Si una grosería es un vocablo paria, un término que,  por lo aberrante y atroz del hecho que define,   es mala educación y una falta de respeto  pronunciarlo, valdría la pena preguntarse, ¿por qué no son consideradas groserías palabras como  miseria, dolor, hambre, guerra, asesinato, masacre, violación o secuestro?
Tener sexo y cobrar por ello es gramaticalmente peor que matar, robar, masacrar y secuestrar, de lo contrario, en un altercado  nos descalificaríamos unos a otros llamándonos    hijueasesino,  hijuegenocida o hijuesecuestrador.
Dado que las malas palabras tienen todas en este acto, y en las partes del cuerpo en él  más  involucradas,   su origen, se puede inferir que para esta sociedad  nada más abominable  que el sexo. Veamos, si  dos  de las  partes más inquietas  durante el desarrollo de este ejercicio, las dos que más se bambolean y azotan,  exceden por amplio margen el tamaño de la media,    de inmediato, y sin ninguna tesis  científica que sustente la relación,  al que le cuelgan  lo tildan de tarado,  y sin afrenta o delito cometido en contra de alguien, la expresión con la cual  lo definen,  y a él se refieren,  es una grosería.
Por su parte,  el  cura de un pueblo,   en su  sermón dominical, puede mencionar las palabras guerrillero, paramilitar,  ladrón, criminal, corrupto, pero, por respeto a sus fieles,  y al creador,  jamás, desde el  púlpito desde  donde oficia la misa, va a emplear el término castizo para referirse al hijo de la señora  que   tiene sexo en el pueblo con todo el que le place. Así esta señora no le haya hecho nada malo a nadie, por el contrario;   y el fulano, su hijo,  no haya hecho  nada diferente a existir.
No importa que otras enfermedades causen mucho más sufrimiento y la muerte, durante  generaciones esta venérea, que  apenas supura,  rasca, y que con un buen antibiótico de última generación sale,   ha sido la expresión predilecta  para denigrar,  agredir, e intimidar. Su primer lugar indiscutible en el argot criminal    se debe a su  entera    eufonía con  «virulea», «pichurria», coscorria, gorzobia,  chumbimba, y otras palabras  propias del bajo mundo. Proclamada   por  ñeros de la más pura  estirpe   como la expresión  que con más estilo antecede, y sucede,  a un madrazo. Precedida por  la  expresión ¡quieta!, desarrolla un   poderoso efecto paralizante, aprovechado   por los delincuentes  para inmovilizar a sus victimas en el  momento de atracarlas. La frecuencia con la que se repite durante un altercado entre un par de malandros es bastante alta, la declaman todo el tiempo,  mientras discuten, se lían a los  puños y mientras, previo mutuo acuerdo -¿nos vamos a  dar chuzo o qué?-,   uno   intenta alcanzar al otro con la chapa de la correa o el filo de la patecabra.  Te amo bebé es a, te entrego esta rosa,  como enfermedad venérea es a, tenga su puñalada.
Por todo lo anterior,  se podría afirmar que de todas las dolencias,  esta es la única que se escucha feo, diseñada a la perfecta medida de los labios de choros, ñeros y hampones, y que todas las otras enfermedades son fonéticamente hermosas, pero no hay tal,  y todo se reduce a un asunto de contexto. Una cosa es la descripción de los síntomas que de alguna de ellas nos hace,  empleando un lenguaje técnico, en su consultorio privado,  un eminente cirujano, y otra bien distinta es que al ir caminado por un oscuro y solitario paraje  nos sorprenda y apercolle una garbimba por detrás diciendo: «¡Quieta hemorroides!, se me queda mudo sarampión o lo ¡prendo a chuzo!» Por consiguiente,  los invito a probar   con otras que,  por crueles,   pueden infundir más temor y sonar igual  o peor de rastreras:    «esta si es mucha piorrea»,   «ábrase diabetes», «¿le gusté neumonía?», «pa las que sea, hepatitis», «usted no sabe con quien se mete migraña»,  «no me haga temblar párkinson»…   Y para terminar con lo que empezamos: párela guerra, déjeme sano hambre, conmigo no  se meta secuestro, o   ábrase dolor.