Tres y treinta de la mañana, el director de una prestigiosa asociación de comerciantes despierta de forma abrupta y repentina, pega un grito aterrador. Angustiada, su esposa lo sacude y le pregunta que le dio. Tuve una horrible pesadilla, soñé con un consumidor racional, responde él. Su cuerpo palpita, traga aire, y lo bota con exagerado ímpetu y angustiosa frecuencia, chorros de sudor escurren por su rostro.
Fue espantoso – narra al tiempo que con sus manos temblorosas se toma a sorbos el vaso de agua que ella acaba de servirle -, maestros de obra que se no se bebían todo el salario el primer sábado de quincena. Tres cervezas y taluego, se iban para sus casas a compartir con los suyos… (Sorbo de agua)… Claro que los ensalzábamos, hasta cantando y en inglés les decíamos que eran unos héroes. «Ven hero, trabajaste duro, ahora embrutécete, chúpate todo el sueldo, ¿por qué no?»… Pero era inútil, el dinero de todos estos quijotes del cemento ya no terminaba, integro, en las arcas de las cerveceras, pobrecitas, con toda la millonada que invierten en crear hábitos de consumo, sino en ropa, servicios, comida y todo tipo de bienes básicos para su esposa y sus hijos.
No era el único caso aterrador, un hombre enamorado, casado con su flecha, no la cambiaba por nada del mundo. Ni el Smartphone con más aplicaciones logró persuadirlo.
Mujeres que no iban al centro comercial a gastarse toda la quincena en ropa, por el contrario, llegaban hasta el punto de coser las prendas que se les rompían. Un par de visitas a la remontadora, buen betún, y el mismo par de zapatos podía llegar a durarles hasta tres años.
Monstruos que no se dejaban llevar por el impulso, antes que solicitar un crédito que después no iban a poder pagar, preferían aplazar la decisión de compra.
Un sistema financiero que no lograba apretar a sus usuarios con más deudas, ni metiéndoselas entre los bolsillos los embarcaban con más tarjetas de crédito… Pero claro que les hablamos de los sueños, de llegar alto, tan alto que iban a romper el techo del mundo. Pero era imposible sumergirlos en la tónica del consumo irracional, desenfrenado.
Jóvenes que no vivían en función de su teléfono celular, indiferentes con la rumba, con la moda. Parroquianos libres de apariencias. Cero esnobismo, cero vanidad, nada de bienes suntuosos, cero afán de superar el bien adquirido por su prójimo… (Sorbo grande de agua)… Seamos claros, hasta el término les quedaba grande, por el sagrado respeto que me merece el mercado, a los protagonistas de mi pesadilla voy a dejar de llamarlos consumidores, definámoslos como cuerpos errantes, entes sin alma que compraban lo necesario para subsistir, para no morirse.
Mamá se le hacia la de las gafas con el regalo a Papá, y viceversa. Amor y amistad, Navidad, Brujitas… todo lo pasaban de agache. «¿Por qué tengo que comprar en diciembre si todo está más caro?» «Muy bonitas las promociones, pero no tengo porque comprar nada ahora si no necesito nada ahora». «A mí no me vengan a crear la necesidad, no señor». Dios nos libre, eso no era sensatez, eso ya era terrorismo en contra del mercado…
«Un consumidor racional, ahora sí me hiciste reír, no pues, ahora lo único que falta es que, con esa forma de comer ustedes tres anoche, el marido de Elvirita (gerente de un canal privado de televisión) esté por las mismas, soñando con el televidente sesudo, y el de la pobre Clemencia (político de alto turmequé), con la masa crítica, mejor aún, con el elector que no traga entero, o cualquier otro espécimen así bien extraño».