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No es una cuestión sencilla. Más bien se trata de un hecho que no se puede explicar únicamente a partir de la racionalidad pues en cualquier cálculo costo-beneficio, Estados Unidos saldría perjudicado. La polémica decisión atenta directamente contra la posibilidad de que Washington pueda mediar en el conflicto, un intento que rastreaban desde la década de los 70, y que por primera vez desde ese entonces, su propio gobierno boicotea.

Tres razones explican podrían explicar el giro de Donald Trump. En primer lugar, la búsqueda de un rompimiento abrupto con sus antecesores en política exterior. Desde que era candidato y aún sin haber obtenido la nominación republicana, el envalentonado e inédito aspirante criticaba todos los gobiernos desde la década de los noventa, incluidos demócratas y republicanos, por lo que consideraba una desastrosa tendencia al intervencionismo militar en Oriente Medio, muy costosa para Estados Unidos.  A finales de los 70, James Carter consiguió la paz definitiva entre Egipto e Israel, juntando las manos de Menachem Begin y Anwan el-Sadat. En los noventa, Bill Clinton contribuyó en el avance más sustancial en términos de paz entre Israel y Palestina hasta el momento, en los llamados Acuerdos de Oslo que quedaron inconclusos. De ambos gobiernos Trump se aleja, tomando una infranqueable distancia con dos éxitos difícilmente rebatibles en política exterior.  

Además de eso y respecto de Barack Obama,  lo consideró débil habiendo cedido demasiado en cuanto al avance de gobiernos radicales en esa zona. Concretamente, Trump se mostró  en contra del principio de acuerdo que en Ginebra a comienzos de 2015 empezaba a despejar el camino para un acuerdo final nuclear con Teherán. Por eso la primera razón, por la que tomó la decisión de trasladar la misión diplomática de Tel Aviv a Jerusalén, consiste en que era la vía más expedita para desmarcarse de los gobiernos anteriores, sin importar mucho la filiación partidista. Trump confirma que aunque llegó con la nominación republicana, es ante todo un independiente auspiciado por sectores radicales del conservatismo incapaces de asumir públicamente posturas que el actual mandatario asume con cándido orgullo.

En segundo lugar, Trump parte de la creencia equivocada de que afianzar su relación con Israel es la mejor forma de reencauzar la política exterior estadounidense en Medio Oriente.  Según esta lectura, habría fracasado el acercamiento a otros gobiernos como los de Arabia Saudí, Egipto, Irak, Jordania o Marruecos entre otros. Tras el fracaso estrepitoso de Irak, y el costo que ha supuesto para Estados Unidos y  el mundo, se vuelve a la idea de que es más prudente, consolidar los lazos con el país con mayor vocación occidental en la zona (!y no por ende el más democrático como equivocadamente se asume!) en lugar de ir cultivando pequeñas e inestables amistades con Estados que en cualquier momento pueden cambiar de derrotero en términos diplomáticos. El reconocimiento de Jerusalén no solo aleja a Washington de Palestina, sino de naciones del mundo musulmán y árabe que tienen dinámicas relaciones con Estados Unidos.

Finalmente, no debe desconocerse el peso de la irracionalidad en la política de Estados Unidos, bajo el mando de tal presidente. Es posible que en la decisión no haya mediado necesariamente un cálculo racional, sino que ademas de las razones señaladas,  se trate de un acto demagógico que parte del desconocimiento de algunos de los circuitos políticos con los que funciona la región. Es decir, no debe descartarse que en una coyuntura donde se presume maldad en el mundo árabe-musulmán, Trump avance en un camino para supuestamente rescatar el mundo judeocristiano, de una agresión a gran escala del Islam. Esta lectura que viene ganando terreno en otras latitudes,  hará surgir nuevos liderazgos para rescatar el tan hoy necesario diálogo de civilizaciones.

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