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El 13 de enero de 2011, se produjo la caída del dictador tunecino Zine a-Abidine Ben Ali, en el poder poco más de dos décadas, tras  intensas manifestaciones. Un mes antes, Mohammed Boizizi, vendedor de frutas en la calle, se había prendido fuego como forma de protesta ante la confiscación por parte de la policía de sus medios de trabajo. Su muerte fue la chispa que encendió la denominada Primavera Árabe que marcó la historia reciente tunecina, como el destino de varios Estados de la zona: Egipto, Libia, Siria y Yemen, y en menor medida o de forma diferida Argelia y Sudán. Aunque no se concretaron cambios fundamentales se presentaron movilizaciones significativas en Arabía Saudí, Bahrein, Jordania y Marruecos.

Hoy Túnez confronta esa historia en medio de una dramática coyuntura. El presidente Kaïs Saïed, acapara los poderes y reprime con la excusa de la estabilización, el control sanitario y la recuperación económica. Desde julio de 2021, Saïed disolvió el aparato legislativo, la Asamblea de los Representantes del Pueblo, surgida en 2014 tras la promulgación de la nueva Constitución adoptada tras el triunfo de la Revolución tunecina. De igual forma, cesó al primer ministro Hichem Mechichi, así como a titulares de otras carteras. Detrás de la deriva autoritaria en Túnez está el intento por detener a Ennahda, movimiento del ex primer ministro y partido islámico que se conformó en medio de la Revolución de 2011 y se consolidó como la fuerza política por excelencia tras la caída del Ben Ali. Ennahda promovió la Constitución de 2014 que preservó la libertad de cultos y daba un marco institucional y de valores para la defensa de la democracia. Mientras sus vecinos Libia y Siria se sumían en la guerra una década atrás, Túnez era ejemplo de estabilidad e inclusión postrevolucionaria. Egipto por su parte, experimentó una historia similar a la tunecina, pero con un final anticipadamente trágico: tras el triunfo de los Hermanos Musulmanes, partido islámico, en las elecciones y la promulgación  de una nueva constitución, los militares procedieron a tomar el control y hasta el día de hoy, Egipto es gobernado por Abdel Fatah al Sissi, quien lo hace con mano de hierro y podría estar en el poder hasta 2034.  Túnez completa varios meses de protestas y brutal represión sin que hasta ahora, Saïed haya mostrado compromiso por restablecer el marco constitucional.

Esto ocurre, como suele ser común en estas latitudes, con el apoyo de algunos poderosos de la zona como Arabia Saudi, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos, principales instigadores de una guerra fría entre las dos principales versiones del islam. A esto se suma el silencio cómplice de varias de las potencias occidentales a pesar de las violaciones evidentes a los derechos humanos de las últimas semanas y la eliminación por parte de Saïed de todos los contrapoderes que encarnan el Estado de derecho y la democracia. Solamente Turquía, Qatar y hasta cierto punto Argelia, guardan una postura en la que expresan preocupación por un proceso democrático que se ha denigrado al mismo tiempo que la situación económica.

Argelia, Túnez y Sudán han sido escenarios de violentas represiones contra quienes han defendido las conquistas recientes, con lo cual se evidencia que detrás de todo proceso democrático está el fundado riesgo de una contrarrevolución. Extraña la disparidad de reacciones de la comunidad internacional para tolerar estos autoritarismos, mientras se condenan con vehemencia otros selectivamente designados. Difícilmente la Primavera Árabe prosperará mientras prevalezcan intereses geopolíticos de varias potencias de la zona por encima de reivindicaciones genuinas y legítimas de una ciudadanía hartada de autocracias.

twitter: @mauricio181212

 

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