Un grave enfermo se sana, bendito Dios -exclama el creyente- porque él lo sanó. Un grave enfermo muere, bendito Dios -exclama el creyente- porque no padeció. «Él sabe cómo hace sus cosas». Si «lo deja» o «se lo lleva», por algo será, porque es que él no comete errores, y todo lo hace por amor.
Si algo en nuestra vida sale mal es nuestra entera culpa, si algo sale bien todo fue gracias a Dios, Dios mediante.
Vivimos tan obstinados en demostrar que Dios es bueno y misericordioso que no nos importa transgredir la razón, pasar la vida entera justificándolo, disculpando, intentando explicarlo, pero ante todo, procurando ajustar su proceder a una extraña lógica de abandono y amor incondicional. Porque en eso nos tiene, en el abandono.
Me parece que en esta relación no es Dios sino el ser humano el incondicional, el codependiente, el que vive adorándolo y buscando la forma de que él siempre quede bien. Aventurándonos incluso a usar los peores calificativos para referirnos a los que dudan de su existencia, de su infinita misericordia, o cuestionando duramente a aquellos que no viven en función de él.
Somos nosotros los que hemos encontrado en el infinito amor que dicen que nos tiene la razón de todos sus actos, los que insistimos en verlo únicamente en lo bello, los que ya dimos respuesta a la pregunta ¿por qué permite Dios que pasen cosas malas en este mundo? Respuesta: porque nos alejamos de Dios, nos olvidamos de él. Pero… ¿alejarnos de un ser omnipresente?, ¿olvidarnos? pero si pasamos la vida entera invocándolo, suplicando, implorando su ayuda.
Tan grande es nuestro cariño que no nos importa asumir la entera culpa en un fracaso, o caso contrario, desconocer nuestro propio sacrificio y el apoyo incondicional de quienes siempre han estado a nuestro lado para cederle todo el mérito a él. «Este triunfo fue obra de Dios» «Todo fue gracias a él».
Es el ser humano el que con regocijo y alegría exclama; «Dios nos hizo libres». Libres para cometer errores, ¿y aciertos?, no, porque los aciertos son obra de Dios, «bendito Dios que permitió que las cosas salieran bien». Es el ser humano el que antes de intentar entenderse con sus semejantes prefiere descargarles toda su miseria y reservar sus virtudes y todo lo bueno que hay en él para ofrendar a Dios. El que en no pocas ocasiones deja a un lado, y hasta olvida, a sus hijos y a su familia por ir a adorarlo.
Es el ser humano el que no se cansa de repetirse y repetirle a sus semejantes: si te esfuerzas y nada te sale es porque no oraste, ¿ y si te la vives orando y nada?, eso fue porque no oraste con fe. Lo dicho, Dios nunca pierde. El que no le parece que se contradice cuando atribuye muchas de las desgracias que pasan en el mundo a la ira de Dios, a sus castigos, pero acto seguido se refiere a él como un ser infinitamente misericordioso, que todo lo perdona.
El que ante una tragedia natural en la que perecen miles contrario a reprocharlo – Dios mío, cómo es que si de ti depende «no se mueve la hoja de un árbol sin su santa voluntad» permites que ocurra tamaña atrocidad- corre a escarbar entre los escombros hasta encontrar en el único sobreviviente la razón que buscaba para salir gritando: «¡milagro de Dios!, ¡alabado!, ¡infinitamente misericordioso!»
El que le ha encontrado sentido a su omnipresencia ausente, a su injusta imparcialidad. El que ha escuchado en su eterno silencio sabiduría, palabras rebosantes de amor. El que hasta en el acto más horripilante, en el más profundo dolor, ve su mano bondadosa, la prueba de su sabiduría, la gota de enseñanza que le permita justificar su omisión y poder manifestar: ¡ alabado sea!
El que, en aras de promulgar un discurso congruente a pesar de tantas injusticias e incoherencias – es justo pero nos entregó un mundo injusto- dividió la justicia en dos; terrenal y divina. Y si aquí en la tierra cada cual hace lo que le da la gana y Dios no imparte justicia, allá arriba en el cielo sí. «La justicia divina es implacable», «esa nunca falla», se recuerda constantemente como una forma de apaciguar su escepticismo y desconsuelo.
El que ante la agonía e inminente muerte de uno de los suyos, ruega, implora ¡Dios no quiera!, y luego, posterior a ilusiones efímeras, y vanas esperanzas que se desvanecen, prefiere culpar al destino y morderse los labios antes que tener que aceptar y decir: ¡Dios sí quiso!
El que no se ha percatado de una particular coincidencia, las decisiones de Dios en este tema enfermedad- muerte han estado ligadas a dos aspectos primordiales, los avances de la ciencia y el poder adquisitivo de quienes encomiendan la vida en sus manos. Antes Dios no le veía problema a que miles y miles murieran de gripe, ahora, y conforme inventaron los antibióticos, cambio de opinión. En algunos países miserables considera justo que la gente se muera de hambre, de Sida… cosa que dicho sea de paso, no permite que suceda en otros lugares más ricos. Sin ocultar, claro está, la tirria que en este país pareciera que le tiene a los pacientes del Sisbén.
«Siempre es que mi Dios es grande», «Mi Dios aprieta pero no ahorca…» El que sin importar lo enfermo, pobre, solo triste y olvidado que lo tenga no pierde la fe, y siempre encuentra una razón para decir: ¡Infinitamente misericordioso! ¡Dios me ama!