
“Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad” Eclesiastés 1:2
Hace muchos años asistí a una conferencia cristiana sobre teología. Estuvimos varios días escuchando conferencias sobre la Biblia, la adoración y la influencia de la modernidad en la iglesia. Axel, el maestro principal, era inteligente, taciturno, conocedor de la Biblia, disciplinado; pero algo en él envenenaba todas estas cualidades: cierta vanidad, cierta petulancia. No recuerdo con claridad lo que enseñó ese día, (todo fue “correcto”, en línea con la ortodoxia cristiana) pero sí recuerdo su actitud, lo que transmitía, ese pequeño rasgo de su carácter. La vanidad es como una nota desafinada en una buena canción.
Hace muchos años, también, a mi iglesia llegó un día un misionero sueco llamado Karluss. Karluss, tal vez, no era tan inteligente como Axel, pero poseía, transmitía, algo inconfundible que aún recuerdo o, mejor dicho, lo que era inconfundible era el resultado de algo de lo que carecía: vanidad, de petulancia. Es imposible para mí no compararlos. Tampoco recuerdo lo que enseñó Karluss ese día. De nuevo, todo correcto, en línea con la ortodoxia cristiana, pero aún recuerdo su actitud, tan carente de vanidad que llegaba casi a la insolencia; un poco atrevida, temeraria. Su actitud no era fingida ni una estrategia para conseguir apoyadores, era real, como lo pude comprobar tiempo después. El que carece de vanidades declara, sin proponérselo, algo temerario, atrevido, insolente y, en cambio, la aparente insolencia del vanidoso nos resulta, al final, ridícula, débil, frágil. Karluss era mucho mayor que Axel, era más maduro, tal vez eso también influyó. Pero no digo que Axel fuera completamente vanidoso, porque estaría mintiendo, digo que había cierta vanidad en él en comparación con Karluss.
La vanidad es una debilidad del carácter, el engaño de creer ser algo que no somos. La vanidad es un deseo necio de enaltecimiento, un secreto deseo de autopromoción acompañado de frustración y amargura cuando no se nos es cumplido. La vanidad es la manifestación universal de nuestra común vileza.
Algunos artistas (y mucho más los que se creen artistas) suelen tener muchas pretensiones: incomprendido salvador de la humanidad, reformador social, instrumento de la divinidad, ser sensible y superior, suelen ser vanidades de artista. El médico, el ingeniero o el empresario también tienen vanidades, pero no de ese calibre; son vanidades y pretensiones más asociadas con el estatus y el dinero, malas, sí, pero más llevaderas, menos insoportables y ridículas que las del artista. Ahora, tal vez las pretensiones del artista sean más ridículas, pero es una pretensión más arriesgada, a veces más noble que la simple pretensión del estatus. ¿Qué gran artista no ha tenido en el fondo la certeza de que es grande? y de ahí sale una pregunta: ¿Pueden ser nuestras vanidades y pretensiones tal vez la manifestación de algo verdadero que haya en nosotros, la desagradable supuración de algún don? Quizá ese sea el “estigma” del artista, ser un poco insoportable para sí mismo y para los demás; es muy raro el gran artista que tenga un carácter digno de imitar. Pero cuando se trata de imitar, solemos tratar de imitar a los que no son vanidosos, aunque tuvieran muchas razones para serlo, a los Karluss, a los más nobles y humildes, aunque respetemos al artista y su trabajo, sus obras.
Todos, de alguna manera, somos pretenciosos y vanidosos, llenos de falsas sofisticaciones y complicaciones. Somos una prosa afectada, un poco ridícula y llena de retórica que pretende ser poética. Pero el tiempo a veces es el mejor editor; uno que va borrando minuciosamente nuestras vanidades y pretensiones. Pero hasta el mejor editor es insuficiente cuando el texto es demasiado malo; hay ancianos vanidosos. ¿De dónde vendrá, entonces, esa nobleza y esa humildad inconfundible en algunas personas? ¿Será producto de su fuerza de voluntad, será algo innato en ellos, será un talento especial, un don de Dios?
Puede ser que una persona petulante despierte simpatía o afecto, más si es alguien cercano (ser o no ser petulante es indiferente cuando tenemos el deber de amar a esa persona), pero no admiración, imitación. Pero la carencia de vanidades, de petulancias, nos parece siempre no tan solo algo bueno sino algo digno de imitar, un objetivo al que apuntamos. Hay algo noble en eso, y esa nobleza que nos inspira se vuelve una luz que nos guía. La nobleza es admirable, bella e imitable. La vanidad es patética, ridícula y triste.
Por: Juan Sebastián Ruiz García
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