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Con la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, han surgido especulaciones acerca de una posible tendencia a la derechización extrema en América Latina, como ya ha ocurrido en otros lugares del globo. En Europa el fenómeno ha sido particularmente llamativo. Hace dos años, el mundo se sorprendió cuando una envalentonada extrema derecha británica logró llevar una propuesta de salida de la UE a una consulta popular donde millones de británicos tiraron por la borda, años de construcción regional con beneficios para ambas partes. Desde hace ya un buen tiempo, y en coyunturas recientes, los gobiernos de Hungría y Polonia decidieron desafiar abiertamente a la Unión Europea al poner en riesgo principios constitutivos de dicho bloque como la independencia de poderes y las garantías de ciertos grupos y minorías.  Esto obligó a la aplicación del artículo 7 del Tratado de la Unión Europea por parte de la Comisión Europea, una acción inédita en la defensa de la democracia en el plano regional. Y obviamente, no puede faltar una alusión a la llegada inesperada de Donald Trump a la Casa Blanca, que ha terminado por confirmar una tendencia de populismo de extrema derecha que parece prevalecer en el mundo.

No obstante, Brasil es otra historia y muy a pesar del triunfo del controvertido Bolsorano, no se puede hablar de una tendencia regional. Se debe diferenciar el fenómeno de la extrema derecha en Europa y en Estados Unidos de América Latina. En el llamado viejo continente, el surgimiento de estos gobiernos refleja una situación paradójica. Si bien existe un consenso con el que se fundó la UE, y que se ha robustecido con el paso del tiempo para defender valores liberales y democráticos, al mismo tiempo, varios movimientos sociales y políticos, apoyados en el nacionalismo, han utilizado canales democráticos para proponer una alternativa al bloque europeo.

Extrañamente, así como los principios fundadores de la UE despiertan la solidaridad de varios gobiernos, el nacionalismo también ha sabido encontrar redes de apoyo, y varias de esas plataformas hoy en día encuentran ecos regionales, y no pueden considerarse como fenómenos aislados. Son varios los movimientos de extrema derecha en Europa que ven en Víctor Orban o en el Partido Ley y Justicia de Polonia, expresiones de legítima defensa frente a un supuesto multiculturalismo agresivo que impone valores incompatibles con el liberalismo.  En América Latina, aún estamos lejos de que un movimiento así tenga un eco regional, y menos aún cuando de forma reciente, los atentados contra el Estado de derecho o las interrupciones democráticas han terminado muy mal. Obviamente, existen los extremos y el ejemplo que parece ser más representativo es Venezuela, donde efectivamente el régimen viró hacia una dictadura. Ahora bien, desde la radicalización del proceso venezolano y la perdida de toda formalidad democrática, no se ven movimientos políticos en la región con chances reales de ganar elecciones que persigan un ideal parecido. Los extremos en América Latina son hoy inviables a la luz del marcado fracaso de lo que alguna vez fue el modelo venezolano.

Ya ni siquiera Cuba avanza en esa dirección. Tremendamente paradójico que mientras Nicaragua y en su momento Ecuador hubiesen incluido la reelección indefinida de Presidente (el gobierno ecuatoriano luego reformó tal cláusula abandonando la reelección ilimitada), Cuba prevea una reforma a la Constitución para precisamente limitar los periodos, e incluso revivir la figura del Primer Ministro.

A muy pocos en América Latina les conviene o les parece atractivo el extremismo ideológico, premisa válida tanto a la derecha como a la izquierda. Estos gobiernos conservadores y neoliberales en Argentina, Chile o Colombia, están muy lejos de representar lo que en su momento las dictaduras militares, que abrazaron con entusiasmo la doctrina de seguridad nacional, y acabaron con las garantías y libertades. Esta vez, se trata de una derecha que incluso siente desprecio por la ideología y considera que el mejor gobierno es el tecnócrata. La diferencia con la derecha en Europa radica en que a los gobiernos conservadores actuales latinoamericanos no les conviene el menoscabo de la integración regional, especialmente aquella de vocación comercial.

Por eso el nuevo presidente brasileño se verá absolutamente relegado en su ideal de enterrar todo lo que implique construcción regional. Si Bolsonaro concreta buena parte de la agenda que prometió se aislará regionalmente, pues incluso los gobiernos conservadores deberán tomar partido frente a posturas que en este continente, dejaron de ser legítimas hace mucho tiempo. Así pues, esta elección atípica y que arroja un resultado justificadamente preocupante, debe confirmar que América Latina no es una zona donde puedan prosperar proyectos basados en el extremismo ideológico, pues con creces han demostrado su fracaso.

 

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