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El odio como herramienta política ha sido protagonista de las tribunas públicas. ¿Vamos a dejar que esto siga sucediendo?

Odio y política

En medio de la tristeza que se dejaba ver en la sala de redacción el 2 de octubre de 2016, luego de conocerse los resultados del Plebiscito por la paz que se votó en Colombia, mi celular comenzó a vibrar en medio de una transmisión de Facebook Live.

Al terminar de realizar ese que fue, tal vez, uno de los cubrimientos periodísticos más desesperanzadores de mi vida profesional (vendrán más, seguro), revisé los mensajes. Un número significativo de ellos venía de un grupo de WhatsApp en el cual nos manteníamos en contacto diferentes compañeras del colegio.

La primera imagen que vi ya dejaba claro lo que vendría después. Era un meme con la imagen de Juan Manuel Santos, presidente del país. En su mano derecha Santos tenía un arma que apuntaba directamente a su cabeza. El texto, en letras blancas y en mayúscula decía: “¡ADELANTE PRESIDENTE!”.  Luego comenzaron los comentarios de odio. En contra de todo y hasta de nosotras mismas. Cargada de desilusión hice algo que no acostumbro a hacer: fui a los tres puntos que lo solucionan todo en WhatsApp y me retiré del grupo sin ninguna explicación. El silencio como un mecanismo de resistencia.

Hoy, un año y unos días después, me pregunto si volvería a hacerlo y puedo responder que sí, las veces en que sea necesario. ¿Por qué?, me han preguntado. Porque puedo entender y respetar la diferencia; pero, no el odio y hay muchas razones y necesidades de distinguir estos dos extremos. Una cosa es sostener una conversación respetuosa, la otra, insultar en el nombre de la libertad de expresión. Porque es muy diferente expresar una alegría por una acción política que se considera correcta a compartir imágenes que invitan a la violencia.

También podría responder de una manera más sencilla: porque no seré un soldado del odio como arma política.

Llegan días complejos a nuestra realidad nacional y con ellos campañas con mordazas negras como esta de las que nos advirtió mi colega y amigo Jorge Caraballo . Llegan días para preguntarnos, ¿por qué estamos acostumbrados a ver el odio como parte de las estrategias de los políticos para llenar curules?

Es doloroso reconocerlo, pero en Colombia y sin mayores riesgos podría decir que en Latinoamérica, el sombrío y trágico sentimiento del odio lidera las banderas de nuestra vida pública desde hace mucho tiempo.

Si volvemos nuestros recuerdos atrás con un poco de conciencia nos daremos cuenta que es una táctica conocida y usada históricamente por partidos políticos y por los gobiernos cuando estos primeros llegan al poder: la estrategia consiste en identificar a un sector social, económico o político de un territorio y volverlo culpable de todos los males. Desde la tribuna pública hacemos responsables de lo que no funciona a todos aquellos que, por lo general, piensan diferente que nosotros.

Ahora busquemos realizar un paseo por la trágica historia del odio como  arma del discurso político y veremos como esos “culpables de siempre” se han rotado entre banderas y colores. Han cambiado de nombres  y se les ha rotulado como: “chusma”, “gaitanistas”, “guerrilleros”, “gays”, “revolucionarios”, “hinchas”, “desadaptados”, “sindicalistas”, “subversivos” y hasta “estudiantes de universidad pública”. Momentos de descalificación que pretenden reducir lo incontrolable a calificativos como “parias”.

En los días más recientes, el proceso de paz, con todos los actores que en él se involucraron, parece ser el “culpable absoluto” de todo. Esa aceleración en cascada de reproches nos ha dividido como país y será el instrumento perfecto de guerra en las próximas contiendas electorales del año 2018. Tal vez cambien los juicios y los adjetivos, aparecerán algunos nuevos personajes; pero, seguirán presentes la agresividad y el menosprecio. Persistirá la obsesión por dividir, por crear discordia, por germinar nuevas semillas de odio.

Dejemos de un lado el lenguaje del agravio, que parece ser el único que conocemos. Abandonemos el rechazo frontal por cuenta de diferencias políticas y desintoxiquemos nuestro corazón del veneno.

El poder siempre será el poder y nosotros los únicos responsables de las desviaciones decadentes del país. Comienza la hora de sustituir el odio por cultivos cívicos, de encauzarnos en un debate político guiado por el respeto y la dignificación del adversario. Así el odio no seguirá ocupando un lugar fundamental como herramienta política y electoral. Así podremos soñar con un futuro donde la aceptación del otro sea la base fundamental y plural de la democracia, plural como el universo mismo. Sería el mejor de los comienzos.

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