Por un lado, no los sacamos de corruptos, de sabandijas y de pícaros, por el otro, no nos cansamos de venerarlos. Hablo de los políticos.
Absurdo que en un país en donde la gente dice no creerles, esa misma gente se pelee por ellos. Basta con darse una vueltica por un foro de opinión y notar como, con profundo amor o vehemente odio, los defienden, los atacan, se mientan la madre y se agarran a insultos por ellos. Uribestias, mamertos, ignorantes… Seguro que de encontrarse frente a frente un par de estos foristas, no lo dudarían, se darían y se romperían todo lo que se llama jeta por el honor de Uribe, la inocencia de quienquiera que sea Teodora, y la beatificación de Alejandro Ordoñez.
Y esto no es de ahora, contaba mi abuelo que en su época, a falta de twiter y de redes sociales, buenos eran machete y peinilla para resolver de raíz cualquier diferencia política; y en nombre de un país, matar o morir por defender los intereses personales, económicos, de esos en los que nunca hemos creído.
Y contribuir a esta dualidad es lo que ha hecho por siglos la historia, o en últimas ¿qué se supone que fueron en vida Bolívar, Santander, Nariño, Sucre… y tantos otros que hoy reverenciamos? Respuesta: políticos. Los que llamamos ladrones de cuello blanco, los ineptos de hoy, los que van a roncar a las plenarias, serán los próceres, los caudillos del mañana. Nada raro que en el año dos mil ciento y pico: Auditorio Merlano, Premio a la excelencia Samuel Moreno, Centro de la diversidad y equidad de género Roberto Gerlein.
Y si aún nos representa a Bolívar montado en su impecable y acrobático caballo palomo, empuñando la espada, listo a embestir al enemigo, cuando es bien sabido que jamás estuvo en el frente de batalla, muy seguramente la historia popular no tenga reparos en presentarle a las futuras generaciones a un Uribe piloteando un supertucano y bombardeando él mismo a los terroristas de las farc, o sin camisa, con el abdomen marcado y una cintica en la frente, en un feroz combate cuerpo a cuerpo contra Raúl Reyes o el viejo Tirofijo; y en lo que será considerado como el más cruento pero sobresaliente acto heroico, acto que redundó en beneficio de todo un país, torciéndoles a ambos el pescuezo, ¡crash!, y ¡crash!, fin de la violencia.
Esos a los que no les comemos cuento, nanay, no señor, siempre logran convencernos de que los intereses propios -los de ellos- son los mismos que le convienen a todo un país. Quizás no lo hemos notado, pero ante cualquier manifestación popular -maestros, jueces, estudiantes- siempre terminamos tomando partido a su favor.
Estamos en el tercer país más desigual del mundo, no obstante, esos en los que no creemos han logrado convencernos de que nos gobiernan bien, de que, con todo y algunos contratiempos -uno que otro politiquito corrupto, pero esperen y vera que les vamos a dar duro-, estamos en un sistema justo, lleno de oportunidades, equitativo.
Somos los que no tragamos entero y que a los tres meses de iniciado el mandato estamos renegando; no hay caso, los políticos nunca cumplen, todos son iguales, llegue el que llegue esto va a seguir igual, los mismos que durante la contienda electoral nos pegamos a la pantalla del televisor a ver y a escuchar los debates con el sesudo argumento y con la soberbia intelectual de «es el futuro del país el que está en juego». «Hay que evaluar las propuestas -como si las fuera a cumplir-, escuchar el plan de gobierno – como si se fueran a ceñir a él- , y votar a conciencia».
Somos los que no creemos en ellos, los mismos que abiertamente nos declaramos Uribistas, Santistas, Pastranistas, Serpistas…
Los culpamos de todo lo malo que pasa en el país, no obstante, llevamos 64 años llorando el asesinato de uno, y casi que acaban la ciudad ese día; 23 años lamentándonos por el asesinato de otro. Las figuras más emblemáticas de los últimos cien años, bueno, aparte de García Márquez, han sido precisamente ellos dos, políticos. Venerados, endiosados, no por lo que hicieron, sino por lo que iban a hacer.
«Lástima -suspiramos los «incrédulos» -ellos iban a cambiar el país, – ¡changos!, preciso, mucho lo cagados- sus ideales, snif, sus propuestas, snif…» Si a todos los evaluaran por sus excelsos ideales y sus promesas de campaña todos serían unos santos, a todos habría que erigirles estatuas de no menos de 30 metros cada una.
No les creemos, pero cada cuatro años, sin falta, continuamos depositando en ellos nuestros sueños más anhelados, nuestras esperanzas de cambio -cuando su función consiste en velar porque esto siga igual, no ven que así están bien-, adhiriendo sobre sus pechos el rótulo de salvadores; pero ante todo, con una fe ciega en el sistema de gobierno del cual ellos son la esencia, el cual ellos mismos nos viven inculcando que es la panacea, y que les ha permitido, por años y años, rotarse en el poder.