Nadie se imaginó que 2020 sería tan atípico, tan impredecible, tan intenso. Menos mal el año empezó con Parásito y esa premisa de «no planear nada porque la vida jamás respeta esos planes», la cual nos avizoraba que de tanto andar escribiendo nuestra propia vida, eliminando el riesgo y la sorpresa, se nos estaba olvidando que el conflicto llega a pesar de nuestras propias maneras de evitarlo, incluso nos atropella a pesar de nosotros mismos.

Al igual que muchos, yo también ya perdí la cuenta de cuántos días llevo aislado. Al principio los iba marcando en mi calendario, como una suerte de presidiario que calculaba cuándo podría volver a salir. En esa primera fase -que es marzo de este año, pero se siente como hace 6 años- esperaba aprovechar el tiempo que perdía en el transporte público haciendo cursos virtuales, leyendo los libros acumulados e, incluso, reparando aquello que estaba pendiente en casa.

Luego llegó la fase de la resignación, de resistir como quien aguanta la respiración para no contagiarse. Pero la bocanada de aire se agotó pronto, y todo cambió para mí. Ya pasé por la fase de reinvención, de evolución, de desasosiego, de ver el programa de Duque, de dejarlo de ver, de resistir e insistir. Eso es lo que hace la condición de estar en casa: llevarnos casi que obligadamente a mirar hacia adentro para darnos cuenta de cuán cambiantes podemos llegar a ser, y que está bien que así sea.

Cambiantes y desmemoriados, al punto de que olvidamos lo que hemos hecho recientemente. Como el encierro es tan normalizante, muchos de nosotros vemos los días iguales, calcados y clonados. Antes al menos los diferenciábamos entre los de trabajo y los de fin de semana, pero con la ola avasallante de cosas que hay por hacer, queda claro que nuestra definición de productividad sigue siendo marcada por el pasado.

Tal vez por eso fue que hoy, me sorprendió tanto un recuerdo de Facebook de hace un año.

«De Beatriz Pinzón aprendi, que cuando te quedes sin contrato, lo mejor es que en el acto, debas terminar aquí»

Hoy hace un año estaba en Cartagena. Fue mi temporada Beatriz Pinzón Solano, donde me había quedado sin trabajo, me sentía estancado en la vida y en medio de esa deambuladera mental acepté la invitación -que en realidad fue una tabla de salvación- de los amigos de JUCUM para compartir un taller de escritura creativa, lejos de mi cotidianidad y en lo posible, lejos de mí mismo.

Lo curioso es que estando allá, compartiendo con una maravillosa comunidad de artistas y misioneros, me enfoqué tanto en otros que mis propias cuitas se fueron resolviendo solas. Al igual que Betty, tuve un momento frente al mar, donde perdoné a todos los Dones Armandos que me habían valpuleado y excluído. Incluso me perdoné a mí mismo, cosa que de vez en cuando hace falta. Al final de esa misma semana, estando frente al mar, recibí las mejores propuestas de trabajo que he tenido hasta ahora y que han definido mi vida laboral e incluso personal en la actualidad.

Todo esto me demostró que, en la vida, a veces conviene más soltar que retener. Que entre más nos aferramos a tener el control, menos logramos disfrutar. La gran pregunta es: ¿dónde estaremos de hoy en un año? Creo que en el camino de dejarnos llevar por el fluir divino, estaremos mejor. Quisiera hablarle a mi yo del año entrante para hacerle ver lo mismo, que al final, todo esto pasará y estaremos bien siempre y cuando nos aferremos a una nueva esperanza. Espero que así como sucedió conmigo hace un año, en 2021 la vida nos tenga en otro punto de avance.

 

LUIS CARLOS ÁVILA R

@benditoavila