Tengo en mi nuevo barrio el privilegio de estar rodeado de tierra fertilísima. No tengo intención de nombrar la flora que me rodea, porque no tengo ni pajolera idea y porque tampoco creo que fuera del interés de los lectores. Sólo cito unas curiosas calabazas que andan criándose a más de quince metros de altura, encaramadas a las copas de unos arbolotes y dispuestas a descabezar a cualquier incauto que se atreva a disfrutar de una siesta en hamaca.

También tengo la fortuna de gozar de tremenda chimenea a la que alimento con madera de otros árboles que se han ido aprovechando dentro del terreno familiar. En un paseo, de esos con carretilla para hacer acopio de troncos, observé unas enormes vainas entre verdosas y negruzcas que, por inculto y cabestro, ignoré y atropellé, eso sí, sin premeditación ni alevosía.

Lo que son las cosas que, pasados unos días, aparece doña María Luisa en la puerta de casa. Ella es señora de poca palabra pero de gran sabiduría popular y enorme habilidad coquinaria. Sin ir más lejos, de sus fogones ha disfrutado un servidor tanto del mejor ajiaco, como de unas muy ricas mandonguilles catalanas. A lo que iba, que me aparece doña Maria Luisa con aquellas desatendidas vainas. Imaginarán ustedes mi cara de pasmado.

Las vainas en cuestión fueron presentadas con el nombre de baluyes y acompañadas con explicación de una sencilla preparación similar a las de unas papas hervidas. De manera natural, mis pasos se fueron a la biblioteca antes que a la cocina. Reincidente en mi ignorancia, tardé un buen rato en percatarme del plural de mi manojo de baluyes y que debía buscar respuesta en el singular baluy. Y, no conforme todavía con mi hallazgo, descubrí otros populares nombres para el fruto de la vaina: chachafruto, balú, poroto, sachaporoto, basul, pallar. Así como algunos de sus nombres entre las etnias indígenas de Colombia: juatsëmbëse, uswal, chapurutó y farru caci. Y ya, si me pongo más vacilón con ustedes, les suelto aquello de Erythrina edulis, Triana. Y me quedo tan ancho.

Hermoso y ornamental árbol pues, el que tenemos a cuatro zancadas de casa. El saber popular también destaca que es muy usado como poste para cercas vivas y para dar sombra a las zonas de cafetales. La historia y la leyenda cuentan que el chachafruto llegó a Colombia desde el Perú, lo trajeron los indígenas inganos, descendientes de los incas, quienes venían huyendo de la guerra y traían semillas cocinadas como fiambre y semillas vivas que sembraron por el camino hasta que se establecieron en un sitio llamado Porotal, que queda a seis horas a pie del valle del Sibundoy, en el Putumayo.

Respecto a sus usos culinarios, me cuentan que «el chachafruto de los árboles se pierde, no se consume ahora, a la gente le gusta todo lo comprado, la gente lo tiene en sus jardines o en sus tierras pero no sabe cómo se usa«. En la zona del Cauca se preparan tortas, natillas, masato, arepas de güiba, diferentes platos de diario y sobre todo para hacer pan. Aún así, es un alimento que se está perdiendo. Una especie de símbolo de la alimentación del pasado. Me recuerda a las gachas o a las algarrobas de mi andaluz abuelo.

Les diré con regocijo que, sentado a la mesa frente a un plato de chachafrutos hervidos y sazonados generosamente con sal (casi como unas canarias papas arrugás o unas colombianas papas saladas), un servidor se los zampa con pantagruélica fruición. Tienen un peculiar sabor que se cruza entre la patata, el boniato y la castaña, ésta última predominando el conjunto. A mi ignorante paladar sudacatalán le ha parecido de excelso sabor, sobre todo en otra versión: salteados ligeramente con mantequilla.

En otra receta he encontrado a los chachafrutos transformados en salsa con base de crema de leche y acompañando a unas pechugas de pollo con verduras y champiñones. En cualquier caso, me parece más atractiva (y trabajosa) la receta que le transcribo a continuación, extraída del libro Deliciosas frutas tropicales (Liliana Villegas, Villegas Editores, 3ª edición 2001):

Chachafrutos glaseados:

«Se cubre 1 libra de chachafrutos con agua y se cocinan unos 40 minutos o hasta que una aguja insertada en la base de uno de ellos penetre sin dificultad. Se disuelve 1 libra de azúcar granulada con 2 cucharadas de glucosa líquida en agua y se hierve hasta que el almíbar esté a punto de hilo. Se vierte en una refractaria, se deja enfriar, se sumerjen los chachafrutos y se dejan reposar 2 horas.

Se pone al baño maría, cuando hierva se retiran los chachafrutos y se pone al fuego el almíbar hasta que quede un poquito más espeso. Se retira del fuego, se sumergen nuevamente los chachafrutos y se dejan entrapar durante 12 horas. Se repite este procedimiento dos veces más aumentando cada vez el espesor del almíbar. Se sacan y se ponen a escurrir en una malla durante 24 horas en un lugar caliente y seco. Se sirven como bombones.»

El resultado de la recetilla en cuestión es algo así como un marrón glacé. No les robo más tiempo. Un servidor, si para de llover en esta colina bogotana, se dará una vuelta por aquí cerca para recoger otra tanda de baluyes con doña Maria Luisa. Por fortuna, y en caso de no encontrarlos, los he visto a la venta en Surtifruver.