Durante siglos la poesía ha estado reservada para los poetas. Latoneros, matemáticos, coteros, ingenieros, contadores, taxistas… no han osado, y se han mantenido al margen, privándonos de su peculiar manera de concebir y expresar el amor, renuentes a dejarse venir con sus versos y reconocer que ellos también han sido alumbrados por las musas.
Y para empezar, la declaración de amor que un albañil, o ruso que le dicen, le hace a su enamorada:
Para mi rusa amada:
Fue tu cariño el estuco que pañetó mis heridas,
tus caricias, el palustre, tus te quiero, los bloques
que uniste con el cemento fresco que brota de tu boca.
A mi corazón lo sacaste de obra negra,
me enseñaste que para amar primero hay que resanar.
Y cuando por mi nadie un peso daba,
llega tu sonrisa y en un segundo de albañil raso a arquitecto me pasa.
La única que vio el ingeniero civil que hay en mí.
Tres manos de pintura rosa a mi dolor le diste,
levantaste el más alto de los andamios y en él me subiste.
Fuiste concreto para mis inseguridades,
estuco veneciano para cuando estuve opaco.
En mi mente aún relumbran como estrellas en el firmamento
los recuerdos de aquella tarde, cuando juntos, debajo del palo del parque,
salchichón y pan francés comimos, y pa bajarlo,
de a Colombiana 350, la nuestra, nos bebimos.
¿Cómo olvidar la noche en la que por vez primera nos amamos,
como cemento y arena en la mezcladora sin césar nos revolcamos.
Por eso mi bien, no te preocupes si hoy brocha gorda boleando
no me escuchas alguna melodía de Darío Gómez, o el charrito negro tarareando,
es que estoy como ido y afligido.
No olvides sí mi cisne que yo soy tu ruso y tú mi rusa,
y si tú me dejas me agobiará una terrible tusa.