Nos pusimos felices cuando saliste de la cirugía de corazón abierto. El médico dijo que todo había salido bien y que tenías vida para rato. A la semana siguiente volviste a casa, hacías los ejercicios con el inhalador, tomabas las medicinas, regularizaste la ingestión de alimentos y el color volvió a tu rostro.
Informaste en Los Andes tu mejoría y a las pocas semanas volviste a la universidad. Los primeros días madrugaste, manejaste al centro de la ciudad, subiste las escaleras del bloque asignado y diste tu clase sin problema. Poco después te empezó a atormentar un dolor en el pecho. Te llevé de urgencias a la Marly, un médico confirmó que la piel había cicatrizado bien y el esternón estaba unido. Dedujimos que el dolor era causado por el portafolio pesado que cargabas. Al médico le preocupó la forma acelerada en que respirabas, los intervalos cortos entre la inhalación y la exhalación, el ruido del aire entrando por tus fosas y tu fatiga al caminar de la sala de urgencias hasta el consultorio.
Volvimos a casa, alivianaste el portafolio y al día siguiente fuiste a dar clase sin problemas. Todo pareció volver a la normalidad (ese estado ideal en el que se supera la crisis y la gente se dedica a sus actividades rutinarias). Así me fui a la Argentina, dejando a mi familia fortalecida. Nos hablábamos por teléfono, te conté que Eduardo y yo habíamos empezado la escritura de Kifaya, y que Creaturas del mandala y Poemas a una ciudad, un insecto y una mujer, serían publicados en Córdoba por ediciones El Copista. Oírte siempre era refrescante (tu voz tiene esa capacidad de sedación, de hacernos parecer que todos los problemas del mundo tienen solución).
A mediados de noviembre te llamé a saludar, quería oír de tu boca que todos los exámenes habían salido bien, que mamá estaba menos angustiada y su crisis nerviosa era cosa del pasado. Me hablaste con una vos extraña, un tono desolador que jamás te había escuchado. Me crispé al saber la noticia.
–¿Cómo así? ¿Qué es una fibrosis pulmonar?
–Una enfermedad ideopática (no se sabe su origen) Va invadiendo el pulmón con fibras hasta hacerlo perder su elasticidad.
Quedé compungido.
–Va a tener que irse a vivir al nivel del mar –le conté a Eduardo. –¿No sé qué vamos a hacer? El apartamento en Bogotá es el centro de nuestro universo.
Caminamos hasta El Copista y cerca a la plaza San Martín un anciano de traje y corbata se quedó sin aire. Nos pidió auxilio y lo llevamos hasta un pasaje en donde fue atendido por su familia. Esa noche duré horas conciliando el sueño. Te llamé al día siguiente, pregunté si no había nada que hacer. Respondiste que no… era solo cuestión de tiempo: tres años, máximo. Colgué y miré alrededor. El espacio que habitaba había cambiado, el mundo entero era distinto.
Los domingos hablaba con mamá, decía que estaba peor que nunca, sentía que se iba a morir y eso ya ni le importaba. Afirmaba que se había vuelto invisible para todos, inclusive para ti. Luego pasabas al teléfono y te ponías feliz por mis logros. Tu respiración acelerada delataba el endurecimiento de tus pulmones. Intentaba animarte, a ti y a mamá, les daba consejos y les recordaba que mis triunfos estaban por venir. Colgaba extenuado, como si mi energía hubiera abandonado mi cuerpo y necesitara dormir.
Eduardo y yo terminamos la novela, lanzamos nuestros libros el treinta de noviembre en Deán Funes y el siete de enero en Córdoba. Volví a Colombia feliz, al saber que una revista de renombre nacional había publicado un artículo llamado: «El hombre duplicado», en el que se contaba la historia de dos escritores, uno argentino y uno colombiano que se llamaban igual, eran muy parecidos, y habían escrito una novela a cuatro manos que transcurría en El Cairo.
Me recibieron con una noticia desalentadora: te habías asfixiado caminando hasta Diluca. Llegaste al restaurante en ascuas y de vuelta tomaron un taxi para volver las tres cuadras. En los días previos a navidad me querías a tu lado todo el día, hablabas despacio, sin prisa. Me dijiste que se acercaba tu hora de irte y había que asumirlo con valentía. Me insististe en que armara una maqueta del tren con todo y que tenía mil cosas por escribir, y otras mil por hacer. Accedí a regañadientes y fuimos por unos rieles a un centro comercial. El almacén estaba cerrado. Nos compramos un café mientras esperábamos la hora de apertura. Empezaste a hablar del legado que dejabas, de la importancia de tener hijos que fueran amigos y transmitirles tu cultura y forma de pensar. Yo te corté de forma abrupta. Dije que estaba muy ocupado como para estar esperando a que abrieran el almacén, insistí en que tenía una obra por escribir, que iba en busca del tiempo perdido y el reloj estaba corriendo. Compramos losrieles, manejamos a otra tienda de hobbies, atravesamos la ciudad para comprar un triplex, el pegante, el aserrín y el vinilo para pintar la maqueta. Me mirabas con ojos tiernos y yo sentía un nudo en la garganta. Claro que lo pensé, de hecho lo hice muchas veces: podía ser la última navidad en que vieras el tren andando, la última en la que estuviéramos juntos. ¿Cómo podía habernos pasado algo así? Si yo lo hacía todo por ti, para que tú me vieras y te sintieras orgulloso así como cuando metía goles.
Embadurné al triplex con pegante, deposité el aserrín encima y esperé un par de días para que se secara. Lo pinté de verde hierba y esperé otro par de días para darle una segunda y tercer capa. Luego armé dos circuitos individuales pero interconectados en la maqueta, puse las casas iluminadas del pueblo con la iglesia en la mitad, los árboles, los postes, las señales de tránsito y algunas personitas esperando el tren en la estación. Nos sentamos alrededor y vimos dar vueltas a la Santa Fe que tanto te gustaba, a la locomotora francesa de color azul que tenía una marcha delicada, la alemana, la suiza, la española, la vaporina de quince ejes New York Central, que Daniel nos había traído de Manhattan en uno de sus viajes y se descarrilaba con cierta facilidad.
Mirábamos los trenes con melancolía, el nudo atorado en la garganta, las lágrimas invadiendo los ojos y la verdad flotando en el aire. El día de navidad te asfixiaste caminando del cuarto al estudio. Me lo confesaste cuando te vi tras el escritorio con el tronco encorvado, las manos apoyadas en la silla y ese tinte morado que le da a tu piel la asfixia.
–No se lo vayas a decir a mamá, ella se pone muy nerviosa.
–Pensé que el oxígeno portátil te había mejorado –respondí.
No era cierto… Me dijiste que sentías como la enfermedad avanzaba rápido con todo y que el médico te había dado esos tres años de vida. Esto era diferente, un sino inevitable caía sobre nosotros. Esa noche me disfracé de papá Noel sabiendo nuestro secreto. A Cristina le brillaron los ojos cuando entré tocando las campanas. Lejos estaba de saber que era su tío quien ocultaba su identidad detrás de la barba blanca y el disfraz rojo de cinturón y botas negras. En medio de la fiesta, con los villancicos de fondo, haciendo el círculo en el que bailamos al ritmo de Must be Santa y Rudolf the red nose reindeer, pude ver tus ojos de tristeza. Tú más que nadie sabías que era tu última navidad. Se lo escondimos a mamá hasta que se hizo evidente, nos sentamos alrededor de la cama y lloramos.
Nos fuimos a El Salvador y el nivel del mar pareció mejorarte. Respirabas con mayor soltura, leías, mirabas la puesta del sol y escuchabas el canto de los pájaros. Hablábamos del futuro, los cursos del nuevo año (si es que te sentías en capacidad de hacerlos), lo que sería mi vida en Praga y los viajes que haríamos por el centro de Europa. El regreso a Bogotá fue tortuoso. Duraste en cama un par de días amarrado a tu oxígeno hasta que te aventuraste a ir hasta la cocina. Unos días después tomaste un segundo aire y saliste de la casa. A la vuelta incluso dijiste que ibas a dar los cursos en la universidad. Volvimos a ponernos felices. El escenario de los tres años de vida era escaso e insuficiente, pero eran tres años en los que te podía ir mostrando mis logros.
Todos lo pensamos. Tenerte en frente era un regalo de Dios, una bendición caída del cielo. Que pudieras dar tus clases y vivir una vida normal, así fuera con oxígeno, era más que bienvenido. Pasaron algunas semanas tranquilas hasta que te asfixiaste caminando de del hall del televisor a tu cama. Me llamaste ahogado desde el cuarto y pediste que llamara una ambulancia. Me dictaste tu testamento mientras la esperábamos. Escribí tu voluntad con la muñeca temblorosa. Te acompañé en la ambulancia. Apretabas mi mano y me mirabas tratando de darme ánimo. Tu pulso cardiaco subió a 145 y la oxigenación bajó a 58.
Llamé a mamá a su trabajo y a Carolina a su casa. Daniel estaba en Barcelona. Mamá llegó con la mirada en el piso, haciendo esa cara de pato que ponía cuando estaba triste. Después llegó Carolina. Le expliqué que tu partida podía ser antes de lo previsto… Mucho antes.
Te acompañamos hasta la madrugada tomando turnos en ese estrecho cubículo de urgencias que te habían asignado mientras te daban un cuarto. Al día siguiente, un sábado, el médico nos reconfortó diciendo que tu examen del tac había salido igual al que te habías hecho en noviembre. Eso implicaba que la fibrosis se había detenido. Era una excelente noticia. Durante el día seguíamos con nuestras vidas y por las noches te íbamos a visitar al hospital. Nuestra angustia era evidente pero el resultado del tac nos tranquilizaba, nos llenaba de un cierto optimismo que cada cual vivía a su manera. Mamá seguía trabajando para poder hacer otro de nuestros grandes viajes, yo escribía, escribía como loco para acelerar mí proceso y que tú lo vieras… Carolina te llevaba chocolates y te llenaba de dulces, Daniel te afeitaba, te daba la comida en el tenedor como lo hacías tú con él de chico, y te entraba hamburguesas contrabandeadas al hospital.
En esos días volvimos a hablar de la muerte, del legado que dejabas. Me excusé por haberte cortado el día en que fuimos a comprar los rieles… Lo hice conteniendo las lágrimas. Respondiste que no me preocupara por esas cosas.
Verte salir nos alivió. Dejaste pasar unos días, fuiste a Los Andes y confirmaste tus clases. Sentimos un respiro, la vida volvió a su curso y empecé a organizar el lanzamiento que haríamos con Eduardo en Buenos Aires. Pusiste la fecha de inicio de tus cursos para abril (a fin de que no se te cruzara con el evento), organizamos el viaje con mamá y volví a pensar que alcanzarías a verme triunfar.
Un par de semanas antes del viaje te asfixiaste yendo de la cama al baño. Llamamos a los paramédicos y salimos corriendo en la ambulancia de nuevo. Los neumólogos nos aliviaron al decir que el tac seguía igual al de hacía un mes largo. La fibrosis seguía detenida. Esta vez solo duraste tres días en el hospital, lo que fue un alivio. Te comenté que íbamos a hacer el lanzamiento en la librería Eterna Cadencia (una librería hermosa de Palermo), y volteaste los ojos.
–Vas a ir, ¿no?
–No sé. No quiero dañarles el viaje.
Añadiste que el médico había dicho que era una locura. Me molesté. Me atreví a llamarte miedoso. Volviste a alejar los ojos. Mamá y yo nos miramos, salí de tu cuarto furioso y me encerré en el mío. Por la noche le dije a mamá:
–No sé desde cuando se volvió un cobarde.
–Yo tampoco sé lo que pasa. Los médicos dicen que está bien.
A medida en que se acercó el día del viaje te escondiste en tu propio mundo. Pasabas horas en silencio sentado al borde de la cama, lucías ausente, deslindado de todos, y de mí, con una cara larga en la que se resaltaban tus ojos grandes y negros, llenos de tristeza.
Un par de días antes volví a intentarlo.
–Ya te dije que no voy a ir, sería una locura.
–Bueno, está bien, entiendo tu miedo, incluso tú
sientes miedo.
Esta vez respondiste que te dejara en paz. Le dijiste a mamá que no insistiera, debías quedarte en Colombia preparando tus cursos. El día del vuelo tomaste tu oxígeno portátil y saliste a la calle. Mamá y yo te esperamos para despedirnos. Le dije que te estabas demorando adrede y era una forma de llamar nuestra atención. Volviste hacia las siete (un par de horas antes de que saliera el vuelo). Aún nos tocaba ir al aeropuerto sorteando los trancones de la avenida veintiséis.
–Tenemos que salir. Vamos a perder el avión –le dije a mamá.
–¿Con quién me voy a quedar? –preguntaste con ojos temerosos.
Parecías un niño asustado. Te di un beso. Tu mirada estaba ausente. Le prestaste la llave de tu carro a Daniel para que nos llevara. Te quedaste ahí, solo, desprotegido… Eso no estaba en nuestras mentes, nos importaba llegar al aeropuerto, tomar el avión y viajar a Buenos Aires. Llegamos sobre el límite, despegamos con el sinsabor de tu ausencia y la desconexión latente en cada palpitación.
Te llamamos desde allá. Dijiste que estabas bien y nos deseaste buena suerte. Tu tono tenía ese dejo de melancolía que había empezado a habitarte. El día antes del lanzamiento fuimos a Puerto Madero a comer con Eduardo y su mamá. Era la primera vez que las dos se conocían. Lamentamos tu ausencia, eras el eslabón que nos unía, y no estabas.
Volvimos al hotel. Me quedé hablando con una brasilera que conocí en el ascensor, entré al cuarto y mamá dijo:
–Llamó Carolina. Tuvo que llevar a papá al hospital.
Me acosté con el vacío en mi pecho, esa sensación de intranquilidad que te hace dar vueltas en la cama. Al día siguiente le pregunté a Carolina qué habían dicho los médicos:
–Que el tac sigue igual.
Lanzamos los libros. Eduardo te dedicó la presentación. La librería estaba llena, te hubiera encantado vernos. Mamá adelantó su viaje de vuelta. A la mañana siguiente la llevamos al aeropuerto. Me quedé con un viejo amigo del colegio mientras terminaba unas vueltas necesarias. Debía aprovechar que estaba en Buenos Aires y esperar a que me entregaran mí pasaporte electrónico checo (con el que no necesito visa para entrar a los Estados Unidos), presentar Encuentro con mi otro yo en una editorial y traer copias de los libros. El Copista debía enviármelas desde Córdoba.
Recibí un mensaje de Daniel. Me pedía volver. Decía que te estabas desinflando día a día… Estaba angustiado. El tiempo corría y el pasaporte no parecía salir. Los libros tampoco llegaban. Te llamé y me dijiste que hiciera mis cosas antes de volver. Me tranquilice. Te volví a llamar y me preguntaste por qué me estaba demorando. Me alarme. Me entregaron el pasaporte, llegaron los libros y viaje a Bogotá.
Me recibiste conectado al oxígeno en la cama. Querías saberlo todo. Te conté que a la gente le gustaban mis poemas y que la mujer de un viejo escritor argentino quería apadrinarnos. Acomodaste la almohada en la cama y te ahogaste con el esfuerzo. Pusiste cara de angustia. Me
fui a dormir afligido. Hacia las once escuche el teléfono. Sonaba de forma insistente. Me levanté a contestarlo: Eras tú. Fui a tu cuarto. Estabas sentado en la cama, con la espalda encorvada y los ojos brillantes. Respirabas con dificultad.
–Me asfixie yendo al baño.
Me acosté a tu lado. Estaba agotado, la noche anterior me había acostado a las dos y levantado a las tres para llegar a Ezeiza. Me pediste que llamara la ambulancia.
–Esperemos un poco a ver si te mejoras –sugerí.
–¿Voy a tener que llamar a Carolina para que me lleve al hospital?
La ambulancia llegó a los veinte minutos. Los médicos te revisaron y estuvieron de acuerdo en llevarte de urgencia. No quise despertar a mamá. Dormía en el cuarto de invitados (aún la afectaban los rezagos de su crisis nerviosa). Tomé tu carro y manejé detrás de la ambulancia. Te acompañé hasta las tres y media en el cubículo que te asignaron mientras te daban un cuarto. Todo un deja vú. Me dijiste que me fuera a casa a descansar y volviera al día siguiente. Mamá llegó temprano a mi cuarto preguntando dónde estabas…
El neumólogo nos dijo que el tac estaba igual al de los últimos meses. Nos tranquilizamos. Fui al hospital todas las noches. Hablábamos del pasado y del futuro. Te hacía visita hasta que me echaban y volvía a casa consternado. El viernes y el sábado me quedé todo el día. El domingo vimos la carrera de Montoya en Martinsville hasta que se te bajó la saturación (aún con el vénturi puesto), y la enfermera decidió llevarte a cuidados intensivos. Llamé a Mamá, a Carolina y a Daniel. Llegaron al poco tiempo. El neumólogo nos reunió en un pequeño cuarto de familiares. Dijo que debíamos saber la verdad. Nos llevó a ver el tac y nos mostró tus pulmones invadidos por las fibras. El diagnóstico decía: «Pulmones como panal de abejas». Nos indicó que respirabas con dos espacios negros que señaló en la pantalla: «lo último que quedaba de sus pulmones».
Rompimos en llanto y nos abrazamos. Se revelaba el misterio. Un engaño. Un engaño en medio de la desolación y la falta de respuestas. Tuvimos que decidir si te entubaban o te empezaban a dar morfina. Estuvimos de acuerdo en que te dieran la morfina, ya estábamos cansados de verte sufrir.
Entré a cuidados intensivos con el llanto atragantado. Te vi como en los viejos tiempos. Me saludaste desde la camilla con la mano levantada, así como lo hacías cuando éramos chicos y te íbamos a recoger al aeropuerto. Me preguntaste qué había dicho el doctor. Las palabras se atascaron en mi boca.
Al día siguiente te subieron al cuarto y preguntamos al doctor por tu diagnóstico.
–No se sabe si vivirá un día, dos, o tres…
Como homenaje a Alvaro José Bechara Baruque, mi papá, mi mejor amigo, en el primer aniversario de su muerte.
Abril 10 de 2012
Eduardo Bechara Navratilova
escarabajomayor1@gmail.com
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