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Ariel se acerca a su cuarto desde la calle del frente. A su derecha se extienden las rejas y los muros del Centro de Altos Estudios de Música. Unos centímetros bajo el marco de la ventana hay un hombre de pie. Se oyen las clases de violín en los salones. ¿Quién es? Piensa Ariel. Soy el genio de la lámpara. Y te puedo conceder un único deseo.

Ariel está herido y avergonzado. Siente que se ha roto la intimidad del secreto. Creyó que la lámpara era su único testigo y cómplice. Nunca imaginó que alguien lo estaba mirando desde lejos y mucho menos que lo fuera a seguir solo para reírse de su juego infantil. Usted no es nadie, váyase. Bufó Ariel. No puedo porque has quitado el polvo de la lámpara. No me voy hasta que pidas tu deseo. Lo debo cumplir a toda costa. Puedes pedir lo que tú quieras. Deseo que usted se vaya. De acuerdo, dijo el genio. Me voy si ese es tu deseo. Pero antes piensa en el violín que siempre has querido tener.

Ariel sintió las venas brotar bajo las sienes. Su corazón se revolcó por segunda vez. Ningún forastero sabía de su inmenso cariño hacia el violín. Su razón se ve velada por la sangre de su corazón y la inmediatez de su pulso. No tiene un momento para pensar que los genios de las lámparas, aunque milagrosos, guardan para sí un tristísimo secreto. Ellos, como los condenados, estarán sometidos a la soledad eternamente. Nunca envejecen, a pesar de los miles de años que pasan sobre el cobre de sus jaulas. Ellos siempre quieren salir, vivir, ver, pero no ven nada. El genio es un fantasma exhausto y poderoso. Ensimismado en su ridícula lámpara de Aladino promete conceder su voluntad y su poder a quienquiera que lo saque de su encierro. Pero para el genio la libertad no existe. Su voluntad y sus deseos son fogonazos que le queman. Las bocanadas de deseo que posee sobre las palmas de las manos le palpitan con la agudeza de miles de agujas cercenando los ojos y los párpados. Solo un anfitrión de su deseo y su voluntad es capaz de cauterizar –y solo por un rato- el dolor al que el genio está sometido antes de que el dolor regrese y el genio se obligue a regresar a la lámpara. ¿Quién le habla a usted de mí? Eso no importa, dijo el genio. Pide tu deseo. Ariel siente el sudor bajar nervioso desde los hombros. El agua enfría su recorrido por la espalda como la punta helada de un cuchillo sobre la piel elástica.

Está bien, dijo Ariel aún contrariado. Deseo que me dé el talento de tocar el violín, el instrumento lo consigo después. El genio le pide a Ariel que lo espere allí. Da media vuelta y se retira del frente de la puerta, camina en línea recta sobre la acera y dobla sobre la esquina derecha. Luego de diez minutos reaparece el genio por la misma esquina. El sol proyecta su luz sobre la superficie empapada de su chaqueta y su pantalón. Camina hacia Ariel, dejando gruesas huellas mojadas tras cada paso que dan sus zapatos. El mago trae un arco de violín en la mano derecha. Ariel percibe un olor salado. Fue lo único que pude encontrar. Estaba a varios kilómetros debajo del mar. El resto del instrumento no sé dónde está. Tan pronto recibas este arco en tu mano tu deseo se va a cumplir. Valiente gracia, genio. No sé en qué fuente se fue a lavar –aunque Ariel tampoco se explica el olor a mar, cuando por allí no había océanos- y tampoco sé de dónde sacó el arco –teniendo en mente también que en todo el pueblo había noventa y ocho violines y para cada violín un arco- pero mi deseo no se ha cumplido. ¿Cómo saber si tengo talento cuando no tengo un violín y solo un arco? Sus vicios de genio embaucador me son innecesarios. Le voy a pedir el favor de que se vaya. Solo puedo concederte un deseo, Ariel. Si estuviera en mi poder darte un violín completo, lo haría de buen agrado, pero no puedo. Tú deseaste tener talento y mira, ya cerraste los dedos sobre el arco. Tranquilo, tu deseo no cojea. El valor del talento se haya en ti, no en el instrumento.

Con la gracia del concertista, el brazo izquierdo de Ariel se levanta involuntariamente y de igual manera su antebrazo se estira. Su corazón se detiene por tercera vez. Ariel no tiene control sobre sus movimientos. El brazo derecho de Ariel se prepara para sostener un violín invisible mientras su mano derecha se eleva empuñando el arco forrado por agua y sal. Su cuerpo apresa la voluntad y la somete. Frente a los labios delgados y pálidos de Ariel se desliza el filo de las cerdas de crin templadas en dirección a su brazo izquierdo. Hasta ahora todo ocurre con lentitud. La violencia sobre su cuerpo es silenciosa. Es una tormenta submarina, una profundidad huracanada.

Ariel, ahora tus brazos son la voluta, el mango tu puño y el talón tu hombro; el filete y la tabla, tu antebrazo; las efes y el fondo son el cúbito y el radio. Solo hace falta el alma de tu violín, Ariel. Hace falta esa espiga de pícea que se coloca a presión entre la tapa y el fondo del instrumento. Su ubicación define en gran medida la estructura del instrumento y su sonido. A través del alma se transmiten las vibraciones de la tapa al fondo del violín.

Ariel no escucha lo que dice el genio de su lámpara. No le puede oír porque ahora grita, grita como nunca antes ha gritado. Los noventa y ocho violines del Instituto hacen silencio. Los instrumentos, los arcos y las cabezas se asoman por las ventanas. El dolor encorva la espalda de Ariel hacia adelante mientras las cuerdas del arco atraviesan lentamente la carne de su antebrazo izquierdo hasta llegar a los tendones y nervios, las cuerdas de su violín. Su pena se alarga in crescendo con el paso de los hilos sobre los ligamentos y los nervios. La sangre roja acalora los diminuendos, deslizandos, legatos y sonidos largos. Ariel está glissando y su violín, llorando.

Jamás se ha escuchado en este pueblo una melodía más grandiosa. Piensan los músicos del instituto. Es una obra soberbia y pesada de melodías limpias y precisas. Cada nota es una gota de cristal cuidadosamente atildada a los marcos de un pentagrama que ilumina sus sonidos como una lámpara. Pero la fiesta de bemoles que salpican la acera eran sordos al dolor de Ariel. Sus gritos y su rostro, desfigurado por el dolor y el color púrpura de sus venas, son los únicos testigos enmudecidos por el prodigio de su desgracia. Todos los ojos se fijaron, entre la sorpresa y el miedo, sobre las cuerdas del arco que van lijando las asperezas de la carne, descubriendo los nervios y tendones. El genio mira desde la acera. Más hondo. Allí; debajo de tu sangre y tus músculos, entre tus huesos y tu tejido óseo, se encuentra el alma, el alma de tu violín.

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