Escuché, de un grupo de expertos del sector, que a mitad de siglo el libro físico tendrá una representación marginal en la totalidad de ediciones. De manera consecuente, en la industria primarán los ebook y los audiolibros.
Es imposible saber si estas predicciones son acertadas o no -como todo aquello que se propone visualizar el futuro-, entre otras razones porque se ha advertido sobre el fin del libro impreso desde hace varias décadas y, a todas luces, tal cosa no ha ocurrido. Sin embargo, no se puede negar que éste hoy encara desafíos existenciales relacionados con cuestiones económicas, medioambientales y hasta sociológicas de la más variada índole.
La reciente crisis logística y de materias primas a escala internacional, cortesía de la pandemia y sus impactos, ha golpeado a la industria del libro en frentes insospechados. El frenazo productivo de papel y cartón retrasó entregas a los agentes del sector gráfico, que a su vez tuvieron que postergar el cumplimiento de las solicitudes de las editoriales. La ralentización se vio afectada por el incremento de la demanda de los lectores, que durante las cuarentenas consumieron más historias. Claro, es preciso matizar esa realidad, en consideración de las diferencias entre los tiempos de encierro en el Norte Global y los de su contraparte en el Sur. Hecha la salvedad a propósito de las tendencias en unos y otros rincones del mundo, conviene denotar que el aumento generalizado de la lectura acudió a la venta en línea, que requiere altas cantidades de cartón para su operación desde el punto de vista del embalaje. La producción aletargada se enfrentó entonces a dos caras igual de exigentes: la de los libros y la del packaging para enviar los libros. ¡Vaya paradoja! Los precios, por supuesto, se dispararon y les complicaron la vida a todos los actores de la cadena de valor.
A esas situaciones se suma la problemática ambiental. Ésta sí que genera interrogantes sobre futuro del libro físico, pues, al fin y al cabo, según los expertos en logística será cuestión de un par de meses para que la demanda y la oferta se regulen. La huella de carbono de la producción del libro, en cambio, no sugiere horizontes benévolos. Los bosques son finitos y no hay producción en masa, de ningún sector, a la que le alcance el único planeta con que contamos. ¿Será que esta dimensión sí hará tambalear a ese objeto mágico que por milenios ha ofrecido un aroma a cajón de sastre y a corteza de árbol? Para los románticos el libro físico es irremplazable; yo me considero parte de ese grupo. Sin embargo, como nostálgica de planeta que también soy, he aprendido a encontrarle bondades a los libros digitales (que no son inocuos, valga la aclaración, también implican impactos considerables). No sé cuál soporte deja un peor rastro en el largo plazo, no es algo que se pueda concluir a la ligera. De todas formas, más allá de adaptaciones por parte del sector del libro, que ya se han dado, hablamos de una necesaria reconstrucción del mismo antes de que tengamos que prescindir de la transición y nos veamos obligados abandonar el libro en papel de un momento a otro.
Suponer que al libro en papel le queden menos de treinta años me da escalofrío. Pienso en las bibliotecas, en las librerías, en las generaciones que han hecho circular obras transformadoras de su contexto. Mi fe está depositada en la fortuita desviación de esos pronósticos y, aún más, en las acciones humanas que provoquen su equivocación.