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(Obelisto en la Avenida 9 de julio, Buenos Aires. Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)

 

Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.

 

 

 

Me dediqué a escribir en el ejército. Era escolta de la esposa del general de Reclutamiento y su hija, una niña gorda con cara de cerdo a la que le decían Miss Piggy. Tenía tanto tiempo libre que sentía mucha angustia al pensar que lo estaba botando. Debía esperarlas en el carro mientras iban cada una por su lado alrededor de 4 veces por semana a la peluquería, o Miss Piggy visitaba a 3 “novios” diferentes, 2 de los cuales eran soldados que ya habían terminado su servicio. Yo era el reemplazo de uno. Afortunadamente no duré ni un mes y medio ahí antes de que le dieran el traslado al general a la brigada de Santa Marta.

 

Encontré el sosiego en la lectura y escritura. Me leí La ciudad y los perros, Sidharta, El lobo Estepario, Un mundo feliz y me releí la Metamorfosis. Empecé escribiendo poemas y la bola de que yo era poeta se regó tan rápido que un día, ya como dragoneante de instrucción, nuestro comandante, un teniente de nombre Filocaris me dio la orden de hacerle unos poemas para reconquistar a una exnovia. Lo hizo al tercer poema que firmaba con su nombre. Desde ahí me volví su mano derecha. Me contaba intimidades de su vida y acudía a mí por concejos antes que a los propios sargentos. Una vez incluso tomó partido ante uno al que los reclutas le tenían miedo por su personalidad desequilibrada, molesto ante el hecho de que había parado a tomarme una foto con mi camuflado militar, en medio de un riachuelo vía al polígono de la Calera.

 

– Me incumplió una orden, mi Teniente. Este no es el ejército Bom Bom Bum – dijo indignado.

 

– Entonces que orden debe cumplirle ahora.

 

– Tiene que hacerme 5000 frases.

 

– Sargento no le haga perder el tiempo al Dragoneante.

 

– Ojalá y no me cumpla la orden – me susurró luego al oído amenazante.

 

Una noche puso a los reclutas a darle la vuelta a la zona restringida, desnudos y descalzos, cargando los catres con los dos baúles encima.

 

– ¡El que manda manda aunque mande mal! – gritaba.

 

Escribí 500 frases apeñuscadas en una hoja oficio que decía: “No debo incumplir las órdenes de mi sargento” y le saqué 10 fotocopias. Me las botó por la cara. 

 

– Se está buscando que lo dañe Dragoneante malparido – dijo cargando su fusil.

 

Llamé a Papá.

 

– Hazle las 5000 frases que te pidió – me dijo – es mejor no tentar la suerte. Conseguí cuatro soldados que me ayudaron a hacerlas y se las entregué por la mañana. No dijo nada, ni siquiera las miró.

 

Salimos a las 2:15 a.m. No hace frío. Tatiana me aprieta la mano mientras que miro el obelisco iluminado en la Avenida 9 de julio por la ventana. La ciudad pasa de largo mientras medito en lo rápido que se pasó todo. – Nuestro tiempo es muy escaso – le dije algunos días antes en la mitad de la noche. Se volteó y me abrazó, lloramos y nos perdonamos. La miro, ella también lo hace.

 

– No me siento bien – susurra.

 

– Che, cómo nos hacen de falta los colombianos en Boca – comenta el taxista. Por fortuna ya estamos llegando a Ezeiza. Parquea y saco las maletas del baúl. – Tu novia tiene sueño – dice. Veo a Tatiana sentada sobre un borde al lado de una columna. Le pago al taxista y camino hasta ella. Me mira con ojos vidriosos.

 

– Siempre me pasa esto – dice. No capto hasta que veo un vómito de color vinotinto, no muy grande, detrás de la columna. No huele. La acompaño al baño. Una matrona me mira con cara de violador. – Está enferma, la estoy acompañando – le digo. Me mira con ojos de príncipe. Vamos al counter, nos atiende Noelia, una joven que hace un mes nos ayudó a cambiar el pasaje de fecha. Es morena y su cara es agradable. Esperamos por 20 minutos hasta que hace unos cambios en el computador. Son las 3:50 a.m. Le pregunto de qué horas hasta qué horas trabaja.

 

– De 3 a 10 responde.

 

Finalmente emite el pasabordo. Subimos a beber un café, Tomo la mano de Tatiana. Me la quita.

 

– ¿Qué te pasa?

 

– No te hagas el guevón.

 

– ¿Cómo así?

 

– ¿Para qué le pediste la hora de salida a la vieja?

 

– Tatiana, estás muy borracha.

 

Pruebo el café. Siento el cuerpo pesado, tengo calor y el trasnocho adormece mis ojos. Vuelvo a tomar su mano. Me deja.

 

– No tenías que ser tan obvio.

 

– Tatiana, no seas tan boba -. Miro hacia otro lado. A algunos metros de nosotros está la entrada a inmigración.

 

– No te das cuenta de lo que está pasando – dice. Nos abrazamos, mis ojos se me aguan, ella llora. – Esto es horrible – murmura. La palabra queda retumbando en mi cabeza.

 

– Te adoro – le digo.

 

– Yo a ti -. Nos volvemos a abrazar, lloramos. Son las 5:50 a.m. Le dijeron que entrara por tarde a las 5 y 45. La acompaño a la puerta. Antes paga un impuesto adicional. Nos abrazamos. Un nudo se forma en mi garganta. El llanto se desata en ambos. Veo mis lágrimas caer sobre su hombro. Permanecemos un rato así llorando.

 

– Te amo – me dice.

 

– Yo a ti.

 

– No lo hagas, no así.

 

El policía en la entrada nos mira conmovido. Tatiana se voltea, toma su bolso de mano, muestra el pasaporte y camina por la puerta sin voltearse. Siento un golpe desgarrador que me parte por dentro. Permanezco un momento ahí. Me incorporo. Monto la mochila en mis hombros y camino hacia la salida del aeropuerto. Mi llanto sigue desatado. La gente se asombra y luego voltea la mirada. Salgo por la calle. Está amaneciendo. Cambio un billete por monedas ante la curiosidad de una señora y camino hacia la parada del bus No. 86, la misma hacia la que caminamos juntos al inicio del viaje hace un mes. Me siento muy extraño. Un par de argentinas me miran con desprecio. El bus llega, me monto, pago con las monedas en una máquina y arranca. Miro la calle sintiendo una cuchilla que me parte por dentro. Un desasosiego extremo. No sé cómo podré resistir sin ella el tortuoso recorrido del bus parando por todos los barrios hasta llegar al centro. Pienso en Cheever y recuerdo un cuento llamado Autobiografía de un agente viajero. Me siento como uno de sus personajes. Se me ocurre escribir uno que podría llamarse Ruta 86 que plantea una dimensión desconocida en donde todo comienza y termina en un mismo punto. El viaje con Tatiana luce ahora inexistente, como un sueño. Tendría que ser una narración corta de cómo un escritor justifica su salida de Colombia. Recuesto la cabeza contra la ventana y siento los párpados pesados.

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

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