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(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)

 

Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.

 

 

Yo supe ya de grande que mi abuela no era mi abuela. Nos lo contó mamá quien viajó a Sao Paulo, le ayudó a vender su apartamento de 30 años y volvió con ella y con tres maletas más. La abuela ya no sonreía como en los años anteriores cuando iba a hacernos visita en navidad. Cargaba una tristeza encima que la aplastaba, una melancolía silenciosa que yo podía ver en sus ojos y en los largos periodos de silencio en los que permanecía mirando el infinito. Era la segunda mujer de mi abuelo, que él había desposado después de separarse de la mamá de mamá, pocos años antes de que los tres escaparan en 1952 de Checoslovaquia, cruzando una senda oculta en la que tuvieron que saltar sobre cables electrificados, cuidando de no ser vistos por guardias soviéticos que tenían la orden de disparar a matar.

 

– No le doy más de seis meses de vida. Por mucho vivirá un año – le dijo el doctor a papá luego de ver los exámenes que confirmaban su leucemia.

 

– Tenho muita saudade de Sao Paulo – decía bajando la mirada al tiempo en que yo pensaba en lo doloroso que debe ser vivir la juventud en un país, la adultez en otro y esperar la muerte en otro.

 

El mar en el ocaso produce una sensación particular. Te hace sentir vivo, pero te llena de nostalgia. El bus pasa al lado de un pueblo de pescadores en el que un par de equipos con uniformes coloridos están jugando fútbol en una pequeña cancha, rodeada por muchas personas. Lo dejamos de largo y es de nuevo la inmensidad del océano la que sigue acompañando mis pensamientos. Al poco tiempo se hace de noche y ya no puedo verlo.

 

– Mi papá planeó el escape en silencio. Se mudó a vivir a un pueblo fronterizo con Alemania Occidental llamado Ash, en donde contactó a un guardia comunista al que le pagó para que le mostrara la ruta de salida – cuenta mamá.

 

Desciendo del bus, averiguo por pasajes a Laguna, pero me dicen que no hay lugar sino hasta dentro de tres días. Maldigo. Pregunto por un camping y me indican uno cercano a la Terminal llamado Veira rio, al que voy caminando. Una joven pareja lo atiende. Monto mi carpa, me baño y les pregunto por el carnaval.

 

– Tienes que ir a la calle principal – me dice Pablo Cesar. Me indica cómo llegar. Les confío mi computador y voy a un restaurante de barra libre. Bajo por una calle llena de gente mirando vitrinas y ventas callejeras como en un festival. El tumulto aumenta a medida en que me acerco a una calle peatonal en la que hay dispuestos bares a ambos lados, repletos de personas viendo a los demás pasar por el incómodo espacio que no da abasto para tanta gente. Logro pasar por ahí y camino hasta la playa en donde gente totalmente distinta se toma el lugar en una guerra de sonido. Cada dueño de carro y su grupo oyen su propia música al resonar de los parlantes que en algunos casos son bafles que ocupan todo el baúl. Cada quien vive el carnaval a su manera. Algunos toman cerveza, otros saltan y saltan al ritmo de la zamba, otros interiorizan su alegría con tecno, otros se bañan con espuma, otros se esconden detrás de máscaras y antifaces, otros sencillamente hablan o se besan, los más parcos miran como los otros la están pasando bien y la gran excepción se molesta porque les cae espuma encima.

 

Vuelvo a la peatonal en la que están los bares y veo a unos chinos echándole espuma a una pareja. El hombre se molesta.

 

– Es el carnaval, más bien sonríe – dice uno de ellos. El hombre les muestra el dedo medio.

 

El carnaval no tiene edad, ni raza, ni sexo, ni inclinación sexual, ni horario, ni reparos. Todo el mundo está en la calle y el que no, lo vive desde el balcón. Me siento en una de las mesas que por suerte desocupan y en la televisión del local un programa pasa el fastuoso desfile del carnaval de Río, en el que se ve el inmenso zambódromo y las comparsas de cada una de las escuelas de zamba de la ciudad, que luchan entre si por ser la mejor, con sus grandes carros temáticos como el del Taj Mahal, el Empire State Building, la catedral de Notre Dame, un tulipán, un camaleón, una guitarra y un león gigante que mueve sus fauces. En cada uno de estos carros alegóricos, bailan garotas semidesnudas sobre soportes metálicos que van sujetos a la estructura. Todo es extravagancia y desmedro.

 

En la calle continúa mi propio desfile. Entre la muchedumbre pasa un señor con su hijo comiendo un helado, dos tipos con pantalón camuflado, pecho al aire y gafas oscuras sintiéndose Rambo, un grupo de amigas hablando, una pareja tomada de la mano, unos muchachos correteando a una muchacha para echarle espuma, un señor vendiendo algodones, unos punks, unas mujeres con cachos rojos sujetos a una balaca, otras con orejas de conejo, y muchas, muchas, muchas otras personas que caminan mirando a los demás. Un hombre limpia una mesa para atender a otros clientes y otro cuenta monedas para ver cuantos tarros de espuma ha vendido: eso es el carnaval. 

 

Termino mi cerveza y camino de nuevo hacia la playa, pensando que es una gran fiesta al aire libre en la que todo el mundo está invitado. En el cielo las estrellas penden sobre el techo de un gran hemisferio en el que todos bailan. La guerra de sonido continúa. Una familia a mi lado mira a la gente bailando zamba cuando unos tipos empujan a otro y la mamá le dice al marido: – Vámonos de aquí.

 

De vuelta en la peatonal un cantante toca música en vivo y la gente baila. Un joven vestido con el uniforme amarillo, azul y blanco de Brasil hace una interminable 21 con un balón, sobre un asiento alto que a su vez está encima de un barril. Unas mujeres sentadas en una mesa delante de él esperan el balonazo en cualquier momento. Otro joven que pasa le pide prestado el barril, se para encima y le señala su corazón a una linda mujer que está en una terraza. La joven se avergüenza al principio, pero luego le muestra el índice dándole a entender que está comprometida. El joven futbolista recupera su puesto y hace dominio hasta que le echan espuma. Se molesta. Vuelve a la 21. La gente canta el coro del cantante de al lado, el joven da la última patada al balón, lo toma con las manos, se baja de su estructura, hace la venia, algunos aplauden, saca una caja y recoge monedas.

 

A la mañana siguiente salgo a la ciudad para verla. El día está sombrío. Algunas personas toman mate en porongos que tienen los escudos de Inter y Gremio. Camino hasta la playa viendo las olas reventar entre el agua de color marrón, pensando en que aún me encuentro en un sitio austral en el que no se siente ese calor del pueblo brasilero que uno se imagina.

 

– Rio grande do sul es un estado aparte. Tiene sus propias costumbres – me dice Pablo Cesar cuando le manifiesto mi sorpresa de haber visto a algunas personas bebiendo mate.

 

– ¿Por qué es marrón el mar aquí? – le pregunto.

 

– Porque está lleno de algas. Gran parte del litoral del Estado es así. La mancha se extiende por el frente de toda la Lagoa dos Patos. En realidad aquí no hay paisajes lindos como en Santa Catarina o más hacia el norte. Todos estos balnearios son usados por los habitantes de Porto Alegre a quienes les queda cerca y huyen del carnaval allá. Óyeme, te conseguí una aventón para que vayas esta noche al balneario de Atlántida en el municipio de Xangri-Lá, que es, guardadas las debidas proporciones, un Mónaco aquí al sur de Brasil, el sitio al que van todos los millonarios. Queda a unos 3 kilómetros. Sería bueno para tus crónicas cubrir el carnaval allá. Ten en cuenta que gran parte del carnaval de Brasil se lleva a cabo de puertas para adentro en los clubes y bares – me dice.

 

La lluvia se larga al poco tiempo y aprovecho para escribir en la pequeña oficina que sirve de recepción para el camping. Un hombre moreno de manos grandes, cara grasosa, nariz chata y barriga llamado Habibi, se emociona al saber que tengo ascendencia libanesa.

 

– Mis papás son sirios. ¡Viva el pueblo musulmán! Todos deberíamos unirnos para destruir a los Estados Unidos – me dice.

 

– Yo soy libanés católico – le respondo.

 

Se hace el que no me escucha. – Yo celebré el 11 de septiembre – menciona. Continúo escribiendo hasta que saca un papel de su billetera, lo abre y me acerca el polvillo a la cara. – Es de allá. De la mejor calidad.

 

– La verdad, me gustaría que mi país fuera reconocido por otras cosas – le digo.

 

A la oficina entra una mulata escapando de la lluvia. Su nombre es Tania y debe tener unos cuarenta años. Tiene el cuerpo grueso, la frente grande, los ojos salidos, la nariz recta y una sonrisa que resalta su actitud amigable. Se instala en un asiento cubriendo sus desnudos brazos con las manos.

 

– Que tiempo tan malo – dice. Habla algunas cosas con Habibi hasta que me pregunta si quiero un café. Acepto. Lo trae. Me pregunta qué ando escribiendo. Le cuento.

 

– ¿Estas triste?

 

– ¿Por qué lo preguntas?

 

– Por tu cara, luce triste.

 

– Vine buscando el carnaval y mira lo que hay. Estoy decepcionado.

 

– Lo lamento. ¿Quién te recomendó venir aquí?

 

– Un brasilero en Montevideo.

 

– Que mal. ¿Vas a ir a Porto Alegre?

 

– Supongo.

 

– Bueno, si vas, yo te puedo llevar a la noche de campeones. Es una exhibición el próximo sábado, en la que vuelven a presentarse las escuelas ganadoras en el zambódromo -. Anoto su celular. Se va, Pablo Cesar vuelve.

 

– La lluvia no sólo arruinó el carnaval sino también los negocios. ¿Sabes cuanta gente está perdiendo plata con esto? El frente frío de nubes que viene del sur se encuentra con uno cálido que viene del norte y producen lluvia. El verano pasado llovió desde el 1 de enero hasta el 15 sin parar –. A la recepción entra una mujer de unos 35 que Paulo Cesar me presenta como la persona que me va a dar el aventón.

 

– A media noche paso por ti – me dice y se va.

 

Apago el computador y me quedo hablando con Paulo Cesar y Marcio, otro brasilero que llega. Me cuentan sobre la historia del Brasil y su independencia pacífica.

 

– Creo que eso es lo que más diferencia al Brasil del resto de países americanos que lucharon por su independencia.

 

Camino debajo de la lluvia hasta un restaurante cercano, pensando en el error que cometí al estar ahí. Como con desgano y me devuelvo al camping. Hablo con Marcio viendo en una vieja televisión la transmisión del carnaval de Río y su fastuoso despliegue, pensando en que, de haberlo querido, yo podría estar ahí.

 

– Eso es una fábrica de muñecas. El próximo año yo me voy para allá – me dice.

 

Espero hasta las doce a que llegue mi aventón. En la pantalla continúan desfilando escuelas al ritmo de una zamba que podría ser maravillosa. A la 1:00 a.m. me despido de Marcio y me acuesto en el piso de la húmeda carpa, pensando que la vida se compone de frustraciones y felicidades que se disputan el predominio en una balanza.

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

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