«Que man pa joder», «que enano tan fastidioso», «¿Hasta cuándo va a seguir metiendo las narices en donde no debe?», «dejá de chimbiar hombe», «dejá sano al Santos», «dejálo saludar al Chávez», «parlar con el Timochenko»… Hasta hace un par de años era el mejor presidente de la historia, el que iba a acabar con la guerrilla, el que le iba a dar en la cara a cuanto marica corrupto se le dejara ver… y no era el pensamiento de unos pocos, era el sentir de todo un país, o fue que ya se nos olvidó.
Eran otros tiempos. El consenso popular, ninguno otro diferente a que la guerrilla se le había ido la mano, se estaba dando garra, todo el que había podido, le había mamado gallo a Pastrana, y no había de otra que empezar a voliarles plomo, plomo ventiado. Sumado a ello, los dueños del país sentían, por primera vez en mucho tiempo, que su poder tambaleaba, y en un intento audaz por retenerlo alineó a todo una nación en torno a un objetivo, la guerra, pero ante todo, en torno a su líder, un líder al que consideraron pertinente engrandecerlo, mitificarlo, endiosarlo.
Un programa de gobierno sustentado en una figura magnificada. El salvador, el mesías, el soldado número uno, un cabo, un lanza más. El presidente bravo, con licencia para aniquilar el enemigo, para aliarse con el que fuera; y detrás de su figura, gestores de su fenómeno y escudados en su calculada popularidad, los mismos con las mismas, haciendo y deshaciendo.
Y en este baño de popularidad, necio no reconocer el gran papel que jugaron los medios. Había Uribe al desayuno, al almuerzo, de postre, y a la hora de la cena. Secciones enteras de farándula política dedicadas exclusivamente a aplaudirle sus bravuconadas. Su personaje, el paisita atravesado y dicharachero caló en todo un país. El hijo de las élites, el alumno sobresaliente, comportándose como un arriero, montando la de frentero, el político culto, educado en las mejores universidades, pronunciando inglés como un montañero, untándose de pueblo.
Eso por un lado, por el lado del corazón grande, por el otro, ajustándose el carriel, la ruana, el sombrero vueltiao y retando a los golpes a sus homólogos. Meros aspavientos que, tal cual lo planeado, usaron como cortinas de humo para tapar una que otra marranadita, exacerbaron el nacionalismo, dispararon su popularidad. Todos los problemas de la nación eran culpa del vecino. El país entero empezó a remangarse la camisa, ¿con quién «&%# es que nos vamos a matar? Hágale, patrón, búsquele brinco al Chávez, al Correa, a la Cristina, al lula… al que sea, que mientras sumercecito lindo está de bocón por allá bien custodiado en la casa de Nariño, sus retoños corretean modelitos y se llenan de billete los bolsillos, aquí están los hijos de los pobres para ir a la guerra.
Y en ese tira y afloje, al tipo se le fueron subiendo los humos- a quién no- y empezó a buscarle bonche a los de adentro también, y a tildar de terroristas y amigos de las far a los que no estaban de acuerdo con él. Las marchas del sector judicial, maestros, médicos, indígenas, camioneros, taxistas, y hasta empleadas del servicio, estaban todas infiltradas por la guerrilla, y eso que él personalmente la había exterminado.
Y aunque tanto encantó el personaje que incluso hubo para una segunda temporada, al cabo del tiempo llegó lo inevitable, el personaje aburrió, cumplió su ciclo, y entonces el poder detrás poder decidió ¡no va más!, llegó la hora de cambiar de títere, de modificar el libreto, los vientos deben soplar en otra dirección. Y esa veleta que llaman opinión pública empezó a pensar en reconciliación, en unidad nacional. Pero el Mesías no lo asimiló, e inmerso en el papel que le dio la gloria, quedó sumergido en su delirio.
Para la opinión pública, por el contrario, cae el velo y queda en evidencia lo patético del personaje, el poco tacto, la falta de mesura, viéndolo bien ya parece es un ñero, esa pantomima de man alzado excelente como para el líder de una pandilla, el duro de la gallada, pero para un presidente de la republica, como que no aguanta, como que, que boleta, ¿esas eran las fantochadas que aplaudíamos?, ¿ ese era el líder que durante ocho años no nos cansamos de venerar?
De los mismos directores del «Mesías ramplón» llega «la pipa de la Paz». Los mismos intereses, otro personaje el que los representa. Es más, para los que el disfraz los confunde y aún no lo han logrado identificar, el actor principal de esta nueva temporada en el montaje anterior asumió el rol de secuaz, él también se quitó la camisa por un buen amigo, él también careó al Chávez, braveó al Correa… pero eso quedó atrás, ya se le exprimió todo el jugo al discurso guerrerista y ahora, por enésima vez, comienza el de la paz.
Verlo patalear allá a lo lejos y lanzando puños al viento, mientras los otros tratan de hacer las paces «vénganse maricas, ahora sí nos rompemos la jeta», «qué pasó Chávez se le hizo así, sea varón», nos lleva a agachar la mirada y a sonrojarnos, ¿severa pinta fue, según 45 millones de ilusos, el mejor presidente de la historia…? ¿Qué dicen?; ¿aceptamos que nuestra pleitesía desmedida lo trastornó, lo enloqueció de poder?, ¿nosotros lo creamos?…
O mejor arrancamos a hacernos los huevones, a lavarnos las manos, y como buen discípulo a su mesías, a negarlo; «a mi Uribe nunca me gustó», «siempre tuve mis reservas con ese tipo», «Jaime Garzón nos lo advirtió». Y ese país que lo admiró, idolatró, veneró, que le celebraba hasta las muecas que hacía, dice ese loco no es mío, a ese loco ni siquiera lo conozco.