Finalizó  Escobar el Patrón del Mal y al margen del principal temor, que la serie  se convirtiera en una apología del narco, me  queda  una pequeña duda: ¿Por qué nos decían narcodemocracia? ¿Dónde estaba, que no lo vi, ese estado  corrupto del que tanto se ha hablado? Ese estado al que se le acusó de haber sido permeado a todo nivel  por el poder del narcotráfico. Señalamientos que se remontan  a  mucho antes  de los Orejuela y su financiación de  la campaña del  ex Presidente Samper. 

Si  lo único que se vio  en la serie, aparte de un grupo de  criminales cometiendo cuanta atrocidad se les ocurría,   fueron  héroes;  héroes en el gobierno, héroes en el   ejército, héroes  en el policía; sumado a ello, una sociedad que sólo fue víctima, y  un estado honesto, sacrificado  y decidido a hacer justicia.

Queda claro que en este país el único  político corrupto fue  Santorini,   aparte de él, del general  Perlaza, del policía calvo y torcido que le pasaba información al Chili, y de otras dos,  tres manzanas podridas que en este momento se me escapan, aquí nadie hizo nada malo. Los sobornos recibidos y los pactos ilegales fueron a título personal, nunca como parte de una política,  y a espalda de las instituciones.

Siempre será mejor para un sistema reconocer que tiene lunares y no que todo un sistema está podrido.

Y es que en ultimas, pese a algunos pequeños errores -es de humanos errar-,  falta de determinación y un par de  mandatarios medio apelotardados y  como blandengues, en términos generales  el estado queda muy bien parado, un par de entidades,   la  policía, el ejercito, muy bien paradas, y ni hablar de  la prensa, empezando por una periodista omnipresente y cariacontecida, que se las olió y  lo sospechó todo desde un principio. 

No me explico por qué  la clase alta de este país tiene fama de elitista, frívola, y arrogante; si aquí  quedó de manifiesto que todos ellos son gente sensible, comprometida, humilde, más que nadie sacrificada y preocupada por sus compatriotas.  Sobra anotar que aparte  de su entrañable amor y compromiso sincero  con los más necesitados,  excelentes padres, hermanos, abuelos, hijos, tíos y esposos.

En lo que a nosotros, los ciudadanos  del común,  concierne, así como  desde el día  del estreno advertimos: «mucho ojo con no rendirle el debido tributo a las victimas e ir a  hacerle  apología al peor criminal que ha tenido Colombia»;  por qué, en un gesto similar, no exigimos que se hicieran  explícitos también los  errores en los que como sociedad incurrimos.

Sería bueno, por ejemplo,  haberles contado  a las nuevas generaciones  que a la entrada de esta sociedad Escobar y CIA no se  encontraron con el letrero No se Vende, sino con uno  que decía Todo tiene su precio, y ellos lo tenían de sobra para comprar no solo bienes materiales,  sino  conciencias, silencios, virginidades, decisiones judiciales… No todo lo malo que hicieron fue por la vía de la intimidación.  

Por qué  no les contamos además que,  sobre todo al principio,  fuimos permisivos, indiferentes,  y que esta sociedad que hoy que funge  de inocente -negociaba, trabaja, y hasta se casaba con ellos, no obstante  aquí nadie sabía nada- es exactamente la misma que  con sorna y  arrogante sagacidad  dice papaya servida papaya partida,  una sociedad que enaltece la cultura del más vivo, y le rinde  culto al  dinero fácil.

Nada en esta vida puede,  ni debe, considerarse por aislado,  y tal vez estos sujetos no hubieran estado dispuestos a traficar ni  a entrar en ese espiral de violencia de no haber comprobado de primera mano como la sociedad entera se arrodilla ante el  dinero,  indistintamente de donde provenga. Asumamos lo que nos compete y no continuemos  individualizando las culpas colectivas.

Cuando una situación se analiza en contexto entendemos  su  complejidad, entendemos que son  innumerables  los actores  involucrados y que,    por consiguiente,  es  absurdo culpar  del casi colapso de un país a  una sola persona,  por muy  criminal y poderosa  que esta  hubiera sido. De haber sido así como se nos contó,   el día 2 de diciembre del 1993 se habría marcado   el fin definitivo del narcotráfico, la violencia, el secuestro y la corrupción en el país. 

Que era una lacra, eso ya se sabía y se confirmó,  pero   en aras de una reflexión -quien no conoce su historia está destinado a repetirla- un tanto más profunda, autocritica y dirigida a una sociedad en general, no solo a los pichones de narcos, hubiera valido la pena evidenciar  cuáles fueron los aspectos políticos, sociales, culturales que confluyeron y  contribuyeron para que esa lacra asesina, egocentrista,  ambiciosa, cruel, y despiadada llegara hasta donde llegó y ostentara todo el poder que ostentó. 

Todas las especies requieren de un medio apropiado para surgir y desarrollar su potencial -defectos, virtudes-,  y esta  Colombia,  que en   los 80 fue el contexto  propicio para el surgimiento de los grandes capos (abandono del estado, corrupción, miseria, resentimiento social, dinero fácil),  en las décadas posteriores fue  caldo de cultivo para el  surgimiento y consolidación  de diferentes grupos violentos;  paramilitares, guerrilla, más narcos, bandas emergentes, grupos de extorsión…  casi 20 años después de la muerte en el tejado y  ahí vamos contando.

Una seguidilla imparable de grupos criminales, una constante mutación de la violencia no puede ser  obra del azar.    «Culpa del ADN Escobar que se enquistó en lo más profundo de nuestra idiosincrasia…» dicen algunos, que pena contradecirlos,  pero la maldad no nació, ni mucho menos murió con este señor. Cuántos países a  nuestro alrededor con una infraestructura política, económica, social, y unas condiciones geográficas similares  a las nuestras, y  solo en este,  el  país del sagrado corazón,  el problema  del narcotráfico  alcanzó una dimensión tan cruel y desbordada. Aún no hemos querido preguntarnos el  ¿por qué?  Son estos  aspectos los que  deben ser objeto de análisis y de introspección, y no solamente  las actitudes asesinas y cobardes de una sola persona.

 

Finalmente, un  estado no puede aspirar a  que se le reconozca el haber obrado de forma correcta y eficiente cuando bajo su batuta todos los flagelos; guerrilla, paramilitarismo, narcotráfico, pobreza…  han hecho metástasis.  Más de 15 años duró este personaje delinquiendo y asesinando.  Para la muestra un botón,  un gobierno que se precia   de tener el control absoluto del territorio y de estar  luchando decididamente contra un narcotraficante,  no puede permitirse al mismo tiempo el descaro de  salir a decir: el gobierno no tenía  ni idea de los lujos con los que  este narcotraficante contaba, mucho menos de todos los desmanes  que sucedían al interior de la cárcel -la catedral- en la cual  estaba recluido. No es una actitud consecuente, ni digna,  de un  presidente de la nación.

La  historia la cuenta quien gana la guerra,  y  la guerra, no contra la violencia,  no contra el narcotráfico, ambos siguen vivitos y coleando,   sino contra este señor finalmente la ganó el estado, y es hoy ese mismo  estado el que omite, soslaya algunos hechos y cuenta la historia enteramente a su favor. De eso tan bueno no dan tanto y tal vez en esta serie   hubo  un periódico que exageró en autopromoción, y un par de  entidades policía, justicia, gobierno, que no se quisieron quedar  atrás.