Casi siempre escribo de las buenas experiencias. Casi nunca de las malas. En más de dos años de comer en locales de Bogotá y alrededores, sólo he publicado dos pésimas experiencias. Tres con la de estas líneas.

Creo, sin lugar a dudas, que el auge de la gastronomía en este país, como en cualquier otro del mundo, lleva a muchos cocineros a progresar, a mejorar, a unirse, a evolucionar para beneficio de ellos, para el enriquecimiento de la cultura gastronómica y para el crecimiento del turismo en Colombia.

Pero por otro lado, surgen negocios que tras opulentas fachadas dejan mal parado al consumidor, al cliente, al comensal. Mal parado en cuanto al goce del paladar, en cuanto al servicio o en cuanto a la cartera. O todas las anteriores juntas. Van aquí pinceladas y detalles de esta decepcionante velada.

Jueves noche. Hay cola en uno de mis locales favoritos. Tengo hambre y me niego a dicha espera. En la misma calle hay diferentes opciones más. Ninguna de ellas con cola. Ninguna de ellas me apetece realmente pero me lanzo a la aventura. Las finalistas son dos. Una de ellas recomendada por una cercana y confiable amistad. De la otra, he leído algunas buenas críticas en no recuerdo que revista o blog o periódico o web. Esa noche ganó lo mediático. Craso error.

Buena estrategia de marketing de la recepcionista. Nos da la opción de interior o terraza. Llenar la terraza siempre da una primera impresión de local lleno. Al menos desde la calle. Repito, nos da la opción. Sea terraza. La noche es agradable.

Está divertido -y el restaurante ahorra en costes- aquello del individual de papel. Pero resulta un pelín desconcertante -rozando lo ridículo- que luego el mesero te acomode las servilletas de blanco algodón mediante el elegante uso de tenedor y cuchara, como si del Palacio de Versalles se tratara. Y más en una mesita redonda donde a duras penas uno puede compartir un par de platos.

Si me ponen un individual de papel, los meseros llevan unos tirantes fashion, el local es de decoración despampanantemente vintage y la carta tiene invertida su platica en diseño, un servidor intuye que será atendido con cercanía y con un trato profesional a la par que distendido. Podría poner ejemplos de dicho buen servicio de sala recibido en Bogotá, pero sería feo.

Si me sirven la inmaculada servilleta cual Versalles y si los precios de aquella carta de diseño me hacen calcular que para compartir 3 platos gastaré unos 45.000$ por cabeza -y si ceno a la carta puedo gastar hasta 100.000$ por barba-, casi podría exigir mantel de algodón, copas Riedel y meseros de etiqueta. También podría poner ejemplos de tan excelso servicio de sala recibido en Bogotá. Pero sería más feo todavía.

Está bien. Digamos que soy un impertinente tocapelotas en cuanto a la gastro puesta en escena se refiere. Borro todo lo anterior y me centro en la comida.

Cesta de pan. Cuatro rebanadas de un muy correcto pan tipo hogaza y cuatro grisines caseros crujientes y perfectos para el rico tapenade de olivas negras que acompaña a la cestita. Muy agradecido el detalle que la cesta de pan no se vea reflejada en la cuenta. Muy desafortunada la segunda cesta donde el pan sigue rico y los grisines blandos rozando aquello de “¡uy! se nos acabaron, pon los de ayer”.

Carpaccio de lomo. Con tomate al balsámico, rúgula fresca y Parmiggiano Reggiano. Eso reza la carta. El tomate ni lo vi. Al balsámico menos. En serio, no estaban en el plato. Ni encima ni debajo de la rúgula. La rúgula, dicho sea de paso, rica y sabrosa. Me atreví a preguntar al mesero por las finas láminas de un queso que retozaba junto a la rúgula. Parmesano me dijo convencido. Mientes como un bellaco pensé yo, llevándome otra lámina de ese tal queso a la boca.

Medio honesto hubiera sido afirmar que era Granna Padano, al fin y al cabo esta versión más humilde del gran queso italiano aparece en otro plato de la carta y así se nombra, aunque dudo que con un buen Granna Padano consiguieran aquellas láminas finas, misteriosas y elásticas que estaba embaulando. Medio honesto sería usar el tipo Parmesano de Colanta, riquísimo aunque imposible hacer tan finas láminas. Este gran queso colombiano tipo Parmesano se rompe y deshace de manera muy similar al sublime Parmiggiano Reggiano. Honesto sería llamar a los productos por su nombre.

Y para rematar, la carne excesivamente fría. Tan fría que impide degustar el sabor a carne cruda -digamos que para eso uno pide carpaccio-. Tan fría y tan sosa que afirmo que comimos rúgula con cosas. Eso sí, a 17.600$.

Burrata Caprese. No dice si es de búfala o de vaca. Upsss, en otro plato de la carta afirma que es de búfala. La pedimos. Decepción ante una pieza que apenas debe alcanzar los 100 gr. ¿De búfala? Un servidor se arriesgaría a afirmar que no, que era de vaca, pero desafortunadamente la temperatura demasiado baja de la burrata servida impedía cualquier apuesta segura. En cualquier caso la decepción va ligada al precio del plato. Unos nada desdeñables 25.800$. Por cierto, tenía entendido que caprese implica, además de un queso de búfala y el tomate, la participación de la albahaca. Es este caso o caprese es marketing o el verde basilicum corrió la misma suerte que el tomate y el balsámico del plato anterior.

Adoro el picante. Lo amo y lo tolero en dosis más altas que la media habitual. Júrolo. Pero lo del tartare de camarón rojo fue una locura de picante. Tan picante que me extrañaría mucho que así se sirva habitualmente en el susodicho local. Primero, porque entonces deberían avisar al comensal de tal elevado grado Scoville.  Segundo, porque prefiero quedarme con la opción, por ejemplo, de que fue aliñado dos veces por error. A veces pasa. En cualquier cocina pueden intervenir dos cocineros metiendo mano al mismo plato y doblar el aliño habitual. A veces pasa. Errare humanum est.

Siempre que un servidor pide tartar asume que va a saborear crudeza, sea carne, pescado, marisco, vegetal o anfibio. Con aliños mínimos que realcen y no tapen aquello crudo, esencial, puro y natural. Con lo costoso y rico que es el camarón rojo, es una lástima que su tartar sepa a todo menos a él. Y más lástima todavía que los elegantes , trabajosos y vistosos cilindros de plátano verde estuvieran viejunos.

No tomamos postre. Se nos quitaron las ganas. No tomamos fotos. No mereció la pena.

Al fin del escrito de este artículo, me da por repasar la cuenta. Vaya por delante que soy un analfabeto en cuanto a contabilidad e impuestos se refiere. Veo cargado unos impuestos del 8% cuando en la carta hay una letra pequeña que indica aquello de “nuestros precios incluye IPOCONSUMO» (s.i.c.). No me cuadra entonces que el carpaccio esté a 17.600$ en la carta y a 18.900$ en la cuenta. Tampoco me cuadra que el tartare de camarón esté a 18.400$ en la carta y a 15.900$ en la cuenta. Tampoco me cuadra que la burrata está a 25.800$ en la carta y al mismo precio en la cuenta. Señores, actualicen la carta, o actualicen su web, o actualicen su software. En fin, 90.000$ pesos y decepción absoluta de dos clientes con ganas de comer rico y pasarla ídem.

Aclaro que para un servidor no es caro pagar 10.000$ por cabeza tras comer y beber hasta reventar en el piqueteadero de mi barrio; como tampoco es caro pagar 200.000$ por cabeza tras un menú degustación cerca del Museo Nacional. Lo caro es relativo. Lo caro es una percepción general de una experiencia concreta. En este caso una experiencia en torno a una mesa.

Montar un restorán no es la panacea. No vale con invertir toda la plata en decoración. No vale con disfrazar fashion a los meseros. No vale con ubicarse en la milla de oro. No vale con críticas condescendientes en medios de comunicación tras un almuerzo gratis donde el chef le dedica a dicha mesa el 200% de atención y buen hacer. Esa atención y buen hacer debería ser una religión para con cada cliente que entra al establecimiento. Una buena parte de la inversión debería estar reflejada en cada plato. Honestidad en la materia prima, en la técnica, en la presentación, en los precios, en el trato, en la formación de los empleados, en lo que se dice y en lo que se da… Montar un restorán implica trabajo, trabajo y más trabajo. Cada día. Trabajo bien hecho. El resultado, casi asegurado, debería ser el de satisfacción y felicidad para el cocinero. Satisfacción y felicidad para el comensal.

Estas líneas no deberían ser una crítica concreta a un desafortunado local. Debería resultar una reflexión de qué, cómo y porqué estamos cocinando en Bogotá. Una humilde autocrítica que deberíamos hacernos todos los que cada día encendemos los fogones en Colombia. Porque lo más importante no debería ser la caja diaria. El fin último de nuestros platos debería ser, más allá de los precios y de la creatividad, que nuestros clientes disfruten tanto en nuestra casa que no solo vuelvan, sino que además nos recomienden. La caja diaria estaría asegurada.

También una reflexión al comensal bogotano. ¿Estamos dispuestos a comérnoslo todo?. ¿A cualquier precio?. ¿El precio es indicador de cultura gastronómica o lo es la exigencia de la calidad?. ¿Estamos dispuestos a pagar por esa decoración de diseño y esa ubicación carísima en lugar de pagar por lo que estamos comiendo?. ¿Nos orgullece atesorar cultura gastronómica o solo gozamos plata para gastar como gastroesnobs?

«Una comida sin maneras es una perfidia”  Joseph BERCHOUX (1765-1839)

«Comer y beber son necesidades, pero saber comer y beber es un arte”  François de LA ROCHEFOUCAULT (1613-1688)

«Una operación que se lleva a cabo dos o tres veces por día y cuyo objeto es alimentar la vida, merece desde luego nuestra atención”  Marguerite YOURCENAR (1903-1987)