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Corrupción, farsa y burlas a granel.

No hay tal, y es un craso error creer, que lo último que se pierde es la esperanza. No, lo último que un ser humano puede llegar a perder es la dignidad, y cuando esta se pierde queda la persona reducida a su mínima expresión y convertida en una repugnante cosa comparable a una piltrafa que expele hedor nauseabundo.

El Estado es perenne, solo desaparece por una desintegración del planeta o una invasión extranjera o una adhesión o anexión a otro Estado, consentida o forzada; las instituciones son necesarias para el funcionamiento estatal, para el ejercicio pleno de la democracia como garantista de una convivencia pacífica y armónica de la sociedad; las instituciones no se corroen ni se corrompen, los miembros que las conforman, sí, y de manera alarmante, por eso es necesario que su revocatoria sea individualizada y expedita.

Las personas que integran las tres ramas del poder público, en todos los niveles y en gran parte, han sido permeadas por diversos bichos trasmisores de la pandemia de la corrupción, sin ningún recato por su jerarquía o dignidad. Este fenómeno social, que ya no es fenómeno, tomó fuerza vertiginosa a partir de la década de los 80 hasta nuestros días, sin que se vislumbre la más mínima voluntad política de introducir normativas serias y efectivas en nuestro ordenamiento jurídico que conjuren esta situación anómala y perturbadora, sólo por defender a ultranza intereses, gabelas y prerrogativas personales.

La mayoría de los colombianos tienen en común un estado amnésico temporal, que solo se recupera cada vez que sobreviene un sobresalto acaecido por un hecho o acto de corrupción y que pone a trabajar el intelecto por un lapso muy reducido; de inmediato saltan las autoridades, con el Presidente a la cabeza, y con un mea culpa se dan golpes de pecho, y anuncian investigaciones exhaustivas, y amenazan con descargar todo el peso de la ley sobre los responsables, y agregan que presentaran proyecticos de ley y expedirán decreticos con efecto placebo para “descrestar” al “inepto vulgo”, y que terminan no sirviendo para un carajo por su contenido inocuo.

Después del cataclismo y la polvareda que desató y levantó el escándalo de la parapolítica, investigación que se quedó en mitad de camino y la cual está engavetada, inexplicablemente, en algunos despachos de la Corte Suprema – ¿Será por interés personal o económico?-, se desbocó con velocidad impresionante la añeja manía de la corrupción en todos los niveles de la administración pública y, por ende, su impunidad, siendo en buena parte responsabilidad de los que tienen la iniciativa legislativa y que no se inmutan en presentar proyectos de ley, que tiendan a combatir sus raíces y que introduzcan los cambios radicales que se requieren.

Y esta responsabilidad recae con mayor énfasis en el Presidente de la República, quien ostenta la calidad de Jefe de Estado, Jefe del Gobierno y Suprema Autoridad Administrativa, y su iniciativa legislativa no tiene restricciones de ninguna índole. Es por ello, que es incomprensible, inadmisible e imperdonable que mandatarios como César Gaviria o Álvaro Uribe, que tuvieron en las manos y a su disposición, el primero, una Asamblea Constituyente conformada por una mayoría de gente impoluta y sana, de buena formación intelectual y académica, hubiese desperdiciado esta gran oportunidad de presentar reformas radicales a la justicia y a la política, en cuanto a la altas cortes y a la rama legislativa, centros de concentración de la podredumbre que nos rodea.

Situación similar la tuvo Uribe, en sus dos cuatrienios, con una mayoría parlamentaria aplastante que terminó en pánico incontrolable y buscando la protección o teflón presidencial, ante el espectro fantasmagórico de la parapolítica. Y en este ex presidente, sí que es incomprensible su actitud frente a las reformas que debió presentar ante un Congreso timorato y endeble, no solo como buen frentero, sino como perfecto exponente de la ultra derecha, orientación filosófica e ideológica que fue su arcano hasta el día que sintió la “viudez del poder”; y para los incrédulos, sólo se necesita que se analice los principios de su partido Centro Democrático.

Esta media farsa y media comedia que se está presentando en el Congreso en ocho (8) actos, protagonizada por unos histriónicos politicastros y la “colaboración” de algunos altos funcionarios, como extras, que solo buscan beneficios y prebendas inicuas a futuro, y que no es la panacea que se espera, es una afrenta con burla y desprecio para con el constituyente primario, quien en últimas es el que escoge y /o elige con reiterada equivocación a la rama legislativa; la máxima Lampedusiana “Que todo cambie para que todo siga igual”, ha tenido un ajuste en el parlamento colombiano: Que se hagan algunos cambios para que todo siga peor.

No hay derecho, y es repudiable además, que Presidente, ministros, parlamentarios (pocos) y, para completar la bufonería, hasta el fiscal general como faraute excepcional, salgan permanentemente en los medios a contarnos fábulas, que ni a Isopo se le ocurrirían, para endulzar oídos y tratar de vender la idea, y la venden, de que el gobierno y su Unidad Nacional hacen ingentes esfuerzos y sacrificios para sacar avante esta “gran reforma”, que de verdad sabida y buena fe guardada, saben a ciencia cierta de que no sirve para un rábano.

No. Señores gobierno, y usted señor Presidente que es un lego en materia jurídica y sin ninguna experiencia legislativa, eso sí, gran conocedor y manejador de asuntos económicos, este país cuenta con grandes jurisconsultos y muchos entendidos en esta disciplina y que no comen cuento tan fácil, sus asesores constitucionales no le han sido leales, no le han explicado los efectos inanes de lo que se tramita en el Congreso o no han tenido el valor para redactar una verdadera y radical reforma a la justicia y a la política, aunque se decapiten unos pocos privilegiados en beneficio y para bienestar de la mayoría ¡Qué gran daño le siguen causando a la Nación con estas mentiras!

No veo por ninguna parte lo difícil o esotérico o imposible de unas reformas radicales que nos entregue un Estado nuevo, moderno, saneado y blindado a futuro de tanta raposa. Las trabas se las ingenian los legisladores corrompidos y los burócratas enquistados en las altas dignidades del establecimiento, lo que les garantiza estabilidad y permanencia. Para reformar el Estado sólo se requiere un mandatario que no le tiemble la voz ni la mano y que seguido se pulse los cojones, porque si no puede por la vía parlamentaria tiene abierta las puertas, con el respaldo de todo el país, para una Constituyente o recurrir al Estado de Opinión.

A ratos, sobre todo cuando estoy estresado, pienso que este país solo puede ser reformado por un gobernante sátrapa, colérico, sin hígados, que no se sonroje ni echándose colorete, que sea capaz de dar o insinuar lo más descabellado o ilegal; si yo tuviera la certeza de que Uribe cumpliría este cometido y se suicida, me volvería más papista que el papa. Y, por supuesto, quedo tembloroso.

Marco Aurelio Uribe García.
Manizales, abril 16 de 2015.

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