Lo que más me duele de la muerte de mi papá es que ya no recuerdo su voz. Es muy duro pensar que a uno se le olvide cómo suena el papá. Pasan los años y él queda perdido en el tiempo, en mi tiempo. Esta es una constante batalla contra mi mente por no retenerlo, ni lograr escucharlo en mi interior.
Hay una pausa filosa. Hay una fragilidad. Voy caminando: contemplo el paso de las nubes y el viento golpea fuerte contra las hojas de los árboles. Me consuelo con creer que eso —ver las nubes y sentir el viento— es una manera de tenerlo cerquita. Hay un llanto silencioso y el corazón se me escapa por unos segundos. No aguanto. Entonces lloro. Entonces quiebro. Entonces entiendo que mi tristeza tiene una sola causa: él.
Juan Diego fue el primer amor de mi vida. Y me duele recordarlo porque hace que respire con un vacío en el pecho.
Algo me pasa dos veces en el año. Odio a junio, cuando se celebra el Día del Padre en Colombia: me lo trae y se lo lleva, me lo trae y se lo lleva, y no me permite escucharlo. Siempre, a principio del año, me devuelvo en el tiempo: lo perdí el 4 de enero de 2003. Ya son 16 años, 185 meses, más de 5.000 días, sin escuchar el timbre de su voz.
«¿Qué extraño de mi papá? Simplemente abrazarlo», dijo Martin Luther King III. Yo también extraño abrazar al mío, sí. Extraño volverlo a escuchar, aunque nada hace que el papá muerto vuelva a sonar o a vivir.
JUAN ALCARAZ
@Juan_AlcarazS
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