Voy a referirles una historia urbana que tuve el dudoso privilegio de presenciar en carne propia.
Yo soy un ciudadano común y corriente, de esos que usted se topa cuando camina por los andenes de Bogotá; el ciudadano que no atrae su atención, salvo que sea su conocido o que le pase algo cómico o trágico que amerite su burla o su lástima. Me transporto de un lado a otro de la ciudad en varios carros, pero eso no quiere decir que sea un privilegiado de la fortuna sino que la buseta es diferente cada vez, a pesar de que uso un número escaso de rutas. Bueno, realmente tampoco soy pobre, más bien me podría catalogar como un ciudadano del montón perteneciente a la clase media, y tengo carro, sí, pero prácticamente no lo uso por tres razones fundamentales; la primera es el costo de los parqueaderos públicos que ha alcanzado proporciones confiscatorias con la complicidad de las autoridades, la segunda es la observación obligatoria del «pico y placa» dos veces a la semana, y la tercera y más importante, que mi esposa no me lo presta. A pesar de esos obstáculos al uso del automóvil particular, aunque ustedes no lo crean, disfruto montar en buseta. Considero que es una experiencia gratificante. Eso sí, detesto tener que viajar de pies. Hago todo lo posible por tomar una buseta con asientos disponibles y ojalá del lado de la ventana. Así puedo aislarme del mundo mientras miro el caótico transcurrir de la ciudad a través del vidrio, como si fuera un televisor, pero un televisor con comerciales incluidos; cada diez minutos se subirá un personaje rebuscador de migajas o de aplausos, o ambos.
El día de marras tomé un bus en la calle cien hacia el occidente de la ciudad a la altura de la carrera séptima. A las dos cuadras de haberme subido, aproximadamente, noté que el conductor del bus estaba enfrascado con otro bus en una carrera que pagarían por ver en la pista de Le Mans. Era admirable la capacidad de esos pilotos de ocasión para controlar los armatrostes de varias toneladas, haciéndoles el quite a cientos de automóviles, zigzagueando por unas vías estrechas, sorteando semáforos en rojo, rebasándose a más de noventa kilómetros por hora en unos espacios ridículos, desafiando las leyes de la física… unos verdaderos maestros de la cabrilla. Cruzando la carrera novena, nuestro bus fue sobrepasado por el rival, ofensa que fue acusada por nuestro piloto quien recogió el guante y emprendió la persecución. Más o menos en la carrera once le dio alcance. En una maniobra admirable que requirió de la perfecta sincronización de mano, cabrilla, embrague, palanca y pié, hizo un sorpresivo cambio de carril lo que le permitió emparejar la marcha con el otro bus, y así permanecieron unos cien metros, cabeza a cabeza, ninguno aflojó, hasta que un golpe de acelerador de nuestro bus y un repentino obstáculo en el camino del contrario, nos concedió la delantera. Habíamos logrado el control de la competencia, parcialmente. En el semáforo de la glorieta de la carrera quince hubo una obligada neutralización. Los escasos pasajeros que compartíamos el cockpit del improvisado bólido, no sabíamos si reclamar al piloto o disfrutar de esa inesperada experiencia extrema. La adrenalina corría a raudales. Vi a más de uno aferrado al asiento con los músculos crispados. El semáforo cambió a verde, y se reanudó la carrera, con nuestro bus a la cabeza. La pericia y arrojo del contrario rindió sus frutos: llegando a la carrera diecinueve estábamos otra vez en cerrada disputa por la delantera. Nuestro piloto se negaba con sangre fría a resignar. Era claro que iba a vender caro su pellejo, bueno, y de pasada el nuestro. El rival supo sacar provecho de unos caballos de más en su purasangre y logró una estrecha luz. Pero nuestro piloto no era uno que se rindiera fácilmente, pisó su acelerador con tanto empeño que por poco traspasa el piso; por el espejo noté que había unas gotitas de sudor frío en su frente y apretaba los dientes. A punta de cojones deshizo la desventaja, pero era claro que el rival tenía más máquina. Cuando ya era evidente que no podría sostener el ritmo, antes de llegar a los puentes de la Autopista Norte, quizás por desesperación, en un acto que desdibujó el espíritu deportivo que hasta ese momento había primado, arrimó su bólido al del otro con la clara intención de intimidarlo, pero solo logró arrancarle el espejo. En el acto ambos detuvieron la marcha en mitad de la calle, aseguraron el freno de estacionamiento y se apearon. Había terminado la improvisada competición.
Me quedé sentado. Nunca me ha gustado ver a dos personas resolviendo sus disputas a golpes, menos en esa ocasión donde era alta la probabilidad de que escalara en una confrontación a punta de cruceta o varilla. Me reconozco un gallina redomado y soy presa de una sensibilidad extrema que me impide presenciar actos trogloditas. Las otras personas que estaban en el bus y habían compartido conmigo la emocionante experiencia, se agolparon en las ventanas. Una señora de trenzas gritó angustiada:
«¡HUY, SE ENCENDIERON!»
Ahí supe que finalmente el incidente se había solventado al más puro estilo colombiano: con violencia. Cuando, a juzgar por los comentarios de mis compañeros de aventura parecía que los ánimos se habían desarmado, me asomé y vi a los dos hombres dialogando. Evidentemente el conflicto ya había superado la fase de las manos. El piloto del otro bus era un hombre moreno, grande y acuerpado. Nuestro piloto, por contraste era langaruto y de mayor edad. Tenía la cara y la camisa manchadas en sangre, prueba de que le habían dado en la jeta. En mi indignación mascullé un comentario de reproche. El ayudante de mi piloto (en los buses de Bogotá siempre hay un ayudante cuya función es recaudar el dinero del pasaje, sacar la mano por la ventana a modo de luz direccional y operar en gavilla con el conductor en caso de pelotera) dijo a los pasajeros, quizás con la peregrina intención de tranquilizarnos: «Eso ya pasó, hasta son amigos». Menos mal eran amigos, pensé yo; de lo contrario el resultado no habría sido una nariz rota sino una cabeza rota.
En camino de regreso a mi casa, reflexioné un poco acerca de los impedimentos atávicos que tenemos los habitantes de este país para comportarnos civilizadamente. Llegué a mi casa con el ánimo sombrío. Durante la cena relaté a mi esposa y a mi hijo el incidente. Me despaché en epítetos contra los conductores del transporte público quienes a mi modo de ver eran en su gran mayoría auténticos cavernícolas. Mi hijo, a pesar de sus cortos doce años es un tipo con una sabiduría que ya muchos viejos quisieran. Tiene una capacidad de abstracción fuera de lo común. Tranquilino, así se llama el rapaz, me dijo:
– Papá. Me parece que usted no ve el problema como debe ser. Si usted sube a un bus y en el lugar del conductor encuentra un chimpancé, ¿la culpa es del chimpancé?
Al principio quedé aturdido con este cuestionamiento. Después lo pensé un poco y hube de reconocer que la razón estaba del lado de Tranquilino. Al fin y al cabo los conductores de los buses de servicio público son otras víctimas más de un esquema perverso. Piénsenlo un poco y verán.
PIETRO ROCA
LA PIEDRA AFUERA
Correo: pietro.roca@hotmail.com
Blog: http://www.eltiempo.com/blogs/la_piedra_afuera/
Genial el articulo….Lo sigo leyendo en cada entrada, su humor me divierte.
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Excelente artículo y mejor aún el razonamiento del pelado.
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