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El calor parece no dar tregua. Se apodera del espacio con su energía, se va metiendo entre la piel, sofoca el cuerpo como una cobija térmica que cae encima y te deja sin escapatoria. Termino de enviarle un mensaje a Eduardo Escobar, bebo un vaso de agua, me calzo y meto el computador en el morral. Me despido de Clara V., salgo al corredor del piso diez y desciendo por el viejo ascensor de cierre plegadizo que frena de forma intempestiva en la planta baja. Saludo al portero y salgo del edificio. El sol castiga las calles de Palermo, las llena de esa brillantes que ilumina al verano.

 La gran ciudad, ese Buenos Aires querido de Gardel, late con su ritmo habitual. Los colectivos se detienen y aceleran por la avenida Santa Fe al son de sus bufidos y silbidos particulares, los autos sacuden el aire y los peatones caminan con prisa así sea sábado. Me entretengo con el andar de una joven de piernas oliva, cuyas nalgas sinuosas visten a la perfección unos shorts blancos con bordes rosados. Mantengo la distancia, sin disimular las miradas, hasta la entrada de la estación Ministro Carranza. Bajo por las escaleras que me llevan a la línea D del subte, compro el pasaje por dos pesos y medio, entro al andén y espero algunos minutos. El tren de color amarillo entra a la estación, desacelera y abre sus puertas. Me embarco en un vagón en el que un hombre conecta su guitarra acústica a un parlante portátil. Toca una interpretación de música flamenca con destreza admirable. Sus dedos estimulan las cuerdas con precisión. El vagón entero se pierde en el fluido de consciencia en el que nos sume la pieza dramática.

Con aquella música maravillosa que supongo es una farruca, vamos entrando y saliendo de las estaciones Palermo, Plaza Italia, Escalabrini Ortíz, Bulnes, Agüero, Pueyrredón, Facultad de medicina, Callao y Tribunales. En la 9 de julio el músico deja la guitarra de lado y pasa la gorra. Le doy diez pesos. Me bajo en Catedral, busco la salida y subo al aire libre. Algunos turistas desapercibidos pasean por la calle Florida con sus cámaras fotográficas y esa mirada exploratoria que todos hacemos al llegar a un sitio por primera vez. Luce un poco deshabitada. Siempre he tenido la impresión que el micro centro se vacía los fines de semana y aquel halo melancólico del tango adquiere pleno sentido. Las fachadas clásicas, con los edificios de arquitectura francesa tan llenos de adornos, como si cada uno de ellos fuera en sí mismo una obra de arte, bordean la calle peatonal y las grandes avenidas. Atravieso la Juan Domingo Perón, Sarmiento y la avenida Corrientes en dirección a la Galería Jardín, aún con el sentimiento de novedad que plantea el inicio del proyecto. Lo desconocido siempre será interesante. No saber qué se encontrará, qué pasará, contrastar la idea que se tiene de algo con la realidad y confirmar que son tan distintas, es un ejercicio que ratifica lo circunstancial de la existencia. El reto de conseguir una meta, doblarle el brazo a la situación y salir airoso, con aquella frente en alto, mueve a los hombres hacia adelante. Imagino a los aventureros que descubrieron América, a aquellos tres hombres que pisaron la luna por primera vez y la despojaron de su poesía —de esa aura de inocencia que envuelve a la virgen—, e imagino a esos temerarios del futuro que se embarcarán en un viaje a Marte sin saber a ciencia cierta qué van a encontrar. Claro está, que de volver serán héroes cargados de convicción, leyendas que reivindican la noción de que todo es posible. Y sí, en realidad todo es posible si se hace con método, se planea y se minimiza el riesgo implícito que trae salir al universo y exponerse ante los elementos.

Unos gritos de mujer me llegan desde la intersección con Lavalle. Entre las personas que esperan el cambio de semáforo, un par de tipos (uno de ellos con pantalón y chaqueta café clara, pasado incluso un poco de peso), salen corriendo calle abajo. Los turistas se miran unos a otros con esa sensación desabrida que produce ser testigo de un delito. Termino de llegar a la intersección sin que nadie se aventure a perseguir a los raponeros. Doy un vistazo hacia la dirección en la que salieron corriendo. Un camión parqueado junto a la acera obstaculiza el panorama visual. Un par de mujeres con los rostros colorados (una de ellas debe tener unos ochenta años, la otra cincuenta), aún no salen de su asombro.

  —¿Qué les robaron? —Pregunto en inglés.

—Nuestros relojes.

—Fue muy rápido —dice la mayor entre jadeos.

—¿Están bien?

—Sí, pero esto nunca nos había pasado. Hemos recorrido el mundo entero y es la primera vez que nos roban.

—¿Los relojes eran caros?

—Sí, mucho.

—No hay que salir con joyas por estas calles.

—Sí, ahora lo sabemos —vuelve a decir la mayor con un marcado acento centro europeo.

—Pues lo lamento, yo no soy argentino, pero lo lamento. ¿De dónde son ustedes?

—De la Fort Lauderdale.

—¿Originalmente?

—De Alemania.

—Che, qué vergüenza que pasen estas cosas aquí —dice un hombre que se acerca con su familia y cuenta que es tucumano.

—¿Dónde está la policía? —Le pregunto.

—Nunca están cuando los necesitás. Solo sirven para cobrar su “guita”.

Me despido de las señoras y sigo por Florida. Un par de cuadras más adelante, en la intersección con Viamonte, unos policías entre los que se destaca una oficial rubia con ojos felinos, beben mate y comen medialunas junto a un pequeño auto de vidrios blindados. El vehículo de aspecto aerodinámico parece salido de una película futurista. Me acercó a la bella oficial enfundada en su uniforme —luce un chaleco antibalas que le da un cierto aire de amazona contemporánea—, y le digo:

—Solo para que lo tengan en cuenta, a dos cuadras de aquí les robaron los relojes a un par de “gringas”.

—Bueno, gracias —responde y se voltea a hablar con sus compañeros.

En la Galería Jardín compro una memoria externa en la que voy a ir haciendo copia de las fotos y textos que vaya encontrando, salgo de nuevo a la Florida y busco mi camino hacia Alem. Esa avenida está aún más desolada. Encuentro la parada del colectivo número 152, espero durante unos minutos y le pregunto a una joven de ojos azules si se demora en pasar.

—Los fines de semana lo hace con menos frecuencia. Aunque no debe tardar.

Detallo su escote amparado en la libertad que me dan las gafas de sol, la forma en que sus pechos forman aquellas curvas suaves sobre la blusa. Hablamos algunas otras cosas hasta que vemos al colectivo. La joven le extiende la mano y el bus acelera frente a nosotros.

—¿Qué pasó?

—Esto es Buenos Aires. A veces los colectivos no te paran.

—¿Por qué? Iba vacío.

—Para alcanzar a cruzar el semáforo, qué sé yo. Ahí viene otro, por eso fue.

Señala otro que marca la ruta, frena en el paradero y nos recoge. La joven se sienta en los puestos de atrás y me entretengo viendo las calles. Bordeamos la Casa Rosada por su parte de atrás y seguimos por la avenida Paseo Colon. La amplitud del espacio con las grande aceras y los múltiples carriles da cuenta que Buenos Aires se pensó como una ciudad moderna desde sus inicios. Me bajo en el paradero del parque Lezama (donde hace menos de un año di una vuelta de reconocimiento con Eduardo Bechara Arcuri para terminar de pulir algunas escenas de nuestra novela), y busco la intersección con Brasil. Subo por la pendiente hasta llegar a la esquina con Defensa y ubico el café Británico. Fredy Yezzed me citó aquí a las cuatro de la tarde. Entro a un restaurante italiano que abre sus puertas en esa misma cuadra, pido una milanesa a la parmesana que viene con puré y trabajo en mi computador personal hasta que llega la hora. Pago, cruzo la calle y entro al viejo café con piso ajedrezado y enchapados de madera. Me siento junto a un gran aviso amarillo con bordes rojos y arabescos que publicita al local en su ventana.

Fredy entra a los pocos minutos, nos damos un abrazo y me regala “Sordomuda”, el libro de Jorge Boccanera, dedicado y autografiado por el autor.

—Para que no digas que no se te tienen regalos.

Lo huelo (primera cosa que hago cuando llega un libro a mis manos), leo la dedicatoria y avanzo al primer poema. “Pordiosera”:

 

“No es una musa cantora ni el pájaro chillón,

ni el muñeco parlante ni la dama que dicta.

Es una Sordomuda,

que te muestra la lengua por solo una moneda.

 

La lengua está vacía.

La moneda tiene que ser de oro”.

 

Fredy pide una Coca Cola que el mesero trae de forma automática junto con mi botella de agua. Me muestra otro libro.

—Esta antología le puede interesar a tu proyecto. —Me pasa una copia de “Si Hamlet duda le daremos muerte”, en una linda edición publicada por Libros de la Talita dorada—. Una cosa es el proceso y otra el producto. Este experimento que estás haciendo sirve para ir viendo si el poeta inédito vale la pena. Hay que tener cuidado con eso a la hora de hacer la selección, porque el libro debe ser de calidad.

—Claro, aunque le tengo fe a que haya gente muy talentosa por ahí.

—El problema con los poetas inéditos es que no tienen público. Su público es familiar. Aparte, no están convencidos de su vocación.

—Muy cierto, un amigo mío es así. Aunque yo voy en busca de aquellos que sí lo están.

—Lo hermoso sería que el día de mañana le publiquen su libro.

—Esa es la finalidad del proyecto.

—No me refiero a una antología sino a un libro del poeta ganador.

—Eso sería buenísimo, aunque no sé si haya presupuesto para ello.

—Podrías hablar con Fabio Jurado y proponerle que al ganador le publiquen un libro en la colección “Viernes de poesía” del departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia.

—Dame su correo y le escribo.

—Después te lo paso.

—Quería que Piedad Bonnett fuera el tercer miembro del jurado junto con Eduardo Escobar y Elkin Restrepo, pero está muy ocupada terminando de escribir una obra de teatro y no va a poder.

—Santiago Sylvester podría remplazarla. Yo puedo darte su contacto. Él dirige la colección de poesía Pez Náufrago de Ediciones del Dock. Es un muy buen poeta salteño.

—Sería buenísimo que uno de los jurados fuera argentino. Eso le daría un carácter continental al proyecto.

—En Chile te puedo poner en contacto con la poeta colombiana Carolina Cortés. Ahora te doy su correo. Y cuando pases por Ibagué con Daniel Padilla, él es poeta inédito.

—Todos esos contactos me sirven mucho.

—Qué lindo viaje. Tú lo que estás haciendo es un performance —dice Fredy.

—Es verdad. Como una puesta en escena. Vamos a ver a dónde nos lleva.

Viviana Abnur entra por la puerta, camina hacia la mesa y Fredy me la presenta como una poeta argentina a quien le pidió el favor de guiarme sobre el panorama de la poesía nacional. Se pide un café, empezamos a hablar del proyecto y dice que me contacta con la poeta Anahí Lazzaroni en Ushuaia, con Rafael Urretaviscaya en San Martín de los Andes, y con Martín Araujo, el organizador del festival de poesía de Córdoba.

—Ahora que lo pienso, también te puedo poner en contacto con Valeria Ildiko Nassr —menciona—. Es profesora de la Universidad Nacional. Escribe mini-ficción, pero debe conocer varios poetas.

Fredy toma la cámara y nos hace algunas fotos mientras Viviana y yo discutimos en dónde se traza la línea entre un poeta inédito y uno publicado.

—Por ejemplo, ¿a alguien que haga una edición propia en una editorial independiente lo considerarías un poeta publicado?

—No lo sé —admito—. Ni siquiera sé si alguien que ha publicado poesía en su blog o si publicó un librito hecho con papel reciclado se considere inédito. ¿Tú qué opinas?

—Tampoco tengo el tema tan claro, pero para simplificar y encontrar un criterio que abarque todas las posibilidades de ediciones caseras, diría que si se lo pagó él mismo, el poeta es inédito y ya. Lo que se hace a pulmón queda como inédito. Un poeta editado es aquel a quien otro le valoró el trabajo y le puso plata a la edición.

Fredy vuelve, discutimos el tema un poco más, pagamos, él toma el libro “Al pie de la letra” de Álvaro Ábos, Viviana el mate y yo la libreta en la que iré apuntando los datos interesantes del recorrido. Salimos y nos sacamos un par de fotos con la fachada esquinera enchapada en losas de piedra. El farol, las puertas y ventanas de madera, terminan de darle un aire de otra época.

—Sábato venía de joven a tomar café en El británico. Aquí redactó alguna que otra línea de “Sobre héroes y tumbas”.

En el parque Lezama padres jóvenes pasean a sus hijos en coches. Algunos niños montan bicicleta. El ambiente del lugar es distendido. A esta hora del sábado se vuelve un sitio de recreo. Vamos hasta la estatua de Ceres y Fredy nos lee el primer párrafo de la novela de Sábato.

 —Transcurre aquí mismo —menciona.

Nos lee el poema “A la sombra del parque Lezama” de Raúl González Tuñón, mientras que unas jóvenes de piernas doradas juegan voleibol, unos niños corren detrás de un balón de fútbol, una señora pasea un dálmata que camina junto a ella de forma cancina, una pareja de jóvenes se abrazan sobre una banca y el resto de visitantes disfruta el parque a su manera. Pareciera que Tuñón se alimentó de la cotidianidad de un día como hoy, ya que su poema tiene coincidencias con el paisaje.

 

“La sugestión surera se ahonda en el paisaje

y es abril, una hora imprecisa en la tarde.

Flota en el parque una vaga niebla

y si ahora juntáramos los sueños de los niños

y los adolescentes que por allí pasaron

cubrirían su césped, la pródiga verdura

y el aire pensativo que aquí tiene Barracas.

Aquí empezó Juancito Caminador su viaje,

en el parque del sur anguloso y cordial

que el humo de las fábricas añora desde lejos

y cuyo territorio dos barrios se disputan;

en el lugar que aman apasionadamente

los gorriones, los pibes, las novias, los poetas,

las mariposas y los atorrantes.”

 

—La primera vez que leí “Sobre héroes y tumbas” lo hice aquí en este punto. Había un joven en la otra banca que también lo estaba leyendo. Nos miramos, pero no nos dijimos nada. Lo único que sabíamos es que él tenía una edición de Suramericana y yo una de la Nación. De esas de cinco pesos que regalaban —dice Fredy.

Nos tomamos algunas fotos con la estatua de Ceres. Yace con su cuerpo desnudo de mármol blanco, en actitud de movimiento. Un leve olor amoniacal se respira en el ambiente, como si algunos de los habitantes de la gran ciudad, aquellos ángeles caídos que no pueden encontrar un mejor lugar para hacerlo, vinieran a entregarle su ofrenda a la diosa de la tierra en sus orines.

Caminamos hasta un sector del parque en el que Fredy saca una foto de Sábato sentado en una banca, y ubicamos el punto exacto desde el que debe haber sido tomada. La banca y un árbol torcido ya no están. En lugar de ello se aprecia un sendero asfaltado y otra serie de árboles. Lo que nos permite ubicar el sitio es el filo de la pendiente que corta el parque, junto a un edificio en el fondo que sigue igualito.

Tomamos otras fotos frente a la iglesia ortodoxa rusa de la Santísima Trinidad, con las cúpulas de cebolla color turquesa y sus estrellas pintadas con dorado, pasamos frente al Británico, caminamos media cuadra por la calle Defensa y esperamos a que Fredy entre al altillo que alquila en una casa cuya fachada en piedra está invadida por enredaderas. Del otro lado es posible ver los ladrillos limpios, como si estuvieran a punto de caerse. El aspecto general da cuenta que el inmueble es una ruina.

—Es un lugar rarísimo —confiesa Viviana—. Está medio demolido, es oscuro, gótico. Tiene unas escaleras sin baranda. Hay que hacer equilibrio. No sé cómo no me caí de ellas hasta ahora.

—Como para llegar borracho.

—Tiene algo muy lindo, eso sí. La luna entra por la ventana.

Fredy abre la que da al costado derecho, justo debajo de la cornisa que se está descascarando y nos saluda con la mano. Aprovecho y le tomo una foto. Baja con un librito anudado en hilos de colores que se titula “Hálito”. Bajo una imagen en blanco y negro está el correo de Carolina Cortés, la dirección a su blog y la palabra Colombia.

—Este es un buen ejemplo —le digo a Viviana—. Es evidente que estas hojitas de impecable presentación, mira cómo están de bien impresas, no se puede considerar como una publicación. Es prácticamente una artesanía, está hecho a pulmón, como dices.

Fredy también me entrega una copia del libro “¿Dónde está el perfume del árbol más reciente?”, escrito por Florencio Salazar Adame. Pertenece a la colección “Viernes de poesía”.

—Para que te des una idea de cómo son los libros de la Nacional.

Mientras seguimos por Defensa voy ojeando los poemas de Carolina. Cuido mis pasos al tiempo en que empiezo a leer “Cómo decir qué”.

 

“Tengo un día olvidado

entre los huesos,

que palpita en los nudillos.

Un encuentro que arrastra

los sonetos de la noche,

el cansancio de los zapatos condensado

en lo irreparable de un domingo.

Una moneda argentina,

una firma ebria,

muchas malas fotos

y varias escenas de nuestros rostros

acomodando tristezas

en el monólogo de las arrugas.

Tengo una boca cundida

de aguaceros,

de pequeñeces vacilantes,

de sórdidos caminos,

de historias andantes.

Ventanas sucias

que decoran los paisajes

y paisajes que fulminan esperanzas

arruinando el espejismo de las ventanas.

Tengo manos dormitando

los dolores del cielo,

cúmulos de desgracias

compartiendo madrugadas,

la esperanza de lo profundo,

lo inalcanzable de lo cerca,

lo absurdo de los simple,

el exceso de lo que falta,

lo abrumante de tener,

tengo”.

 

Alcanzo a Fredy y a Viviana.

—Carolina es buena poeta. Por eso digo que le tengo fe a encontrar gente con mucho talento.

A medida en que nos acercamos a la plaza Dorrego la confluencia del público va subiendo. El lugar me recuerda una escena que viví con Tatiana y que en realidad quiero olvidar hasta que la escriba algún día en mis memorias de “Brasil en dos ruedas”.

En la esquina de Humberto Primo y Defensa, un café con ventanales altos, barandas desde las que cuelgan flores y parasoles verdes que juegan con el color café de la fachada, reluce con los rayos de la tarde.

—Uy, mira esa foto tan linda.

Saco mi cámara y la tomo.

—¿Por qué le tomaste una foto a esa fachada? —Pregunta Fredy.

—Es hermosa. Resplandece con luz propia. ¿No me digas que venimos ahí?

—Sí, es el café Dorrego. Tiene más de cien años.

Nos tomamos una foto en la puerta y seguimos. Las paredes son de mármol y están llenas de fotos. La barra de madera y los acabados finos, aunque desgastados, le dan al lugar un ambiente elegante.

—Viviana, cuéntale, por favor.

—No, dale vos… La primera vez que me invitó a salir me trajo acá y me contó esta historia.

—Es el café donde después de muchos años de pelea se reúnen Borges y Sábato. —Fredy nos muestra una foto de los dos en la que están sentados cara a cara en una mesa—. Debió haber sido ahí  —indica un lugar frente a la ventana—, y la debieron haber tomado desde ahí arriba. Se botan el chiste de que los dos no se podía ni ver.

—¿Por qué?

—Porque Borges era ciego y Sábato también estaba perdiendo la vista.

—Jajaja… ¿Tuvo algo de particular el encuentro?

—Eran los dos grandes. Se disputaban el protagonismo y un día decidieron reencontrarse. En un capítulo titulado Informe sobre ciegos de Sobre héroes y tumbas, Sábato pone a Borges de personaje y se burla de él.

—Mirá, tiene el mismo piso ajedrezado, no lo han cambiado —menciona Viviana al detallar la foto.

Nos tomamos una con la cámara dirigida desde arriba para que se vea el piso de cuadros blancos y negros, salimos a la calle, seguimos hasta Independencia, subimos a la altura del 858 y nos detenemos en una casa de entrada blanca custodiada por dos columnas de piedra. Los pisos superiores tienen ventanas con arcos de media punta. Su color verde oscuro contrasta con el ocre de los ladrillos.

—Aquí vivía Juan Carlos Onetti. Él es el Borges de Uruguay. Me hacía daño leerlo porque me ponía a escribir de forma desesperada.

—¿Y eso por qué te hacía daño? —Cuestiono a Fredy.

—Porque es una obra que me invita a escribir. (Su prosa es igual de perfecta que un poema). Y entonces escribía poemas sin saber en cuál proyecto ubicarlos.

Fredy empieza a leer. Onetti tenía treinta y nueve años cuando vivía ahí. Un día antes de la tormenta de Santa Rosa sintió que su novela “La vida breve” le caía del cielo. “…Y la vi. Y me puse a escribirla desesperadamente”.

—Así es como le llegan a uno las obras… Muchos escritores concuerdan en decir que vinieron desde otra dimensión.

El texto cuenta que Onetti estaba casado con una holandesa a la que le decía “la Peke”, había dejado la agencia Reuters y el trabajo en una revista de publicidad de Walter Thomas, cuyo cierre parecía inminente. El apartamento tenía un solo ambiente con la cocineta incorporada.

—Como tu casa —dice Viviana.

—Y como el aparta-estudio que yo tenía en Filadelfia.

—De noche “la Peke” e Isabel María, “Litti”, la hija de ambos, dormían en la cama mientras Onetti escribía. A las siete de la mañana “la Peke” se encerraba con “Litti” en el baño para que el escritor descansara mientras ella tecleaba hasta las tres de la tarde, las traducciones que ayudaban a pagar las cuentas.

Miro la fachada y pienso en los sacrificios que han tenido que hacer los grandes escritores para llegar a escribir sus libros y ser reconocidos.

—Es importante la obra de este escritor. Él, al igual que “Gabo”, quien inventó a Macondo, creó una ciudad nueva, Santa María.

—Eduardo Bechara Baracat también está concibiendo una ciudad propia en una novela. La suya se llama Villa Providencia.

Seguimos el paseo literario por Piedras, una avenida en la que somos los únicos transeúntes a esa hora de la tarde. Bajamos por Venezuela a la altura del 615 y nos paramos frente a la casa en la que vivió el escritor polaco Witold Gombrowicz, “el conde polaco”, en uno de los cuartos con ventana a la calle.

Fredy lee que el 22 de agosto de 1939, Gombrowicz llegó a Buenos Aires en el trasatlántico Chrobry, junto a Strazewicy, otro escritor polaco. Unos días después, antes de que volvieran a embarcarse, supieron que Hitler había invadido Polonia. El mismo Gombrowicz escribió: “No puedo más. Es el momento más trágico de mi vida”. Caminó de espaldas para no ver partir el barco en el que se fue su amigo. Se ganó la vida dándole clases a los hijos de algunos de los miembros de la colonia polaca y al cabo de un tiempo retomó la escritura en polaco. En ese periodo produjo varias novelas incluyendo “Pornografía”. Fue rechazado en los círculos de la revista Sur. En una fiesta de Bioy Casares en la que estaba Borges, se peleó con ellos al mirar de forma crítica a los escritores locales. Después de los años, Sábato y Carlos Mastronardi lo defendieron. Habitó en varios lugares, pero lo más parecido a un hogar fue esta habitación en la que vivió desde 1945 hasta 1963, con los muebles decrépitos que le regalaron.

Fotografiamos la fachada simple de puertas altas y balcones, a la que le roba su protagonismo la gigantografía de un hombre con peinado a la moda en lo que parece ser una sala de belleza, dejamos atrás el lugar, viramos por Perú y luego de algunas cuadras llegamos a intersección con Moreno, lugar en el que se encuentra El Querandí, el bar que frecuentaba Rubén Darío. Su entrada principal, la que da hacia la equina, luce clausurada. Unos turistas se bajan de un bus e ingresan por una puerta ubicada al costado de la calle Perú. Nos acercamos a la ventana y le damos un vistazo al lugar de mesas ordenadas con los cubiertos respectivos, copas y botellas de agua y vino. Cada una de ellas tiene una lamparita propia y un pequeño florero con una rosa roja.

—Lo que pasa con este lugar es que se volvió un bar tanguero —explica Fredy.

Sube el texto y lee una pequeña biografía del poeta nicaragüense que vestía como hombre de negocios. Llegó en 1893 a Buenos Aires dispuesto a triunfar como cónsul de Colombia, luego de que conociera en Cartagena de Indias al presidente Rafael Núñez, quien lo comisionó para tal fin. Mientras que Fredy lee y va mencionando los aportes que Rubén Darío le hizo a la poesía, como el de incorporar musicalidad, uno de los rasgos que lo hacen ser el fundador del Modernismo con su libro “Azul”, me entra una melancolía repentina. De un momento a otro recuerdo que estuve comiendo en El Querandí con mi papá y mi mamá en diciembre de 2003, antes de embarcarnos en un crucero por el cono sur. Me parece ver a papá brindando con ese destello en los ojos que era tan habitual en él, a mamá sonriendo en uno de esos momentos de placidez que le afloraban en las vacaciones, y verme a mí bebiendo una botella de vino tinto entera, bailando con unas brasileras hermosas que aprendí a amar durante el tiempo en que duraron las canciones, ya ni siquiera me acuerdo —no sé si fue por la borrachera o por el paso del tiempo—, de qué tipo de música. Para esa época, si bien tenía más de treinta, viajaba con mis padres como si fuera un adolescente. Había tomado la decisión de dedicar mi vida a la escritura después de trabajar como abogado, estaba de regreso en la facultad de literatura y carecía de un peso en el bolsillo. Claro, yo tenía ese apoyo familiar que muchos escritores no han tenido y sin el cual, muy seguramente, me atrevo a afirmarlo, no hubiera podido sentarme a escribir. La evocación de esos grandes viajes que hicimos juntos y de esos momentos felices al contraste con la desolación que nos dejó la muerte de papá, me cae como una atmósfera sombría. Llena al lugar de fantasmas.

Fredy lee que el puesto de cónsul le llegó a Rubén Darío hasta que Rafael Núñez murió y comienza un nuevo párrafo:

—“Se ha hecho de noche”. Mirá, se ha hecho de noche —le dice a Viviana y observa al cielo turquesa que cierra la tarde—. “…allí, a pocos metros, brillan las luces de la plaza de Mayo, fantasmal y desierta. Aquí inicié una mañana mi viaje por la ciudad de la alegría y el desconsuelo, y aquí lo termino, con las suelas de mis zapatos muy gastadas, la cabeza febril por tantas imágenes que en ella llevo, y el corazón exaltado por las emociones vividas. Y aquí pronuncio la oración de los viajeros que llegan a destino. “Feliz quien, como Ulises, ha hecho un bello viaje”. Mirá, aquí termina el libro.

—Me llegó un “flashback” del pasado. Sentí una tristeza demasiado fuerte.

Les cuento de qué se trata, entramos un momento al café, un funcionario nos lleva a las bodegas en las que tienen los vinos, nos tomamos una foto, salimos de nuevo a la calle, Fredy y Viviana me acompañan hasta la estación Catedral, nos despedimos con un abrazo y me voy pensando en que papá también llegó a destino, así me cueste trabajo aceptarlo y me quede la frustración de que jamás vio el fruto de mis esfuerzos.

 

    

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