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La historia sobre el proceso que llevó al cristianismo de ser una fe sectaria y perseguida a convertirse en la religión del imperio siempre me ha fascinado. Pero dicha fascinación no es resultado de una competencia en la que el cristianismo venció a Roma, pues esto no fue lo que ocurrió. El cristianismo no conquistó al imperio romano, el cristianismo lo transformó en lo que sería la civilización más próspera que ha brotado sobre la tierra. ¿Cómo lo logró?

Vivimos en una época en la que las gentes gritan por “un cambio”. Es difícil discernir cuál es el cambio al que se aspira, pero lo que sí es palpable es que nuestra civilización se ha fragmentado ante la gran crisis moral que el posmodernismo y el materialismo han orquestado.

Es fácil poner la mirada en los caudillos de turno y pretender que “el cambio” se logrará cuando destruyamos al oponente que la ideología imperante nos señala. Nuestra tradición no está ahí para subyugarnos, es una acumulación de sabiduría a la que debemos acceder y en este caso, podemos aprender de los primeros cristianos, y comprender cómo lograron una reforma con semejantes frutos, que admitamos o no, le dieron forma al éxito occidental.

Es fácil comprender por qué Jesús no era la figura de aquel Mesías que esperaban los israelitas. Sin un discurso agitador, sin un ejército a sus espaldas, sin un proyecto emancipador, Jesús ofrecía la salvación, no de los romanos, sino del pecado que se retorcía en el corazón de la humanidad. De ahí que la revolución de Jesús no era como las que sus contemporáneos conocían, no era el surgimiento de una nueva potencia que arrebatará el cetro de mano de los romanos.

Los primeros cristianos propagaron la buena noticia de que todos aquellos que creyeran que Jesús era el hijo de Dios, quien había vencido a la muerte, resucitaría un día para vivir en el glorioso Reino de un Dios que tenía su habitación en los cielos. La muerte no sería el final, el dolor y el sufrimiento que enfermaba el mundo sería eclipsado por la promesa de un nuevo cielo y una nueva tierra.

Esta visión de un reino que no ofrecía aquella Pax en el aquí y el ahora era inconcebible para los moradores de un imperio que se aferraba a las leyes y a la tradición para conservar un orden que asegurara cierta calidad de vida para sus habitantes. Incluso, gracias a la estabilidad de la Pax Romana, a sus principios legales y su cuidado por la justicia, el cristianismo pudo crecer y reproducirse a lo largo y ancho de sus contornos. ¿No era esta nueva fe una amenaza al dirigir la lealtad de sus miembros a un Dios único y trascendente? No lo fue en absoluto.

En primera instancia, la doctrina de que a los creyentes les era prometida la vida eterna después de la muerte, tenía como consecuencia una atención cuidadosa de la vida terrena. No había una desconexión entre una y la otra. Creer en Jesús no era una confesión meramente ritual, implicaba una conversión, es decir, los cristianos debían comprometerse con una vida piadosa, testimonio que certificaba no sólo su amor por Dios sino también su participación en la salvación divina. A través de sus cartas, el converso Pablo, explicó a los cristianos en Asia menor, Roma y Judea, cómo debían vivir los creyentes, estableciendo así un código moral que excedía la tradición y la ley romana. La hermandad entre amo y esclavo, el valor del trabajo, la caridad hacia los pobres, la generosidad, el amparo a los débiles, el valor trascendente de la vida, el perdón, la igualdad entre los hombres, eran propuestas que sacudían las conciencias.

Es decir, el cristianismo no socavó la ley moral romana, sino que la potencializó e hizo posible su cumplimiento, ya que la obediencia a la virtud no provenía del temor al castigo, sino que era propia de la constitución de un nuevo ser humano. Este nuevo hombre estaba dispuesto a perder todos los bienes materiales, incluyendo la vida, en nombre del Bien Supremo.

El mal fue vencido no por la ley sino por la gracia de Jesús que hizo virtuosos a los arrepentidos, los cuales pertenecían en sus inicios, no a las clase gobernante y a las elites sino a los marginados, los pobres, los extranjeros y  los esclavos.

Por otro lado, los cristianos en Roma hicieron muy poco uso de las predicaciones públicas, si bien era parte de su movimiento, el proselitismo no fue esencial para la conversión del imperio. En la ciudad de Roma habitaban gentes de todas las provincias, miles de extranjeros compartían el mismo techo. Las costumbres romanas enraizadas en el círculo de las familias nucleares no distaban mucho de la organización familiar de los judíos. El patronazgo romano era un sistema a través del cual el Pater, “adoptaba” a un individuo como parte de su familia, dicha persona se comprometía a servir y a vivir bajo la dirección del patrón aunque esto no implicaba la pérdida de su libertad. A través de este contrato, los adeptos a la familia adquirían, no solo los bienes físicos, sino que abrazaban las creencias de su nueva facción. De esta manera y a través de las asociaciones voluntarias, el cristianismo se extendió de forma orgánica, a través de las relaciones familiares y de amigos, en un diálogo inter-cultural inspirado por el amor y la compasión.

En el 165 d. C, durante la peste antonina, los cristianos cuidaron de los enfermos mientras sus líderes y poderosos huían de la muerte.

El mundo acusa al cristianismo de ser una fe autoritaria, pero el cristianismo es la fe que desmintió la creencia de que la humanidad podría alcanzar la armonía a través de la desaparición del otro o de la existencia de un cuerpo legislativo fuerte respaldado por un Estado protector.

Hoy día, en el que nuestro mundo está tan fragmentado y la ley parece estirarse hasta romperse, deberíamos recordar las palabras del que murió en la cruz. Apuntar a nuestro propio pecado para elevar nuestra virtud a través de su Gracia es el único techo bajo el cual podemos encontrarnos con nuestro prójimo para amarle y construir la paz que tanto buscamos.

Por: Perla Murillo
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