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“Nuestra época es una época de conservación porque es una época de completa incredulidad”, escribió Chesterton, el rey de las paradojas, en uno de sus  libros más populares: Ortodoxia. He estado pensando en esto últimamente y puedo decir que lo encuentro cierto, en especial cuando pienso en las personas que profesan la fe cristiana. 

Antes criticaba mucho nuestra inactividad, pero el verdadero problema al que nos enfrentamos hoy es a una incredulidad endémica. Hemos olvidado o desconocemos la imagen del cielo, o tal vez la Nueva Jerusalén ha dejado de ser deseable, y por tanto nuestra pasividad para participar en la resolución de los problemas sociales es evidente.  

Leer y escuchar los comentarios de muchos creyentes de cara a las elecciones del país es algo tanto preocupante como lamentable. Uno se pregunta, ¿quién es ese dios en el que creen?

Debo admitir que me gusta la gente coherente, encuentro más caminos comunes, incluso empáticos, al conversar con un ateo convencido o un humanista sobrio. Por el contrario, me cuesta mucho tolerar la hipocresía o tal vez la perezosa ignorancia de un cristiano que ondea banderas abortistas, socialistas o progresistas. Es difícil de ver. Y no lo digo yo, a los tibios los vomitarán de la boca.  

Uno podría hacerles justicia concluyendo que no conocen los fundamentos  del cristianismo y sin darse cuenta profesan un credo que odian, pero también podría ser que simplemente no están dispuestos a tomar la cruz y seguir a Cristo en dirección contraria a las multitudes. 

¿Qué significa ser cristiano?. La Biblia dice que de esta manera llamaron por primera vez a los seguidores de Jesús en Antioquía, queriendo decir que eran “pequeños Cristos». Personas que vivían de acuerdo a las enseñanzas del Señor que había resucitado. 

Seguidores de Cristo, sus discípulos. Normalmente la gente tiene una idea romántica de Jesús. Les encanta el Dios de los evangelios, tan distinto al Dios presuntamente déspota y castigador del Antiguo Testamento. Ese Jesús que ayudaba a los pobres, perdonaba a las prostitutas y se sentaba con los pecadores. Aunque todo lo anterior es cierto, Jesús no era el pacifista diplomático que nos acepta bajo cualquier circunstancia y que no desea otra cosa que nuestra felicidad, al mejor estilo del hippie de los años 60´s, que no se postra ante un Padre Celestial sino ante la bandera de “la paz y el amor” que él mismo tejió. 

¿Pudo haber hecho algo más radical que afirmar de sí mismo que Él era el hijo de Dios y que el que no estaba con él, estaba en su contra estaba? Incluso advirtió a sus discípulos que quien siguiera su causa debía estar dispuesto a perder la vida. No es que vivamos en tiempos diferentes, el mensaje de Jesús en ese tiempo no eran manifestaciones meramente místicas, el evangelio era una declaración política, las buenas nuevas no eran la invitación al cielo, eran el anuncio de que el Rey aún estaba en su trono y su reino estaba viniendo a la tierra. Él mismo afirmó que establecería su Iglesia en la tierra. La iglesia o ecclesia en latin era el lugar donde los atenienses se reunían para discutir asuntos políticos.

Pero no tenemos que profundizar en esto e irnos tan lejos. Cuando decimos que Jehová es el único Dios, absoluto y soberano, debemos entender que este Dios define nuestra existencia. Piense por un momento, ¿qué pasaría si todos los colombianos cumpliéramos cabalmente el quinto mandamiento: no robarás, o el sexto: no cometerás adulterio?.

Sus leyes y mandamientos no son meras expresiones litúrgicas, ellas describen nuestra realidad. Nos enseñan cómo fue creada nuestra tierra y  qué debemos hacer para prosperar dentro de ella. Cumplir estos mandamientos o no, traerá consigo consecuencias, creamos o no en ellos. ¿Cómo podemos saber que estos principios funcionan? ¿Dónde podemos verlos en acción? Si somos honestos, ha sido precisamente en nuestra civilización occidental, que en su intento de aplicarlos en la vida personal y pública, ha gestado naciones en las que el ser humano ha podido llevar una vida en libertad, si bien es cierto no es generalizada, lo ha hecho posible. 

He ahí la urgencia. No debemos defenderlos por nuestro orgullo religioso o en miras de imponer una dictadura teocrática, sino por compasión de todos aquellos que sufrirán las consecuencias de la desobediencia. 

La Biblia es nuestra brújula, son sus palabras de vida. Así que no queda lugar para puntos medios, opiniones humanas e idealismos progresistas. ¿Eres o no eres? me decía mi mamá cada vez que tenía oportunidad.

Algunos me dirán: -bueno, pero vivimos en un estado laico, no podemos imponer la verdad llevándola a la arena pública. ¿”Estado laico»?, acaso existe tal cosa. No existe decisión que tome el estado que no obedezca a una escala específica de valores, que no son valores cristianos, esa es otra discusión. Pero aun, siguiendo el hilo del mito de la imparcialidad del estado, el laicismo no plantea que las verdades bíblicas no puedan ser defendidas en los estamentos gubernamentales, como nos han hecho creer. Lo que realmente infiere es que hay lugar para todos, y no debemos abandonar nuestro lugar bajo ninguna circunstancia. 

Pero la incredulidad nos ha invadido, hemos olvidado cómo se ve el cielo, y nos confunden los rostros en el tarjetón, aunque no faltan aquellos que están convencidos de su error. No pretendo presentarme con soberbia y mucho menos pretendo ostentar la corona de la verdad; pero saber de qué lado estoy me permite no solo formularme las preguntas correctas sino abrazar las respuestas políticamente incorrectas con una franca reverencia. ¿Tendrás el valor para hacerlo? ¿Le seguirás?.

Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. (Lucas 9:23)

 


Por: Perla Murillo

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