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Como hace diez años, cuando Estados Unidos intervino en Irak, se vive una época de tensión por un posible ataque contra Siria, justificado en el uso por parte de Damasco de armas químicas, y concretamente de gas sarín. Por la forma como se ha llevado a cabo la crisis, y por algunas posturas de Washington, las similitudes con la operación que terminó en el derrocamiento de Saddam Hussein son innegables. No obstante, es importante llamar la atención sobre las diferencias de un caso a otro, ya que estos diez años han sido aleccionadores para Estados Unidos.

Si se habla de las diferencias, se debe resaltar la poca voluntad del presidente estadounidense actual para intervenir en Siria. A diferencia de lo expresado por George W. Bush en 2003, Barack Obama ha intentado por varios medios de retrasar una operación militar en Próximo Oriente, consciente de las debilidades develadas por los escenarios de Afganistán, Irak y Libia, así en este último Estados Unidos haya delegado la operación en Francia y Reino Unido. En 2003, Obama  se opuso a la guerra de Irak, sabiendo sus costos y ahora decide intervenir por una feroz presión interna que lo califica de débil por el avance del Islam radical en el Norte de África y en Medio Oriente, y por la proliferación nuclear en los casos de Corea del Norte e Irán.

A su vez, esta operación sería diferente de aquella iraquí, porque ni a Estados Unidos ni a las potencias occidentales, les conviene la salida o la caída estrepitosa de Bachar Al Assad. Como bien lo han recordado las autoridades sirias en las últimas horas, Damasco es vital para el equilibrio regional, que ha derivado en una paz frágil entre los Estados de la región, enemigos históricos, o bien por la división del Islam entre el mundo sunní y chií, o por la confrontación con Israel. Por ende, el presidente de Estados Unidos ha descrito bombardeos quirúrgicos, sin que ello implique el desembarco de tropas, como en Irak en 2003. 

Y una tercera diferencia. En ese momento, Israel y Palestina estaban en plena confrontación por la segunda intifada desatada en 2000 y posterior al fracaso de los Acuerdos de Oslo en Camp David II. En la actualidad, la negociación entre israelíes y palestinos es vital para estabilizar la región de Medio Oriente. Su fin puede significar el comienzo de disputas dormidas en la enemistad del mundo árabe (más Irán) y musulmán frente a Tel Aviv.

Tres diferencias fundamentales que pesarán a la hora de una intervención. Ahora bien, también es prudente recordar las similitudes con aquella situación de diez años atrás. La justificación del uso de armas de destrucción masiva e indiscriminada y concretamente de las químicas aparecen como constante. Esta coincidencia es tal vez el argumento más contundente para aquellos que se oponen a una guerra. Washington aún no se recupera de las contradicciones flagrantes en la retórica para justificar la intervención en Irak. La alocución de Colin Powell en 2003 en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, es similar en extremo, a la de John Kerry para convencer a la comunidad internacional sobre la urgencia de atacar a Siria.  

Y otra coincidencia tiene que ver con la forma como de nuevo Estados Unidos ve cómo un antiguo aliado se termina convirtiendo en un enemigo. Por años, Siria le fue útil a Estados Unidos para la contención del Islam radical en la región. Por estos días, pocos recuerdan que el padre del presidente actual, Hafez Al Assad ordenó la masacre de Hama en 1982, en la que murieron 2000 personas en un levantamiento de la Hermandad Musulmana. Pocos pidieron intervenir. Desde ese entonces, Assad ha combatido sin piedad al extremismo religioso con un matiz particular: el apoyo a Hezbollah en El Líbano, que le permite control sobre el vecino y el contrapeso a Israel.

Más allá de diferencias y similitudes, el análisis da para pensar que el ataque, por quirúrgico que sea, tendrá efectos devastadores sobre el equilibrio regional y abrirá un nuevo capítulo de las desgastadas relaciones entre Washington y el mundo árabe – musulmán.  

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