A mí también me conmovió la noticia, la confirmación del augurio. Lucas Villa falleció hace unas horas después de cinco días de agonía en el Hospital San Jorge de Pereira. Los ocho proyectiles dejaron su vida pendiendo de un hilo, lo llevaron al borde del barranco. Y cayó al vacío. Se fue, y con su muerte, una parte de nosotros murió con él.
Porque Lucas se convirtió sin quererlo en una construcción romántica efímera e inmortal que puede tocarse con las manos, en un símbolo. Un símbolo del paro nacional, por supuesto. Un emblema de la lucha juvenil —también de su angustia y empeño por el país heredaron en las aulas y en las calles, un país sin sosiego— por hacer de esta Colombia un país más alegre, consciente, consistente, vital. No un país mejor, que es un eslogan político, sino un país por el que vale la pena luchar. Un país que nos lo ha dado todo —poco o mucho—, y merece los esfuerzos, las sonrisas, el impulso interior. De ahí que Lucas represente la lucha, la alegría, la posibilidad de un sueño truncado a balazos. Una construcción romántica que, bien vista, se cimenta en una paquidérmica justicia colombiana. Un año después del asesinato de Dylan Cruz en Bogotá, el caso sigue impune. Aquí están los ingredientes que hacen de Lucas Villa un símbolo.
También una víctima. Los ocho balazos son el saludo de una realidad terca que no se deja moldear, una roca dura como el mármol, una realidad que se escabulle de los martillazos del escultor, que se esconde en la montaña de nuestro designio: hacer de la muerte una invitada de nuestros días. La muerte violenta; sin máscaras.
Con los símbolos, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto. El tipo del tanque que fue portada de revistas en el mundo cuando se puso de pie frente a una columna de tanques en Tiananmén; un estudiante de filosofía de la Universidad Carolina de Praga que no salía de la biblioteca, y que decidió prender fuego a sus prendas por el final abrupto de la llamada Primavera de Praga a manos de tropas del Pacto de Varsovia; la refugiada afgana en un campo de refugiados de Pakistán o la niña que juega con el lente Jesús Abad Colorado en medio de la Operación Orión en Medellín. Fueron personas que aparecieron en la escena pública como por casualidad, pasaron de largo y siguieron su destino.
La muerte de Lucas Villa y su mudanza a símbolo de esta revuelta juvenil colombiana, de ese grito desesperado y desesperanzado, de una rabia que se palpa en el ambiente de las calles pero que llega enflaquecida a las puertas de la casa presidencial, me recuerda el epílogo de una película rotulada como de culto, me refiero a Las Uvas de la ira, dirigida por John Ford y protagonizada por Henry Fonda en pleno auge de la popularidad del presidente F. D. Roosevelt. La historia de una familia de granjeros expulsados de su tierra en Oklahoma por las sequias y la quiebra de Wall Street de 1929, que los lanzó a una diáspora durísima hasta California. El personaje interpretado por Fonda (Tom Joad) mantiene un diálogo descorazonador con su madre en la última escena de la película, pues ya es proscrito por haber matado a un policía que se comportaba como un tirano en sus dominios. Delante suyo solo tiene el desierto y la fatiga.
Tom Joad dice que quizás el hombre no tiene un alma propia sino apenas el pedazo de un alma mucho más grande. Esa alma grande que nos pertenece a todos. Un hilo invisible de hermandad, la consanguinidad de los desesperados.
“Estaré en todas partes. Allá donde se luche porque los hambrientos puedan comer. Allá donde un policía golpee a un hombre. Estaré en el grito de los hombres cuando están furiosos. Estaré en la risa de los niños cuando tiene hambre y la cena está lista. Y cuando la gente coma lo que cultiva, y viva en las casas que construye. Allí también estaré yo”.
Una clase de ontología intensa y honda que llegó a mi memoria cuando escuché la noticia de la muerte de Lucas Villa. Una lección de humanidad. La posibilidad de empezar de cero en cada historia: ese es el quehacer de los símbolos, de Lucas Villa.
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