Llego con banderas blancas en la mano. Apenas un minuto antes de la hora impuesta, pero temprano igualmente. Él ya está ahí, en la antesala de la tardanza, haciendo las caras de quien a punto de gritar a los ausentes se muerde la lengua. Esta vez no trajo pan de chocolate para compartir, pues ya dio por terminada la fase dialógica de su mandato.

Llama a lista, hace preguntas de quiz, dice que falta eso y aquello. A mí me pide cosas que no debería hacer. No porque no quiera o no pueda, sino porque me hacen daño. ¿Cómo le explico que la psiquiatra me sugirió no entrar a X? Terminaré haciendo el encargo, claro. Pero por mucho que él insista en la importancia de estar al día, en la era monológica de su dominio se pierde a diario entre las ramas de las tareas inútiles que nunca acaban.

Él sabe que quienes lo rodeamos tenemos libertades —por no usar una palabra más rigurosa—, pero como el director de Décimo A antes de una izada de bandera, con «amables recordatorios» nos pide no ejercerlas. Dice que es con cariño y que se sobreentiende lo que quiere decir, aunque al menos yo, solo soy capaz de ver conductas que no les temen a las leyes. Me volteo a ver a los demás y nadie parece inmutarse. Clavados en sus celulares, ignoran al forastero que se salta la cerca. ¿Cómo se llama la chispa que viaja entre el estómago y el cuero cabelludo cuando uno se percata de que alguien cruza sus bordes?

Para sobrevivir a la capitanía de quien hace lo que sea para mostrar que su curso es el mejor portado en una institución que está lejos de ser un colegio, me empecé a contar un relato. «Sí, tengo un propósito superior; sí, esto es temporal; sí, él puede decir lo que quiera, total solo escucho lo indispensable». Sin embargo, cuando me quedo encallada en la rabia, me cuesta tragarme el consuelo de mi propia ficción y naufrago. Es verdad, a diario colisiono con la provocación y me hundo. Pero también es cierto que, incluso si fuera buena navegando, existen lugares que sencillamente inducen al naufragio.