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La República Popular China atraviesa una de las pruebas más duras desde que lanzara el esquema «un país, dos sistemas», según el cual su territorio puede albergar dos regímenes (políticos y económicos), eso sí, dejando en manos del Partido Comunista su grado de flexibilización.

Desde que entró en vigor y obteniendo provecho del comercio y las inversiones, China ha sido capaz de proezas inéditas como sacar de la pobreza a 800 millones de personas y convertirse en el Estado que más ha avanzado en términos de infraestructura en el plano mundial. Cuando se critica abiertamente el comunismo y se etiqueta como un fracaso, se debería recordar que el mundo no conoce una conquista social de la envergadura de aquella lograda por el comunismo chino.

Uno de los elementos más visibles del esquema «un país dos sistemas» lo constituye Hong Kong cedido en 1898 a la Gran Bretaña por un período de 99 años.  Para 1997 Londres debía asegurar el retorno de dicho territorio a Beijing, para la cual se firmó en 1984 un tratado por medio del cual se le reconoció como una región administrativa especial con garantías y libertades individuales y un sistema económico muy distinto a la China continental. No obstante, en el último tiempo las demandas de mayor autonomía por parte de un sector considerable de hongkoneses han aumentado.

No se trata de un fenómeno reciente, pues desde 2003, se han presentado reclamos en ese sentido. La última manifestación de mayor trascendencia ocurrió en 2014 cuando miles de jóvenes exigieron una reforma en las normas electorales de Hong Kong para restarle poder al Partido Comunista Chino en la preselección de candidatos a las elecciones (se le conoció como la Revolución de los Paraguas). Aquellas protestas no derivaron en transformaciones del sistema electoral y pusieron en evidencia la enorme resistencia y  cohesión dentro del Partido Comunista para hacer frente a este tipo de retos, fuertemente apoyados en el exterior, pero difícilmente realizables. 

En efecto, el apoyo a estas manifestaciones desde el exterior tiene enormes limitaciones. Basta recordar el gobierno de George W. Bush en una situación relativamente similar a la que actualmente enfrenta Donald Trump. En 2003, China se preparaba para poner en marcha una ley de seguridad nacional para combatir cualquier manifestación de independencia, en especial, por parte de Taiwán pues el gobierno de Chen Shui-bian pretendía un referendo para lograr la secesión.

El propio gobierno de Estados Unidos, uno de los más cercanos a Taipéi, a pesar de tener relaciones diplomáticas con Beijing desde 1979, advirtió a la administración taiwanesa acerca de los riesgos de modificar el estatus quo con una declaración unilateral de independencia. El gesto fue interpretado como un contundente rechazo de EEUU a la independencia de Taiwán. Aunque la situación de Hong Kong y Taiwán sea muy distinta en términos históricos, culturales y en grados de influencia de la China continental, comparten un factor esencial: ningún actor de la comunidad internacional está dispuesto a alterar el equilibrio, pues Beijing es esencial no solo para esta zona, sino para la estabilidad mundial.

De todo modos, las protestas en Hong Kong que iniciaron en 2019 exigiendo la abolición de una ley de extradición a la China continental parecen haber puesto a Beijing en el centro de las críticas, más aun, luego de que la Asamblea Nacional Popular (órgano legislativo chino) aprobara una ley de seguridad nacional que refuerza su control en dicho territorio.  Aquello llevó a Donald Trump a anunciar la modificación del estatuto especial que le confiere a ese territorio y le permite convertirse en el centro financiero más importante del Asia y uno de los ejes de las finanzas mundiales. Con ello se afectaría gravemente la condición económica, tanto la hongkonesa como lo china, pues eliminaría buena parte de los beneficios transaccionales que recibe el sistema comunista chino.

A finales de 2019, el congreso estadounidense -casi que de forma unánime- votó a favor de una ley que revisara el estatus de Hong Kong en caso de que Beijing continuara amenazando su condición especial. Como si fuera poco, a raíz del asesinato de George Floyd, Mike Pompeo apuntó a China y la acusó de capitalizar las protestas en territorio estadounidense, en respuesta a algunos medios chinos que llamaron la atención sobre los anuncios de Trump de enviar el ejército a las protestas, mientras que Beijing no lo había hecho en Hong Kong a pesar de tratarse de manifestaciones de más vieja data.

En medio de las acusaciones probablemente más retóricas que concretas, Trump enfrenta un reto de complejidad pues necesita a China en varios temas de la agenda mundial como la recuperación económica post-pandemia, el avance de las negociaciones con Irán y el desmonte del proyecto nuclear norcoreano, este último prioridad para Beijing, el más afectado con una carrera nuclear en esa zona.

@mauricio181212

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