Esta columna se publicó por primera vez el 23 diciembre de 2013, a las 7:02 am. Hoy la reeditamos y publicamos de nuevo porque cobra actualidad en estas fiestas decembrinas.
Otra navidad, y desempolvando los acetatos que colecciono desde mis épocas en radio, y que conservo como reliquias, comprobé esa frase que dice, «La música nos transporta en el tiempo».
Al conectar el viejo tornamesa que me prestó William, mi hermano mayor, hice sonar mis LPS, (ojo para mis lectores jóvenes un LP es un ‘long play’, o un larga duración de vinilo, donde escuchábamos música hace mucho tiempo, (no como me dijo mi hija Jenniffer, «¡Que cds tan grandes y pesados papi!»), el primero que escuché fue el de ‘Nelson y sus Estrellas’. La aguja de punta de diamante aún sirve y ojalá no se dañe porque ¿dónde voy a conseguir repuesto? Ya no existe el almacén donde las compraba que tenía como eslogan «Disco que no tengamos no existe».
Después de la orquesta venezolana de ‘El Emperadorcito’ y ‘La Saporrita’ pasaron por el tocadiscos, entre muchos más, ‘Los Black Stars’, ‘Los Hispanos’ y los primeros ’14 Cañonazos Bailables’ (mi hijo mayor, Jr., se dobló de la risa mirando a las chicas de esas carátulas), y mientras yo limpiaba, con agua y jabón, otras decenas de discos, recordé una anécdota de Navidad.
Vivíamos en Tocaima, municipio cercano a Bogotá, mientras mi papá Alonsito se recuperaba de una quiebra económica. Con solo 10 años de edad yo manejaba, junto con él, una tienda que era en las mañanas venta de leche, (caldero que yo traía en carretilla a las 5 de la mañana desde el IDEMA situado al final del pueblo y nosotros vivíamos a la entrada), y la cual rendíamos con agua en la trastienda para que alcanzara. Al mediodía vendíamos almuerzos encargados y en la noche nuestro negocio esquinero se convertía en taberna.
Al tiempo que yo hacía mis tareas en el mostrador, en cuadernos de ferrocarril de 50 hojas que mi madrastra me contaba a diario, y que si faltaba alguna era cachetada ganada, (no existían tablets, ni google, ni face, ni WhatsApp), vendíamos cerveza a las orquestas que se presentaban en tarima muy cerca de nuestra tienda y llegaban allí a rematar. Hablo entre otros de ‘Nelson y Luis Felipe González’, con su ‘Canto a la montaña’, ‘Fusagasugá’ y ‘La Proclama’. También atendíamos a los asistentes a las verbenas, y cuando no era época de feria, a los circos que se turnaban la carpa en el polideportivo a dos cuadras de nuestro negocito.
Una noche, con la tienda llena, y mientras yo pasaba a mano, de un libro prestado, un ejercicio para una tarea, (no existían las fotocopias, ni el copy paste), un payaso, de cuyo nombre sí quiero acordarme, ‘Flautín’, me convenció para que me fuera con ellos. Me prometió que en los tráilers que rodaban de pueblo en pueblo, y debajo de las carpas, había otra vida diferente a la que yo llevaba, vida llena de limitaciones, pobreza y de un futuro no muy cercano, o tal vez, sin futuro.
Yo era el mejor estudiante, no solo de la escuela ‘Los Panches’, sino de todo el municipio, y el día en que el alcalde me entregó el diploma y la medalla tuve que recibirla en alpargatas, (eso sí muy limpias), porque no tenía zapatos de material. Sin embargo recibí la condecoración muy orgulloso y recordando las palabras de mi papá. «Mijo, en lo que menos se va a fijar la gente es en sus zapatos, camine rápido, seguro y sea muy humilde en el triunfo», (eso les digo a mis hijos cuando gana el Barcelona y acaban conmigo que soy del Real pero no me hacen caso).
Esa noche cuando cerramos el negocio me acosté a pensar en la decisión sin tener a quién consultarle. Mi madrastra solo se me acercaba para quitarme los animalitos que se escapaban de mi cabello, (no siempre fui tan calvo), y mis hermanos ya no estaban con nosotros. A William, el mayor, mi mamá postiza lo había regalado al ejército, y el otro, Franklyn, (yo soy el menor), trabajaba en una bomba de gasolina, ahora le dicen estación de servicio, y vivía en el mismo pueblo pero en la casa de la novia de turno. Con solo 14 años era el ‘tumbalocas’ de la región.
Me levanté suavemente de la cama. La única luz que me alumbraba era el rojo del cigarrillo de mi padre que nunca se apagaba y que venía de la otra habitación. Yo dormía en la pieza cercana al patio y mi papá y mi madrastra en la cercana a la puerta. El nivel del piso de los dormitorios era más bajo que el resto de la casa, y por eso una víspera de Navidad, cuando vivíamos como familia, despertamos nadando en los colchones porque en pleno aguacero se tapó el sifón del patio y se nos inundaron las alcobas, pero como estábamos los tres hermanos disfrutamos esa situación como ninguna, riendo, jugando y ayudando a papá a sacar el agua.
En silencio empaqué ropa interior, el único jean que tenía, mis alpargatas, (¿recuerdan? las que nadie vio cuando me entregaron mi premio del mejor estudiante), y mi camiseta de Santa Fe, la 10 de Alfonso Cañón mi ídolo en ese momento, (y pensar que ahora es mi vecino y me tomo mis cervezas con él, con sus hijos, Jr. y mi tocayo, y su esposa, quien es la que más bebe y realmente es la que sí sabe de fútbol).
Seguía la luz roja del ‘Pielroja’ sin filtro encendida, (papá se fumaba junto con su esposa tres cajetillas diarias). Sin hacer ruido salí por la puerta de la tienda y luego de ajustar bien llegué a donde acampaba el circo, busqué a ‘Flautín’ y me subí con él al tráiler. Él me dijo dándome ánimo. «Buena buey, acá vas a tener plata, fama y éxito. Vas a ser payaso trapecista como yo, vas a viajar por todo el mundo y luego le podrás comprar un negocio bien grande a tu papá». Yo no le contesté y me recosté en una colchoneta que me ofreció. Aún faltaban unas horas para amanecer. No dormí, mmmmmmm, bueno es que realmente yo no recuerdo haber dormido nunca en mi vida, al igual que mi papá siempre pasaba, (y aún paso), la noche en vela, él fumando y yo soñando.
Al hacerse día, el piso comenzó a moverse, y entonces saqué mi cabecita por la ventana, (no siempre he sido tan cabezón), y en medio de la caravana de tráiler de utilería, artistas y animales, me di cuenta que el camión en el que yo viajaba estaba de último. Cuando salimos del polideportivo, y pasamos frente a nuestra tienda, mi papá barría con una escoba hecha de ramas las hojas de tamarindo que caían cada segundo.
Él giró a ver la caravana del circo y se subió a la acera para darle paso. Vio pasar detenidamente todos los vagones, incluso el mío, y cuando, como dice Rubén Blades, que dice Kafka, «la caravana dobló por el callejón», sorprendí a papá al encaramarme en su espalda, (encaramarme, así decía él como buen paisa de Amalfi, Antioquia), Me le colgué del cuello, mientras celebraba mi llegada con una tímida sonrisa y haciéndose el bravo, «Opa, opa, este berraquito hombre, cuidado me ensucia el pantalón», y alcancé a darle un beso en su calva prematura, (¿ya ven por qué soy calvo?).
Me recibió mi mochila en silencio, sin recriminarme nada, me dio un fuerte abrazo, tal vez el que más recuerdo, y me dijo, «como se fue el circo hoy el día va a estar flojo». Luego sacó un billete, (el de la leche que ese día no traje del IDEMA), y agregó, «vaya al centro, cómprese los tenis que quiere, almuerce su bandeja paisa que tanto le gusta y si quiere vaya a cine por la tarde». Le di un beso en la frente y le dije, «gracias papito y feliz navidad».
Muy contento me fui a comprar mis zapatillas ‘North Star’, almorcé mi frijolada, y vi, ya no desde la reja del teatro por la que metía mi cabecita, sino cómodamente sentado, «El Santo contra las momias de Guanajuato».
En la noche, papá había comprado un globo, tratamos de elevarlo en el polideportivo, (¿recuerdan? donde se presentaba el circo), y luego de muchos intentos se nos quemó.
Resignados, caminamos hacia la tienda a ver qué me había traído el niño Dios, y ¡Qué felicidad era un radio de pilas!, (me sentí tan feliz como mi hijo cuando le regalé su Play o su S5). Ese ‘radiecito’ fue mi compañía en adelante, mi único amigo, por él me enamoré de la radio y terminé diez años después trabajando en ella. En él escuchaba las mejores baladas y los partidos de Santa Fe, por la Voz de Bogotá, con la narración de Alberto «el patico» Ríos García. Aquel que decía «Salud fanáticos del deporte», «La pelota pasó a tres centímetros y dos milímetros del arco que defiende el cancerbero Manuel Ovejero» o su perla más famosa: «Acaban de escuchar un minuto de silencio».
……y hablando de minuto de silencio, hoy papá no está conmigo, porque tantos punticos rojos en la noche, acabaron sus pulmones, y hoy, como hago todos los 24 de diciembre, miraré al cielo, a ver si entre tantos juegos pirotécnicos descubro una lucecita roja emanada de un cigarrillo ‘Pielroja’, y le diré en silencio ¡Feliz Navidad Papito!
giovanniagudelomancera
periodista
Tarjeta Profesional #8356 Expedida por el Ministerio de Educación Nacional
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