Pablo y Lucía, los protagonistas de Tiempo Muerto, de Margarita García Robayo, están rotos. Su matrimonio está en proceso de descomposición. Han pasado los años y se han llenado de rencores, de trastes, de tiempo muerto que se acumula en las esquinas de la vida. Solo quedan los hijos, pero incluso ellos suscitan extrañamiento.
Ambos escriben, pero eso no los une. Al contrario, la escritura es para Pablo y Lucía una fachada que encubre los desencuentros. ¿Qué inculcar en los hijos? Hábitos, valores, en eso tampoco convergen. Mucho menos porque son latinos que viven en Estados Unidos. Aunque su posición social es privilegiada, enfrentan los abismos culturales de la migración y se debaten entre la nostalgia por el lugar de origen y el pragmatismo de una identidad diluida. En esa dualidad, la relación con el servicio doméstico, también latinoamericano, los confronta de vez en cuando.
Este libro explora el sigilo de los comienzos: ¿cómo se gesta una crisis?, ¿en qué momento se asoma el fin de la vida establecida y arraigada en la costumbre?, ¿acaso hay un único evento o es una avalancha de minucias que desemboca en el tedio? El detonante puede ser el nacimiento de los bebés, que deja a Pablo por el camino. Lucía es autosuficiente y no necesita ni compañía. Después sus padres hacen del yerno un cero a la izquierda y así, como una burbuja que se subdivide, la familia extensa se fragmenta. Pablo no es la víctima que parece. Otro disparador de la crisis puede ser el sendero que él elige caminar, hasta que el corazón deja de seguirle el ritmo y precipita el estallido.
Sí, los pedazos vuelan, pero se quedan suspendidos en la hipocresía del aire de Pablo y Lucía. La inacción también es una decisión, una forma de huir. Mirar hacia otro lado, normalizar la cotidianidad, vengarse sin dejar rastros. Después de todo, intentar cambiar de vida en la adultez se parece mucho a la fantasía.