La vida es dura. Levantarse. Ir a un lugar de mierda lleno de gente. Rendir cuentas. Tener obligaciones y deberes. Tener que estar sentado unas horas en un maldito puesto con temor de que si pasas mucho tiempo fuera de él llegue un cabrón o cabrona a regañarte y hasta despedirte.
Hace dos años, ebrio, le pedí a gritos en la fiesta de la empresa al último que me empleó con contrato indefinido que me echara. No fue uno de mis mejores momentos pero no me arrepiento. Hacer rico a otro hijo de puta y rendirle honor y pleitesía no era lo mío.
Aunque después tuve un trabajo por prestación de servicio, desde mi casa, al año y medio volví a renunciar. Caí en la cuenta de que no podía creer que mi vida, mi estabilidad, dependía de unos pendejos a los que debía llamar «jefes».

Siempre supe, desde el primer día que comencé mi práctica en el portal de entretenimiento vive.in, que tarde o temprano terminaría acostado en mi cama y que me valería verga todo. Quizás no vivo tan bien como quisiera, ni soy todo lo exitoso que pudiera ser si hubiera seguido en una oficina, pero vivo tranquilo, relajado y eso es lo más importante. Obvio ya tengo claro que no tendré hijos ni una relación estable, ni llegaré a casarme. Tampoco tengo muchas metas y sueños. Pero eso me importa poco. Mucho menos quiero crear mi propia empresa y emprender, me da pereza. No quiero hacer parte de esa gente que lucha. Algunos me dicen que me rendí muy rápido, les respondo que sí, pero que qué le vamos a hacer. Tocó sacrificar ciertas cosas para no tener que volarme la cabeza.

Hace un año conocí al «maestro» @odiomistweets. Otro cabrón con la misma condición de insatisfacción hacia el sistema que yo. Comenzamos a hacer negocios juntos, trabajando con marcas desde nuestro perfiles en redes sociales —más que todo Twitter—, o generando las estrategias con influenciadores, y entonces vi un poco la luz. En una hora nos podíamos hacer lo que yo me podía ganar normalmente trabajando quince días. Incluso algunas veces en ese mismo tiempo cada uno se podía hacer mi cochino salario mensual de periodista Clase C de El Tiempo. Esto no era todos los días o meses. Así que durante todo el 2015 hubo momentos donde nos iba muy bien y derrochábamos como si fuéramos Pablo Escobar y otros donde nos tocaba almorzar atún con pan. Pero seguíamos cagados de la risa. Total teníamos como premio de consolación que podíamos levantarnos tarde y pasar todo el día echados viendo series o leyendo.

Con uno de los primeros negocios que hicimos fui y me compré un televisor de 50 pulgadas, una buena cantidad de ropa y un Wii U. Así de aburrido estaba en mi vida que tuve que volver a Nintendo. Me hacía falta Mario Kart. «El maestro» se compró un montón de libros, drogas, mucho trago, un iPad y un tiquete a otro país para visitar a su novia. Recuerdo que ese día íbamos caminando por la calle y se nos acercó un indigente a pedirnos plata. «Odio» sacó 50.000 pesos y se los dio. El hecho me sorprendió un poco y le dije que dejara de botar la plata. Que hacer trending tópics no era algo de todos los días y que ahorrara porque quién sabe cuándo nos iban a volver a llamar. Pero él me respondió que dejara la bobada. Que la plata era para regalarla, gastarla y que si uno ayudaba a ese tipo de gente el universo te la iba a multiplicar. Me quedé pensando por un momento. Saqué un billete de 20.000 pesos, me devolví donde el indigente y le dije que se fumara todo ese bazuco por los dos. El indigente me chocó las cinco y se cagó de la risa.

Desde ese momento entendí que habían pequeñas acciones, que para muchos egocéntricos podían ser insignificantes, pero que para ciertas personas eran valiosas y que quizás el cabrón que juega con nosotros en el universo podía llegar a valorar y hasta premiar. Así que comencé a darle propina a los de los domicilios. Compartirle una rodaja de pizza y un vaso de Coca Cola al portero del edifico donde vivo por temporadas en Bogotá, y al vigilante de la cuadra donde vivo en Cali. Empecé a darle sus billetes a los viejitos que venden dulces, a las putas que veía por ahí en la calle y a las empleadas de mi mamá. A los drogadictos y «locos», y a esos peladitos que mandan a trabajar en los semáforos. A prestarle mi clave de NetFlix a los tipos con los que trabajo que no tienen tarjeta de crédito y hasta a pagarles a algunos el Spotify. Llevé a comer a la empleada de mi casa a McDonald’s –le encanta pero nunca va porque le parece caro–. A mandar en Uber a esos conocidos que les toca montarse en el cochino MÍO/Transmilenio porque no les alcanza para más. Y empecé a alcahuetearle —cuando tengo— la vagabundería a toda esa gente que vive porque le toca. A toda esa gente que se la rebusca.

La vida es dura, pero solo piensa que 10.000 pesos que te gastas en una cerveza en Baum, Blues o cualquier bar de mierda, para otros pueden ser varios días de una habitación; una aplicación que los entretiene un mes, sus tres comidas diarias o la droga necesaria para calmar su angustia. No cuento esto para que digan «qué tipo tan caritativo», no. Cuento esto porque desde ese día, al «maestro» @Odiomisweets y a mí nos empezó a ir mucho mejor.

@dani_matamoros