Si ustedes no conocen a Faemino y Cansado, deberían ir a YouTube inmediatamente y empezar a ver vídeos de esta extraordinaria pareja de cómicos españoles, entre cuyas virtudes como humoristas figura el estrafalario manejo que hacen de la lengua. Uno de sus números más famosos es el del budista, que comienza así: Faemino nos cuenta que estaba tranquilamente en su casa cuando de repente tocan a la puerta. El hombre sale corriendo por el pasillo, abre y, ante el incómodo silencio del visitante, le pregunta: «¿No vas a abrir la boca o qué?, ¿qué quieres, payaso?», a lo que este responde: «No, yo no me trato de un payaso». A mí este sketch me fascina, empezando por eso de «No, yo no me trato de un payaso», una oración que me hace muchísima gracia por lo que tiene de inesperada transgresión gramatical.
El verbo tratar es uno de tantos a los que sometemos a múltiples usos dependiendo de la manera en que los pongamos a bailar con su entorno, adornados o no con preposiciones y otras clases de palabras. Si consultamos el diccionario de la Real Academia Española, vemos que tiene dieciséis acepciones, aunque ninguna de ellas guarda relación con el asunto que vamos a abordar hoy. Efectivamente, tratar puede significar, entre otras muchas cosas, ‘comunicarse o relacionarse con alguien’ (‘Pedro no se trata con sus compañeros de clase’), ‘procurar el logro de algún fin’ (‘Yo siempre trato de que no se me note la tripa’), ‘versar sobre un asunto’ (‘El artículo trata el problema de los refugiados’)… Como podemos ver, en todos los ejemplos escritos entre paréntesis hay un sujeto: Pedro, yo, el artículo.
Pero en el caso del personaje que llamó a la puerta de Faemino, el verbo tratar debe funcionar como impersonal, y esa es la razón por la cual hay una transgresión gramatical en las palabras del cómico: no resulta aceptable para el genio de la lengua española –ese ser invisible del que ya hemos hablado aquí y que es quien hace posible que todos los hispanohablantes nos entendamos– que usemos un sujeto cuando el verbo tratar se emplea con el sentido de ser, en forma pronominal y como impersonal, siempre seguido de la preposición de. Al usarlo mal conscientemente, el dúo Faemino y Cansado logra sacarle una sonrisa al espectador, incluso aunque este ignore el fondo gramatical del error, pues para emplear y entender nuestra lengua, y para detectar sus malos usos, no es necesario ser gramático.
La construcción tratarse de con este significado de ‘ser’ se usa para referirnos «a algo anteriormente mencionado», señala el Diccionario panhispánico de dudas, de la Real Academia Española. Leamos este texto: ‘Llegaron por la mañana a Vilaflor. Se trata de un pueblo tranquilo situado a los pies de un inmenso volcán’. Estamos hablando de ‘un pueblo tranquilo’, pero ese pueblo no es el sujeto del verbo tratarse, y tampoco lo es Vilaflor, que es ese algo anteriormente mencionado al que se refiere el Panhispánico y que, además, está en otra oración, separada de la nuestra con un punto. Si queremos que haya sujeto, tenemos que emplear el verbo ser: ‘Vilaflor es un pueblo tranquilo’, pero no debemos decir ‘Vilaflor se trata de un pueblo tranquilo’.
Al funcionar como impersonal, el verbo se usa siempre en tercera persona del singular, por lo que no debe concordar con el complemento preposicional, o sea, con aquello a lo que nos estamos refiriendo. Por ejemplo, en lugar de decir ‘Ya vi las casas, se tratan de tres edificios modernistas’ debemos decir ‘Ya vi las casas, se trata de tres edificios modernistas’. En eso de la concordancia también falla la oración de Faemino y Cansado, pues, además de un inoportuno sujeto –que es yo–, vemos que el verbo tratar concuerda con ese pronombre: ‘Yo no me trato de un payaso’. Si no estuviéramos ante un relato de humor, el señor que tocó en la puerta de Faemino debería haber dicho ‘Yo no soy un payaso’.
¿Metieron la pata Faemino y Cansado al hacer ese uso extravagante del verbo tratar? Para nada. Aunque nunca he hablado con ellos, la lógica me dice –nos dice a todos– que estos dos cómicos recurrieron, como decía al principio, a una virtud que es propia de los grandes humoristas: la capacidad de manejar a su antojo el lenguaje para provocar la risa en quienes los escuchan. Por su parte, el público –al reír con juegos de palabras, disparates léxicos e incongruencias sintácticas– demuestra su conocimiento intuitivo de las reglas naturales de nuestro idioma y es cómplice de las inteligentes infracciones lingüísticas con las que los cómicos nos hacen cosquillas en el alma.
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