece holandés. Sus pelos y ojos son claros. Cruzamos la mirada y siguen hablando. Lo que me gusta de las europeas a diferencia de las norteamericanas, es que te muestran los ojos, les parece normal que las mires, que aprecies su belleza. No tienen esa desconfianza de las “gringas” que suelen mirarte como si fueras alguna especie de sexual  freak o un psicópata porque te sientes atraído hacia ellas.

Volviendo al tema familiar, ayer arrastré mis pies por las aceras de Queens luego de visitar la tumba del abuelo. Está enterrado con Mariam Raad y otras personas de la familia Raad que eran sus parientes. Papá siempre cargó el dolor de haber perdido a su padre tan temprano en la vida. Era una persona muy sensible. Lloraba en el cine y se conmovía con facilidad. Supongo que ese tipo de cosas también me pasan a mí. Por fortuna ayer tenía mis gafas. Escondí mi llanto tras los lentes oscuros mientras caminaba por Metropolitan Avenue hacia la estación del metro Middle Village. Imaginé a Nemesio a papá y Omar llorando la muerte de su papá. Imaginé a Olga, sola en el apartamento de Bay Ridge en Brooklyn, pensando en qué haría con sus tres hijos pequeños ahora que su esposo había muerto.

La muerte te cambia y te cambia para siempre, así como cambió a las tantas personas que perdieron a sus familiares en el once de septiembre, así como ha cambiado a tantos otros que han visto a sus familiares morir en medio oriente o en el conflicto colombiano, esa guerra cruda y sangrienta de la que Kata Mejía es víctima directa. Por eso me gusta tanto ir a ver sus performances.

Pasamos algunas estaciones en las que se destacan City Hall, Canal Street, NYU y llegamos a 14th Street Union Square, en donde me bajo del metro, camino por unos corredores enchapados en azulejos y salgo al andén del metro 4, 5, 6 de la línea verde en dirección norte.

En Union Square papá y mamá caminaban tomados de la mano. Imagino esa época en que tenían veintisiete años y vuelvo a sentir la melancolía propia de un tiempo que pasó, quedará enterrado en el pasado y se irá olvidando a medida en que pasen los años y nosotros mismos nos vayamos muriendo. La vida es así. Nos pone a las personas en frente para que las disfrutemos por un rato y luego nos las quita.

El metro llega. Me embarco y me siento en la banca. Esta vez no hay mujeres lindas a las que pueda mirar. Algunos jóvenes con libros y morrales en las manos, señores con portafolios, turistas con mapas y algunas otras personas escuchando música en sus ipods.

La vida pasa muy rápido. Cuando te das cuenta ya eres viejo y el mundo que conocías ha variado por completo. Por eso Pali y Jenny disfrutan cada segundo con su hijo, por eso apoyo, abrazo y beso a mi mamá cada vez que la veo, porque todavía está aquí conmigo y con mis hermanos. Por eso salgo a viajar, recorro el mundo y me siento a escribir (una actividad que me genera tanto placer). No me importa acumular riquezas ni tesoros que al final se vuelven cargas. El verdadero goce de la vida está en tener tiempo para hacer lo que queremos hacer, disfrutar de la mirada de nuestros seres queridos, ir en busca de esas tierras nuevas que abren nuestro panorama y de esas otras sonrisas de personas que aún no conocemos pero pueden influir en nuestras vidas. Desde que abandoné mi carrera de abogado y me dediqué a escribir, me di cuenta que las grandes alegrías están en las vivencias que nos hacen sentir importantes y amados ante los demás y ante nosotros mismos.

El metro se detiene en las estaciones 23 Street, 28 Street, 33 Street. En Grand Central 42 Street se monta una joven de pelo negro. Le llega a mitad de espalda. Luce un top verde militar que contrasta con su piel trigueña y jeans descaderados. Tiene todo el perfil de ser una latina. Incluso podría ser colombiana. Nuestras miradas se cruzan y deja salir una pequeña sonrisa. Su gesto me alegra el momento. Me lleva a un estado mental más positivo, me hace pensar en el futuro. Una sonrisa puede alegrarte la vida. Las mujeres deben saber que alegran el mundo con sus sonrisas.

El tren desacelera una vez más y entra a la estación 51 Street. Me levanto, sujeto la varilla de metal y espero a que pare por completo. Mis ojos vuelven a cruzarse con los de la joven. Esta vez soy yo quien sonrió. Me bajo y busco la salida. Los baldosines de la estación están percudidos y dejan ver el castigo del tiempo. Subo por unas escaleras con las barandas oxidadas, salgo a un corredor amplio y tomo una segunda escalera que lleva a Lexington Avenue. Una afro-americana yace tendida en medio del caracol de la escalera. Algunas personas la auxilian. Le preguntan el número telefónico de algún pariente, le dicen que la ambulancia ya viene en camino. Termino de subir los escalones y salgo a la avenida espaciosa. Pienso en que la señora se pudo haber caído o le sobrevino un ataque. Ver a alguien en esa situación te genera compasión y temor. Bien lo dijo Platón en su libro X de La República. La tragedia de alguien te genera compasión porque eres piadoso frente el dolor ajeno. Te genera temor porque podrías ser tú el que está ahí.

Bajo por la avenida flanqueada por rascacielos. Los edificios gigantes te hacen sentir como un ser minúsculo. Las grandes estructuras te confinan a un mundo estrecho en el que se percibe la naturaleza en el pequeño espacio de cielo que se queda sin cubrir. Camino frente a vitrinas lujosas de las mejores marcas. El tráfico es pesado y los automóviles frenan y aceleran en los semáforos. En la intersección con 48th Street, unos hombres del otro lado de la calle, saludan a un tipo que está a mi lado. Lo empiezan a vitorear, lo chiflan y lo aplauden.

—Se ve que te quieren mucho —le digo.

—Sí, eso parece —responde.

El semáforo se pone en verde y cruzamos. El hombre se abraza con sus amigos.

—No sabes lo que es este tipo —me dice uno de ellos de forma espontánea.

Los dejo atrás y voy buscando la galería The Lab, ubicada en la 501 Lexington con calle cuarenta y siete. A media cuadra me encuentro a Huston Ripley, el esposo de Kata. Empuja un coche doble en el que están sentados sus dos hijos.

—¿Este es el chiquilín?

—Se llama Huston Camilo.

—¿Cuánto tiene ya? —detallo los ojos expresivos del niño.

—Un año.

Cómo vuela el tiempo. La última vez que vi a Huston y a Kata, ella estaba en los primeros meses de embarazo. Huston saca una postal en la que hay una impresión en blanco y negro, con un árbol que tiene rostros humanos en su tronco y ramas, flores con tallos y pétalos de rostros, nubes con rostros y un sol con el rostro de un hombre de ojos achinados. Del otro lado se anuncia una exposición de sus dibujos en la galería Adam Baumgold.

—Deberías ir, están exhibidos hasta mañana.

—Voy a ver si puedo. Yo los acompañé el año pasado cuando fuiste a hablar con el dueño, ¿te acuerdas? —Asienta con la cabeza—. ¿Dónde queda The Lab?

—Es en The Roger Smith hotel, en toda la esquina —señala con su mano—. Ven te llevo.

Caminamos hasta un salón vidriado que tiene ventanas por la avenida Lexington y la calle cuarenta y siete. Su disposición le da apariencia de pecera. Kata revisa una cámara empotrada en la pared. Le golpeo en la ventana. Sonríe y me dice que me acerque a la puerta.

—Qué bacano que hayas venido.

—Fue una coincidencia que estuviera en Nueva York. Vine a visitar a unos amigos y a ver si podemos presentar el libro del otro Eduardo Bechara y los míos aquí y en Filadelfia. Debí haber vuelto a Bogotá hace dos días pero cuando supe que tenías este performance installation atrasé mi regreso. ¿Cómo me lo iba a perder? Tú sabes que soy tu cronista.

Sonríe y cierra la puerta. Humedece unas tiras negras en el vinilo blanco, acomoda algunas otras cosas y sale por una puerta blanca que se mimetiza con la pared. Un hombre de pelo blanco y corbata se acerca a la ventana. Huston me lo presenta como Adam, el dueño de la galería donde están sus dibujos.

—Yo me acuerdo de él —digo.

El hombre frunce el ceño. Le tomo algunas fotos a la sala. Un par de aros negros contienen la pintura blanca, a uno y otro lado del salón. Unos trazos ovalados manchan el piso negro. Camino a la explicación de la obra. Está pegada en el vidrio. Leo lo siguiente: “Apology cuestiona el significado, los efectos y las repercusiones de pedir y de que te pidan perdón. A través de una acción física que va más allá de lo hablado y lo escrito, el performance installation se centra en la idea de que unas disculpas no pueden reparar el daño causado. “Recibir unas disculpas puede, a veces, causar un sentimiento de vacío en los perjudicados”. Explica Mejía. La artista usará su cuerpo para pintar el piso de la galería. Con unas tiras empapadas de pintura creará trazos en un óvalo abstracto. Se valdrá solo de los pies para moverse. El sufrimiento de Mejía para realizar los movimientos hará referencia a la idea que las disculpas representan un camino difícil para quienes las reciben así como un peso para aquellos que las ofrecen. A medida en que la artista se mueva por el espacio, los trazos en el piso se irán acumulando y harán que los trazos anteriores se vuelvan menos intensos y menos significativos, reflejando la forma en que la memoria y posiblemente el dolor, disminuyen con el tiempo”.

Saco mi libreta y hago algunas anotaciones en las que indico que Kata es una artista excepcional porque su obra está cargada de amargura. Viene desde dolor y la angustia. La alimentan el desconcierto y la desazón que le dejó el asesinato de su hermano Camilo Mejía Restrepo a manos de las FARC. Eso ha hecho que sus performances sean un medio a través del cual saca la rabia, la frustración y la tristeza.

A las seis en punto Kata abre la puerta blanca y sale con un vestido negro en el que se ven sus hombros. Le sonríe a sus hijos Annabelle y Huston Camilo, pone cara seria, se agacha y con movimientos lentos se sube el vestido (como si se lo fuera a quitar), haciendo visibles un pantalón y una camiseta negra. Lo deja cubriendo su rostro y le amarra las tiras que había humedecido en el vinilo. Se agacha y se tiende boca abajo en el piso. Vuelve a humedecer las tiras con la pintura blanca y empieza a moverse de manera forzada. Se vale de sus piernas para intentar empujar su tronco disociado. Lo arrastra de forma lenta y tortuosa como un peso muerto que le incomoda. Va ciega, sin poder ver, amordazada. Se mueve como un insecto desmembrado que intenta arrastrarse con dificultad. Lucha por ir a algún lado pero en vez de eso forma círculos. Está perdida en un movimiento infinito que no la lleva a ningún lado.

Un par de jóvenes se paran frente a la ventana.

—Es una instalación, un performance  —dice una en inglés con acento de Inglaterra.

—¡Fabuloso! —responde la otra.

Las jóvenes se van y llega una pareja.

—Ayer estuvo durante una hora dando vueltas con el pelo teñido de blanco —dice el joven.

—Ese no es el pelo —responde su amiga.

—Bueno, el trapo o lo que sea. Lo moja en la pintura y pinta el piso. Y a eso lo llaman arte. ¿Lo puedes creer?

Salen calle arriba.

—Trata de representar lo que sientes cuando alguien te da una excusa. A veces ese perdón en vez de mejorarte te deja un sentimiento de vacío —le explica un rubio de “dreads” a una joven—. La artista humedece el trapo (simboliza un cuerpo sin cabeza e identidad) y va dejando la huella en el piso negro.

Una mulata de ojos claros mira el performance con extrañeza. Se queda un minuto, da media vuelta y camina hacia la 48th Street con las nalgas apretadas entre los jeans. Otra mujer llega con su pequeño bebé en un coche.

—¿Qué crees que sea? —le pregunta a su hijo.

Ni ella misma sabe la respuesta.

Unos españoles se paran frente al vidrio.

—Solo da vueltas, vueltas y vueltas, tío. Qué aburrido —dice un hombre de unos cincuenta años.

—Sí, vámonos —le responde una mujer que tiene una maquillaje exagerado en la cara.

Una afroamericana de pelo lizo y nariz recta se para a mi lado y mira de forma interesada. Levanta un café de Starbucks y le da un sorbo. Siento que me respira encima. Eso me gusta porque parece no tenerle miedo a mi cercanía. Sus ojos son atigrados, sus labios gruesos y carnudos. Viste un traje negro que se ciñe a su cuerpo delgado de nalgas que desafían la ley de la gravedad. Se mueve hacia el lugar de la ventana donde está la explicación de la obra. La lee, toma otro sorbo de café, le da un nuevo vistazo a Kata y cruza 47th Street.

Una oriental de ojos negros y rasgados se para a mi lado, levanta su celular de carcasa verde y le toma una foto. Tim, el hermano de Huston llega y nos saludamos. Huston me presenta a Anaita y Kit Brown, otros artistas que hacen instalaciones. Comentan entre ellos el performance.

Las personas llegan, miran por un momento los movimientos de Kata y se van. Son pocos los que leen la explicación.

Un fotógrafo dispara su cámara de forma repetida. Un camarógrafo se para a su lado y una señora le pregunta con acento madrileño:

—¿No se marea de dar tantas vueltas?

Kata sigue acomodando un pie tras otro, busca a tientas un camino que se esconde, un derrotero que intenta encontrar pero no es visible. Sus ojos cubiertos la imposibilitan, le inhiben seguir adelante. Se queda viviendo en un vacío existencial en el que se frustra en cada uno de los movimientos inciertos y forzados que da como un Gregorio Samsa a la espera de que alguien le tire una manzana que se pudra en su caparazón y termine de matarla. Supongo que eso es lo que debe sentir alguien a quien la guerrilla le mata a un hermano o a un hijo, y luego sale a decir que lo siente, que se excusa, que eran otras circunstancias o que el país estaba en guerra y que en nombre de la revolución se puede todo, y claro, hay gente que tiene que pagar los platos rotos…

Supongo que todos nos hemos arrepentido de cosas. Y que alguien que mata también puede arrepentirse así haya matado con sevicia. Todos le hemos hablado mal a alguien o lo hemos herido de alguna manera, y cómo negarlo, hay heridas más profundas que otras, unas que sanan más rápido. Pero acaso no es absurdo decirle a alguien que lo sientes cuando aún tienes la daga ensangrentada en tu mano y la víctima aun no sale de su asombro, grita como aquel personaje de Munch en Skrik cuya boca abierta exagera la expresión desconcertada.

Una pareja de rusos mayores comenta el performance. Alcanzo a entender cuando la señora le dice a quien debe ser su marido:

Abstract.

—Está creando arte, le dice un americano a su mujer.

La mayoría de personas hacen gestos en los que muestran la incomodidad que les genera la escena: pliegan los labios, abren sus ojos, arrugan sus caras de tal forma en que acentúan sus rasgos.

—La gente no tiene nada más que hacer. ¡Dios! Me aburrí —dice un hombre con un fuerte acento portorriqueño.

Sale hacia 48th Street y manotea.

—Realmente no entiendo esto —le dice otro norteamericano a su hija.

—Es una galería que hace performances, es arte contemporáneo —explica ella.

El atuendo de Kata va quedando pintado de blanco a medida en que sigue dando vueltas en ese infinito frenético en el que podría durar la eternidad sin encontrar sosiego.

—¿Qué está pasando? ¿Se está muriendo? —pregunta un skater con el monopatín en la mano.

—No, forma círculos —responde el amigo.

Se van y me quedo pensando en que es cierto. Cuando te rapan a un ser amado algo se muere en ti. Pasas a ser un pseudo-insecto que ha perdido esa pata o esas dos patas que necesita para poder desplazarse con libertad sin parecer un paquidermo, uno de esos escarabajos que han perdido varias patas, no pueden moverse y están esperando a que alguien caritativo los aplaste con la suela de su zapato para que puedan salir del martirio.

Sara Sabouncouglu (la curadora de Mending en la galería A.I.R. de Brooklyn) llega y le digo que voy a traducir al inglés la crónica que escribí de ese performance.

—No he podido hacerlo antes porque este año ha sido muy difícil. Mi papá murió.

—Cuanto lo siento —me mira con ojos enternecidos y me da un abrazo.

—Sí, él y yo éramos los mejores amigos. Se te mete una melancolía a los huesos y no la puedes sacar.

Se queda un rato conmigo y me comenta que está sin trabajo. Al cabo de un tiempo se va y una mamá se acerca a la ventana con su hija.

—¿Qué interpretas de esto?

—Me gusta —responde la hija.

—Pero, ¿qué entiendes?

—Es expresión corporal, no sé. Lo veo como un baile. Ella es como una brocha que pinta el piso.

—Allá está la explicación de la obra —les digo.

—Muchas gracias —responde la señora.

En un momento dado la acera se llena de gente que mira el performance. Me alejo del vidrio y tomo fotos del tumulto por Lexington y 47th Street. Hacia las siete Kata se sale del círculo, se arrodilla con calma, levanta los brazos y va bajando el vestido con movimientos lentos hasta que su rostro se hace visible. Lo estira de las puntas. Su cara es seria. Los pómulos notorios y los gestos endurecidos muestran su martirio. Como se ve que carga la angustia del artista. Mira hacia el piso y se queda un momento ahí, con el pelo en la cara. Da pasos lentos. Se aproxima hacia la puerta blanca al final de la sala. La abre, sale y la vuelve a cerrar.

—Sí, sí, sí, interesantísimo pero vamos —le dice un norteamericano de unos treinta años a sus papás.

Sale caminando hacia 48th Street.

—¿John por qué tiene que ser así? —le pregunta la mamá al papá.

—Él es así —el papá sube los hombros.

Los dos caminan hacia la cuarenta y ocho con resignación.

Qué haría yo por tener a mis papás aquí conmigo, poder escuchar la voz de papá y su interpretación de la obra. Diría algo muy interesante, haría un análisis del conflicto armado colombiano y seguramente afirmaría (como lo hizo tantas veces), que el comunismo ha traído al mundo más desolación y tristeza que alegría y bienestar. Mamá endurecería sus gestos y estaría de acuerdo. Se lanzaría contra ellos, repudiaría su cinismo y contaría los atropellos de los que fueron víctimas, la forma en que escapó con su papá y su madrastra de la Checoslovaquia comunista, como sobrevivieron siendo refugiados políticos en Alemania Occidental, Karl Navratil (mi abuelo), envió a mamá a un internado en Suiza por más de un año y se volvió un espía para la CIA. Entraba y salía de Checoslovaquia, una y otra vez, llevando y trayendo información. Con eso se capitalizó un poco. Luego emigraron al Brasil con un vacío en la boca del estómago. Empezaron de cero y volvieron a cultivar anhelos, aunque la ruptura con su país de origen y el deslinde con su historia los marcó para siempre, al punto en que mi hermana Carolina, Daniel y yo, cargamos la maldición de no pertenecer a ningún lado.

Kim me presenta con Hélène Picard, una pintora francesa que hace poco llegó a Nueva York. Nos quedamos hablando un rato frente a la galería y entramos a The Roger Smith Hotel. Unas jóvenes nos guían hasta el segundo piso. Caminamos por un corredor de tapetes rojos y paredes blancas de las que están colgados afiches de performances pasados. Hay uno de Beyond the Threshold, un performance en el que Kata explora la crisis de la separación y la experiencia de moverse a través y más allá de la crisis.

Entramos a un amplio salón en el que hay cuadros en las paredes, una larga mesa cubierta por manteles y un bufete de comida humeante. Otros artistas y diferentes personas esperan la llegada de Kata. Saludo a St. Clair, el otro hermano de Huston y busco un asiento en la mesa. Encuentro uno en la cabecera, junto a Hélène, Anaita y Kit.

Kata llega y Matt Semler, el director de la galería, la felicita y da un discurso en el que dice lo honorífico que es para The lab Gallery que ella haga sus performances aquí. Le damos un aplauso sentido y pasamos al bufete. Me sirvo ensalada, un poco de pasta boloñesa y vuelvo a mi asiento. Hélène me presenta con un neoyorkino de unos sesenta años que está sentado a su lado.

—Mira, él también es escritor —le dice ella.

El hombre arruga la frente, voltea la cara, la trae de vuelta y me mira.

—¡Te odio! —me dice.

—¿Por qué? ¿Qué te hice?

—Yo también soy escritor. El mundo está lleno de escritores, ya no tolera un escritor más.

—¿Y qué escribes? —le pregunto.

—Cualquier cosa que me paguen.

—Ese es tu error. Yo hago todo lo contrario, no escribo para que me paguen, solo escribo las cosas que me salen de aquí —presiono mi abdomen con la punta de los dedos—. No me interesa escribir nada diferente. Prefiero morirme de hambre pero escribir lo que me gusta. Tal vez debas replantear tu postura.

El hombre se queda pensando en lo que digo.

—¿Y tú qué escribes? —me pregunta Hélène.

Enreda la pasta con el tenedor y lo lleva a su boca de labios brillantes.

—Novelas, cuentos, crónicas, artículos de opinión, poesía. Hace un año publiqué un libro de poemas en Argentina. Se llama poemas a una ciudad un insecto y una mujer —saco una copia de mi morral y se lo muestro—. Hay un poemario a la mantis religiosa.

—Qué interesante.

—¿Tú eres una mantis?

—Solía serlo. Era mala con los hombres —sonríe.

—¿Ya no?

—Me casé y ahora tengo una hija.

Me mira con sus ojos claros. Hay cierto brillo en su mirada.

—Creo que sigues siendo una mantis. Uno nunca cambia.

Sonríe de nuevo.

—Puede que tengas razón.

Saco un bolígrafo y escribo en el libro la siguiente frase: “Para Hélène Picard, una verdadera mantis”.

Hablamos algunas otras cosas con Kit y Anaita.

—¿De dónde eres? —le pregunto a Kit al no poder descifrar su acento.

—De todos lados.

—¿Dónde naciste?

—Aquí en los Estados Unidos, California. Pero de chico fui a vivir a la India. He vivido en África, Europa, ahora estoy en París.

—Bueno pero eres norteamericano.

—Sí, si lo soy, pero no soy un norteamericano común.

—¿Por qué haces esa aclaración?

Se queda mirándome.

—Tú sabes.

Sonrío y no insisto más.

—Kit vive conmigo —dice Anaita—. Yo soy francesa, de Argelia.

—Como Albert Camus. Uno de mis escritores preferidos. Hoy en día hay muchos inmigrantes en Francia.

—Así como en toda Europa y aquí.

—Eso enriquece y dinamiza las culturas.

Terminamos de comer, Kata saluda a algunas personas y llega a mi lado.

—Siento mucho lo de tu papá.

—Sí, yo sé, muchas gracias. Fue intempestivo. Todavía me resulta difícil de creer —me mira con tristeza—. Te felicito por el performance, una vez más me ha tocado la forma en que expresas tu angustia. Creo que eres una de las artistas más importantes de Colombia.

—¿Tú crees? —hace gestos de duda.

—Con toda seguridad. Tu obra es reveladora, refleja el dolor que cargas. Tus performances son dramáticos. Te vienen de adentro —vuelvo a presionar mi abdomen con la punta de los dedos—. Es por eso que tienen tanto impacto. ¿Qué me podrías decir de Apology?

Apology es un performance sobre el significado de disculparse y el efecto que tiene en quien ofrece la disculpa y en quien la recibe. Yo tengo un problema con la disculpa porque quien ha cometido el daño ha causado un dolor muy grande y ha causado una gran herida que ha afectado a alguien profundamente, y el efecto de la disculpa no tiene el poder de reparar lo cometido, entonces a la final la disculpa se reduce a un gesto escrito o verbal efímero torpe y sin mayores connotaciones. Por esta razón yo veo el acto de disculparse como un largo y difícil viaje. En el performance yo trato de presentar esa dificultad y lo doloroso del trayecto, al afectar mi cuerpo con unas acciones que repito.

Huston se acerca con Annabelle y Huston Camilo.

—Te felicito por tu hijo. Tiene una mirada muy simpática. Es muy vivaz.

—Gracias, Eduardo.

—¿Camilo, por Camilo? ¿Es en honor a él?

—Sí, en honor a mi hermano.

Hablamos algunas otras cosas y nos tomamos un par de fotos en las que Kata sale con una sonrisa, el pelo suelto y una blusa blanca. La miro en la pantalla. De fondo aparece un tríptico que representa una galería de salas cubistas. Le regaló mi libro de poemas, se lo firmo y Kata vuelve a su puesto.

—Kit, ¿cuál es tu opinión de Apology?

—Viene de la memoria, de recordar algo que aún está inconcluso. Me pareció muy “apropo” que el negro y el blanco estén saliendo de su cabeza ya que ella está intentando ocultar lo desconocido —comenta con soltura—. Pinta con blanco lo que no está resuelto y nunca lo estará, ya que unas disculpas jamás podrán hacer que lo que está mal vuelva a estar bien.

—¿Tú qué opinas? —le pregunto a Hélène.

—Es como dejar una huella de su propia vida en el suelo.

—¿Y qué tiene que ver eso con el perdón? —le pregunta Anaita.

—Pedir perdón es reconocer que has fallado en algún punto y que el otro te reconozca.

Algunas personas empiezan a dejar el lugar. Me levanto y busco a Danika Druttman, la organizadora del evento, de quién recibí por Internet invitación para la comida hace un par de días.

—Danika, ¿te puedo hacer una pregunta? ¿Qué me puedes decir de Apology?

—Me recordó de Butoh, la expresión de arte japonesa —responde con su acento elegante de Inglaterra—. Es bonito ver a toda la gente mirando desde afuera. Las emociones están ligadas a la negación, al contraste con la confrontación de admitir. Hay que aceptar que hay una gran honestidad de su parte.

—Danika, ¿puedo decirte una cosa? —Sus ojos cafés dejan ver su simpatía personal. Es de nariz recta, pómulos grandes. Su boca forma una sonrisa perfecta—. Tienes unos labios lindísimos.

 

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