Subo unas diez gradas. Descanso. Otras cinco gradas. Llego a una terraza y, sobre mi hombro izquierdo, encuentro el gimnasio. Al fondo a la izquierda hay un ring; sobre mi derecha, y más cerca de mí, veo una bicicleta estática, una trotadora y una elíptica, una al lado de la otra. Delante de las máquinas hay un espejo y, a la izquierda del espejo hay un tanque de agua con vasos plásticos. En diagonal al tanque hay una puerta que se abre para entrar a una cocina con un marco de baldosa grueso donde se colocan los platos que salen de la estufa. La cocina está a mi lado derecho. Sobre el lado izquierdo de las máquinas hay un gran ‘tapete’, una alfombra hecha de piezas negras con forma de rompecabezas. Sobre la alfombra hay pesas, elásticos, barras, mancornas y personas entrenando.
Hace un par de semanas comencé a entrenarme en kick boxing. Un largo tiempo de vacaciones me permitieron viajar a Medellín y visitar a mi novio. Pensando en emplear mi tiempo libre busqué trabajo como guía turístico, envié varios correos electrónicos a distintas ONG’s y centros culturales para ofrecerme como voluntario y, junto a mi novio, nos matriculamos en clases de yoga. También me interné en una biblioteca pública para leer cuentos y literatura budista. Caminé el centro, conocí parques y alamedas, recorrí museos y reconocí otros. Asistí al festival internacional de poesía y también salimos de paseo a la región cafetera durante los días festivos con motivo de la independencia de Colombia. Trapeé el apartamento, barrí, lavé platos y medité varias horas. Todo se agotó, como los paseos, las caminatas y los museos; o fracasó, como mi búsqueda de empleo, de voluntariados y mi empleo del tiempo libre; o siguió siendo la cotidianidad inevitable, como lavar pisos, baños y espejos. Solo el gimnasio, la meditación y las clases de yoga lograron liberarme de la monotonía. Solo me ocuparé del gimnasio. Del sudor, de los puños y las patadas contra las llantas y la bolsa de agua. Trotar alrededor de la estación Bicentenario con pesas colgando de los brazos. Hace años no sudaba tanto.
El dolor del trabajo no es el mismo al dolor del daño. Llegar al límite del cuerpo, sudar y gritar con fuerza para levantar una o dos mancornas de metal para liberar el pensamiento, no para llenarlo de pensamientos. Ahí está la diferencia entre el amor y el odio. El cuerpo es un vehículo hondo y profundo del pensamiento. Son miles de retahílas que se descubren en la cabeza, en los brazos. El último día de clases, el día que volvía a Bogotá, el día que me despedí de mi novio, entrené como todos los días. El cuerpo recibe los golpes que le propicia el tiempo como un castigo. Trotar, sudar, esforzar el corazón y recibir un golpe parecen doler. El dolor aparente está en la expectativa del golpe porque el pensamiento asume que va a doler. En medio del estertor constante de los músculos, de la ventilación del cuerpo y el movimiento existe un sentido que limita entre el cuerpo y la mente ¿Cuándo es el pensamiento el que me propicia el dolor y cuándo he llegado, efectivamente, al límite de mi cuerpo? Exprimir el cuerpo contra las cuerdas y contra los guantes genera un tren de pensamientos. Entre más crezca el esfuerzo los pensamientos son más pesimistas, más difíciles de tolerar. Saturarse de ideas es contraproducente: desconcentrarse puede lesionar el cuerpo porque se omite la emergencia de un insipiente sentido que busca constantemente discernir entre la queja y el límite del dolor genuino.
El último día de clases el maestro entrenaba a otros tres entrenadores. Entre las abdominales, él les propiciaba golpes con un palo de escoba sobre el abdomen, colocaba su pie derecho sobre el torso de cada uno para generar una ligerísima sensación de más peso que, a esas alturas, eran toneladas. Luego llamó a cada uno y, para fortalecer sus músculos y preparar sus huesos para las peleas, les dio puños en el abdomen y patadas en los costados, cerca de las costillas. No todo marinero se embarca a navegar los bordes de los límites en su mente y su cuerpo. Ahora menos, si se trata de cuerpos distintos al propio.
Los ejercicios tienen dos sentidos: por un lado, fortalecen el cuerpo, lo endurecen y preparan al tiempo que lo cansan y lo vencen para agilizar reflejos y respuestas cada vez más automáticas. Por otro, El cuerpo agudiza la intuición de cuidado de sí y del otro. Acondicionar el cuerpo físicamente tiene un fin último: el de aprender a escucharlo en medio del ruido, de la respiración, de los golpes y la música del gimnasio. Durante la pelea el pensamiento puede viajar lejos, encontrarse con memorias amargas y tristes, puede proyectarse más allá de la cabeza y propiciar un golpe con violencia. El contacto físico más poderoso no es el peso del golpe ni la defensa que lo recibe sino la posibilidad que cada luchador tiene de hacer daño a otro y decide no hacerlo.
Tantas personas que nunca se preocupan por tanto gimnasio y llegan a viejos con tranquilidad , sosiego y una salud adecuada.Pero cada quien se exclaviza de hábitos innecesarios.
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