Cohabitamos,  entre otros, con  dos  tipos de incultos,  los incultos pura sangre, infringen la norma sin dudarlo,  es más,   ni la piensan, cometen la salvajada y sale;  y los  incultos cultos, conocen  las normas,  más si en ese momento son para su beneficio, y viven de plácemes  reprochándole a todo el  resto su falta de educación; juran  que siempre tienen la razón y que se las saben todas.  De los primeros siempre hemos estado plagados, de los segundos nos estamos plagando. 

 

Es fácil reconocerlos, para ellos Mockus es una Deidad, y Kike  Peñalosa a la diestra de Dios padre.  

 
 Su forma grosera y altanera de reclamar, de exigir sus derechos, o de hacer caer en la cuenta al otro de su mala educación  por tirar el papel, no ceder el puesto,  o saltarse una norma de tránsito,    encierra   en sí misma  una falta de respeto, no pocas veces   peor que  el acto mismo que reprocha.

Es el reclamo airado, la agresión verbal,  y no el acto de incultura cometido en  primera instancia,  el que en muchos de los casos deviene  en un acto de  violencia.  

 

¿En dónde podemos encontrar a uno? En los foros de los diarios.  Es el mismo  que se deshace en insultos, porque de eso está hecho,  en contra de  aquel que sin ninguna pretensión  redacta su humilde opinión con sendos errores de ortografía. Al diablo con el derecho que todos tenemos de opinar, lo destroza, lo tilda de analfabeta, y retardado mental. 

 

Cuando va caminando, cruzando la calle por la cebra,  es de los que  convida  al  automovilista que,  ya sea por atravesado  o por puro descuido,  no frenó a su paso,  a que le haga,  a que le eche el carro de nuevo. Si el infractor, en este caso un pura sangre,  lo ve como grandecito y opta por hacerse el grogui, le busca la mirada hasta que se la encuentra y ahí mismito y con marcado ímpetu,  sacude su brazo y  le  señala con furia la bombilla del  semáforo que expele luz,  la de color rojo, y  mediante agresivos gestos le  pregunta si no la ve. Pregunta que le  plantea más de diez veces.  Su peculiar  forma de hacer pedagogía  incluye golpes al  capó  del carro y cordial    invitación a  que se baje y se líen a trompadas en la mitad de la calle.

 

A propósito de pedagogía,  convencido que no hay nada mejor que  sentar precedente hunde  a fondo  el acelerador de su carro si  justo debajo de un puente peatonal divisa  a un  peatón que ha optado por evadirlo  y cruzar en dodge patas la calle.  «En nombre de la cultura vamos a  enseñarle a este tipo a volar».

 

No obstante todas estas brutalidades, sus frases preferidas son: «esto es cultura», «en Europa las cosas son distintas»,  y «por eso es que este país está como está».

Entre los  muchos otros que hacen parte de esta energúmena especie está la  culta embarazada. 
Se  sube a la buseta a mirar rayado a todo el mundo, indignada porque inmediatamente ella se encaramó cinco fulanos no se fueron de narices por ayudarle a pagar,  por  sostenerle los paquetes, o cederle el puesto, y como si todo el vehículo le oliera a mal, agarra a torcer la  jeta y a mirar por encima del hombro.

En su fea mueca  se puede leer perfectamente  la frase «en Europa hace rato ya se hubiera puesto alguien de pie y me hubiera cedido la silla», contextualicemos:    » es que ningún doble hp me va a dar  el asiento», y con ojo de águila se da a la tarea de escoger a su víctima,  ojalá  y sea joven, ojalá  y sea hombre, ojalá  y se vea acomodado, que  digo acomodado, ojalá esté desparramado sobre el  asiento y  tenga cara de bueno para nada o de haberse trasnochado el día anterior. Ojalá y ella haya notado que el muy zángano  entrecerró los ojos pronto ella se subió y no ha  hecho otra cosa que mirarla con  el rabillo del ojo y  cruzar los dedos para que no se le acerque. Pero para allá es que va,  la cosa ya es con él, tranquilo el resto,  se le para justo al lado y se lo  queda mirando…  Como era de esperarse,  ni de fundas  el locho este le da la cara, no obstante: ¡Oiga joven!, me hace el favor y me da la silla, he  dicho. Que difícil fue pedir el favor. Tranquila, ¡respira profundo!, ya pasó. Hasta  ese momento la acompaña la cordura,  porque si no lo hace, o se demora un tilín,  aténgase a su ira santa. Ni siquiera da las gracias,  cederle el puesto a una mujer embarazada es una ¡Obligación!, ¡es cultura!, usted viera en Europa…

 

A pesar de que aún se ve repuestica y con más bríos que muchos, es la que  recién cumple los 60 y sin un poquito de consideración por lo larga de la fila y por la cantidad de tiempo que deben llevar   los que están ahí,  pasa derecho, y con soberbia se ubica en la parte de adelante de   su fila exclusiva, su actitud es desafiante, frentera, a ver quién me dice algo pa  yo contestarle feo,  pa gritarle  que esta es la fila para mayores de 60, y ¡YO!,  ¡SOY MAYOR DE 60!.  Y cual corredor en la  línea de partida empieza a mirar de reojo al primero de la fila de los «normales», a la espera de la señal, ¿el llamado del cajero?, cuál llamado del cajero, la caja que se  desocupa  y ella* que se lanza.

 

 Benditos  los tímpanos  de todos los allí presentes si es ella la que gana, de lo contrario  ¡inculto!, ¡animal!, ¡guache!, aprenda a respetar, ¿no ve que soy una pobre anciana desvalida?, eso sí,  con una zancada de gacela que hoy no estaba finita, pero desvalida…   Eso no es cultura, ella no defiende sus  legítimos derechos  por cultura sino por pereza, y es tal la que se gasta que en ese momento no le interesa que todos sepan que ya  hace parte de   la tercera edad, digo,  pues como a todas les da pena decir los años. 

 

Muchos miembros de esta especie incluso le piden a su  tía prestada la bebé, o se cargan al abuelo cuando tienen que pagar algún recibo o realizar alguna vuelta bancaria. Camine a ver abuelo pal banco, levante, y lleve  a ver el tanque de oxigeno que así nos desocupamos más ligero.  Actitud que contrasta  con  la dignidad  de muchos, algunos incluso de edad más avanzada,  que  con toda la humildad y   la paciencia hacen la fila y no se meten con nadie.

 

De nuevo  el  transporte público,  es el mismo que  se sube al bus jurando,  «de todos los que aquí presentes el más educado soy yo», «mucho lo fea esa música que pone este pisco», «cuidado me tocan que me entecan»… pero no es sino que el conductor le frené media cuadrita más adelante del lugar en  donde oprimió el timbre y cual verdulera,  se riega,   posterior a eso indaga  sobre qué tan cierto es lo   del  destino que le tiene reservado,  la casa de la mujer que lo parió. En tres segundos visualiza su  hoja de vida, las oportunidades que dejó pasar, sus errores, sus sueños e ilusiones, y a grito entero concluye: por no detenerse en el lugar preciso en donde la gente timbra  es que  es busetero y un frustrado.  Por el tono, el gesto y los términos que emplea antes de proferir la palabra busetero, ¡pinche!, ¡pobre!, o ¡simple!, debe quedar claro  que de todas las profesiones esa es para él la  más denigrante.

 

Si como cualquier humano el conductor responde a uno de sus insultos,  se enfrascan en una discusión que pareciera  no tener fin, sino, da igual, alega solo, eso sí, buscando el consentimiento del resto, como queriéndoles decir:   les tengo una propuesta,  porqué,  en un acto de  cultura,  no linchamos entre todos a esa bestia que va manejando ¿les parece?, ¿cuento con ustedes?

Su  repertorio de indecencias  es de antología, el resto lo observan asombrados, mis respetos el jetabulario de este caballero. Por último,  y así el conductor no responda a sus improperios, es más, así no le chiste ni mu,    siempre se baja vociferando:    ¡maleducado!, ¡guache!, ¡bestia!… ¡Uich!, ¡oiga!, ¡atarbán!  ¿Esperen, esperen, qué pasó ahí? ¡Cagada sí ese último pedacito!, el de despuesito de los puntos suspensivos. Nada, no pasó nada, nadie le hizo nada, nadie lo tocó,  por no ir atento a  la fija por ahí  se cascó contra alguna varilla y otra vez la emprendió contra  el chofer del vehículo.

 

Valdría sí la  pena preguntarle qué se dice por allá  en su Europa sobre el  respeto por los otros empleos  y la dignidad humana.    

De nuevo al  volante,  una vez otro automovilista lo cierra,  hunde  la pata en el acelerador y empieza  a zigzaguear autos hasta que lo alcanza, y cuando lo hace  lo reta, o,  en una  actitud inherente a todos los cultos, lo ve a los ojos y empieza a negar con su cabeza. ¡No puedo  creer lo que acabo de ver!, ¡inaudito!, ¡mis ojos no pueden dar crédito! ¡Usted sí es mucho lo beesstia! ¡Soy tan culto!, tan Cosmopolitan, y globalizado que me cuesta un ingente trabajo creer que existe gente tan campera, definitivamente, ¡no hay derecho!

Pero que va, ¡claro que las cree!, por qué no habría de hacerlo si en este país nacemos,  crecemos,  viendo y haciendo chambonadas;  las imprudencias,  y más cuando del tráfico se trata, son el pan nuestro de cada día.

 

Que nos cause asombro un acto de decencia, que estupefactos, atónitos, nos deje un conductor respetando unas luces direccionales,  yo, por ejemplo, me quedé con la boca abierta la   vez pasada que  vi  a uno sonriendo de forma afable y cediéndole  el paso a otro, pero la indelicadeza, y el «yo primero»,   permítanme dudarlo.

 

Su consabido gesto de sorpresa  no tiene otra   intención que denigrar,  ofender,  ¡pelea!, simple, el tío quiere pelea,  camorra, golpes,  ¡déle!, ¡déle!

Está  bien que luchemos por la cultura. Cierto  que perentorio es  intentar cambiar a los pura sangre, pero ahí sí como dijo  mi querido padre el día que se subió una señora al ascensor de  un exclusivo centro comercial a arrearnos la  madre porque no le ayudamos con el coche: ¿a los trancazos, mi señora?, así no se puede.

 

 Que mal que esa,  en un principio,   noble intención de impartir cultura se haya convertido en una forma más de generar violencia.

 

 

 

* El género escogido para dar los ejemplos fue  aleatorio, excepto, claro está,  en el caso de la embrazada.