Sobre el origen de la tragedia afgana se ha escrito bastante. En una entrada en este blog de hace dos semanas, describí lo que a mi juicio era «la victoria inevitable de los talibanes» (https://blogs.eltiempo.com/geopolitica-poder-y-democracia/2021/07/27/la-inevitable-victoria-de-los-talibanes-en-afganistan/). Consumada la toma de Kabul, capital del alicaído Estado afgano, conviene un análisis de las opciones que le restan a la comunidad internacional, aún perpleja por las imágenes dramáticas de cientos de miles de ciudadanos tratando de abandonar su país, por algunos centros de resistencia como Panjshir que se niegan a reconocer la autoridad religiosa y por las icónicas imágenes de mujeres protestando, símbolo de la esperanza que aún queda para Afganistan y del compromiso ineludible que tiene la humanidad frente a esa sociedad.

El reconocimiento por parte de los gobiernos de China y Rusia al gobierno en cabeza de Hibatullah Akhundzada, quien ocuparía el rol que históricamente tenía Mohammad Mulah (conocido como el Mulah Omar, acusado de refugiar a Osama Ben Laden), ha abierto el debate sobre las posibles alternativas que le restan a los Estados de la región así como a las potencias para procurar cambios en el discurso de los talibanes, conocidos por una lectura literal de los textos sagrados que no deja espacio para los derechos humanos de mujeres, niños y grupos religiosos como los chiitas (15% a 20% del total de la población). Pues bien, ante el justificado debate sobre reconocer o sancionar el nuevo establecimiento todavía en ciernes, vale la pena acudir a algunos ejemplos contemporáneos de regímenes que ha vivido procesos hasta cierto puntos similares y que pueden resultar aleccionadores. Ante  la posibilidad de sancionar al nuevo régimen cuya alternativa parecería ser para muchos la adecuada hasta que se modere el discurso, es importante recordar el impacto que han tenido sanciones contra Estados como Birmania, Corea del Norte, Eritrea, Irán o Libia. En términos generales, se ha radicalizado el discurso político y los más vulnerables han sido quienes pagan sus consecuencias mientras se cierran espacios para las transiciones. En el escenario sancionatorio, Afganistán corre el riesgo de convertirse en una suerte de Corea del Norte en Asia central, aislada, hermética y sin espacios para que la presión internacional procure cambios en los derechos humanos.

Otro escenario consiste en negociar paulatinamente puntos sensibles como los derechos de las mujeres, la participación de otros grupos religiosos y étnicos, pero a sabiendas que es poco probable que los talibanes cedan en la adopción de un Emirato donde religión y asuntos públicos no estén diferenciados.  En el mejor de los casos, el régimen asumiría una retórica al estilo de Irán donde se implante la «sharia» (el Islam como principal fuente de derecho y pilar central del sistema político) pero con grietas desde las cuales los Estados de la región y de Occidente pueden hacer presión para hacer valer derechos humanos. No es ideal, pero sería mal menor. La sociedad iraní ha demostrado talante para forjar cambios que, aunque insuficientes, son representativos. Y, finalmente, las principales potencias regionales y extraregionales disponen de medios para revertir el poder de los talibanes y a partir de las resistencias observadas, imponer un nuevo orden para convertir a Afganistán en una suerte de experimento libanés o iraquí. Es decir, un sistema donde las comunidades dispongan de un peso relativo en el régimen sin que ninguna se imponga sobre otra. Se trata del escenario más ambicioso, complejo y que tiene como gran dificultad que parece replicar la intención de George W. Bush de 2001 de «democratizar el Gran Medio Oriente», una quimera en todo sentido.

No es fácil y las semanas que vienen serán definitivas en la correlación de fuerzas en el seno del Estado afgano como en la zona. La reacomodación del discurso de China y Rusia, y la postura que asuman actores como Irán y Pakistán, además de las potencias Occidentales, deberían concertarse en aras de poder influir en una transición lo más plural posible, habida cuenta de las estrechas márgenes. No se trata de desconocer el peso de la sociedad afgana y arrebatarle desde afuera la capacidad de decidir sobre su destino, sino de reconocer el enorme peso del que dispone hoy la comunidad internacional para evitar que se gobierne Afganistán tal como se hizo a mediados de los noventa, de espaldas a los derechos humanos y con la complicidad de buena parte de los Estados que hoy se inquietan por su destino.

twitter : @mauricio181212