Iba por un regalo predefinido para Él, pero salí con tres poemarios más para mí. Eran once, ahora tengo catorce obras sin leer. Después de que el librero me entregara el título que le pedí, me quedé flotando por los pasillos en lugar de ir a pagar. Esquivé las portadas con hachas, escudos y dragones; evité las islas en el centro de las salas y me concentré en los anaqueles de los márgenes. Un libro llevó a otro, ese condujo a uno más y se tejió una red de nueve deseos, de la cual agarré las ediciones de bolsillo de Emily Dickinson, Alejandra Pizarnik e Idea Vilariño.

Se dice que en japonés hay una palabra intraducible para la práctica de comprar libros, apilarlos y no leerlos; para, según una escritora colombiana, «la mala maña de acumular libros que perecen en los estantes domésticos»: Tsundoku. Esta palabra, que de acuerdo con mi investigación puede ser verbo, sustantivo y adjetivo, carece de connotaciones negativas porque los libros no son sustituibles entre sí. Entonces, también debería dejar de suscitar culpa.

Los corredores de las librerías son magnéticos porque invitan a la perpetuación de otros en la propia vida y así el ciclo continúa. Déjese abducir. Camine, apunte autores en las notas del celular, pida que le bajen libros de las alturas, desentierre joyas y lléveselas para la casa así tenga pendientes en su mesa de noche. Adquirir más libros de los que se pueden leer es una muestra de humildad, una lección de que todo es más grande que la subjetividad, un recordatorio definitivo de la máxima dualidad: la mortalidad de las vidas y la inmortalidad de la creación. Lejos de ser un vicio, comprar libros y postergarlos es la materialización del anhelo eterno y bondadoso de la lectura. Es la ilusión de que hay más tiempo para vivir y de que la vida no es la llegada a la costa sino la navegación en altamar.